Capítulo III

El mundo de Raul Kinson tenía paredes. Era un mundo de habitaciones, de rampas, de corredores.

No había nada más. El pensamiento no podía llegar más allá de aquellas paredes, más allá de las habitaciones más lejanas. Él había intentado hacer pasar sus pensamientos a través de las paredes, pero los pensamientos no podían acoplarse a la idea de la nada, y por consiguiente sus pensamientos retrocedían, repelidos por una concepción fuera del alcance de la autoridad de la mente.

Cuando tenía diez años había descubierto una abertura en la pared. No era una abertura por la cual pudiera uno pasar, porque estaba cubierta con algo a través de lo que podía mirarse como si fuera algo transparente. Sin embargo la sustancia era dura al tacto.

Entonces no era todavía lo suficientemente mayor para permitírsele soñar.

Los sueños eran sólo para los adultos, para los que habían crecido suficientemente para participar en los juegos del matrimonio.

En los viejos libros había descubierto la palabra que correspondía a aquel agujero en la pared. Ventana. Lo repitió una y otra vez. Nadie más leía esos libros. Nadie más conocía aquella palabra. Era un secreto precioso, porque no era un secreto fabricado. Existía. Más tarde, naturalmente, descubrió que en los sueños hay muchas ventanas. Pueden ser tocadas, abiertas, mirar a través de ellas. Aunque no con sus propias manos. Ésa era la diferencia. En los sueños tenía que hacerse uso de otras manos, de otros cuerpos.

No olvidaría el día que descubrió aquella ventana. Los otros niños le molestaban. Nunca le habían gustado sus juegos. Se reían de él porque no era débil, como ellos. Sus juegos, de músculos, les hacían daño y les hacían llorar. Aquel día le permitieron jugar en uno de sus juegos. El viejo juego del baile de la estatua, en una de las habitaciones más grandes de la planta baja. Una muchacha delgada sostenía dos bloques blancos y mientras ellos bailaran la muchacha haría chocar inesperadamente un bloque contra otro. Al oír aquella señal todos debían detenerse como si se hubieran convertido en estatuas de piedra. Pero Raul perdió el equilibrio y cuando trató de detenerse tropezó pesadamente con dos de aquellos débiles muchachos golpeándoles y haciéndoles caer al suelo entre gemidos de dolor y cólera. Estaban muy enfadados y él también.

—No puedes jugar, Raul Kinson. Eres duro. Vete, no te dejamos jugar.

—No quiero jugar, en primer lugar. Este juego es estúpido.

Y de esa manera había salido de aquella habitación para recorrer el gran vestíbulo que conducía a través del laberinto de habitaciones de mando, donde incluso el mismo aire parecía vibrar. Le gustaba andar por allí, ya que aquello le daba una extraña sensación en el estómago. Ahora, naturalmente, él sabe lo que contienen aquellas habitaciones, y el nombre de aquel metal gris, poderosamente grueso, que forma las paredes del pasillo. Se llama "plomo". Pero el saber lo que había en aquellas habitaciones no disminuía la sensación que sentía, hacía catorce años, cuando anduvo por allí.

Aquel día, hacía catorce años, había vagado sin rumbo fijo. Todo le parecía deslustrado. Las habitaciones donde se interpretaba música suave e interminablemente, donde la música se había interpretado siempre y donde se interpretaría hasta el mismo fin del tiempo, habían perdido su encanto.

Los adultos que vio le ignoraban. Y así lo había supuesto.

La rampa metálica le llevó hasta el piso donde se hallaban los durmientes. Era un lugar que le estaba prohibido a cualquier chiquillo. Esperó y no vio a nadie, y por esto empezó a avanzar por el pasillo de puntillas hasta llegar al lugar donde aquéllos reposaban dentro de cajas de cristal grueso adosadas en la pared.

La primera era una mujer. Estaba tendida suavemente. Estaba algo enroscada, con una mano descansando debajo de su mejilla y la otra apoyada en el pecho. La placa de metal que tenía entre los dientes daba un aspecto desagradable a su boca, y los retorcidos cables que salían de la placa para desaparecer en la pared detrás de la espalda eran como las culebras que él había visto en algunas imágenes antiguas. Permaneció quieto sintiendo un extraño latido. Era algo parecido a lo que había sentido en las habitaciones de mando, aunque más ligero.

Mientras la observaba, la mujer se movió. Se quedó quieto, como petrificado de terror. Ella se sacó la placa de la boca, dejándola a un lado y alcanzando la ropa que había dejado a sus pies. Sus movimientos eran pausados y soñolientos.

Una vez puesta la ropa, al girarse para alcanzar el mecanismo que abría la puerta de la urna de cristal, fue cuando le vio, y su rostro se contrajo de enfado. Huyó, sabiendo cuál sería el castigo, esperando que en la semipenumbra en que ella se encontraba no hubiera podido reconocerle. Tras él pudo oírla gritar:

—¡Niño! ¡Detente!

Corría, jadeante, dándose cuenta de pronto que, si tomaba la rampa que le conduciría abajo, los gritos de la mujer podrían alarmar a cualquiera que estuviera en el piso inferior e interceptarle.

Y al comprenderlo así se detuvo y subió por la rampa fija que ascendía hasta el piso vigésimo primero. Una vez había estado allá arriba. El silencio de aquellas habitaciones le había impresionado de tal manera que se apresuró a regresar abajo, pero este día las habitaciones silenciosas le parecían un refugio.

Arriba y más arriba. El vigésimo primer piso no parecía bastante seguro. Continuó subiendo a pie hasta el siguiente piso, sintiendo un agudo dolor en el costado, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Podía oír el sonido del latir de su corazón en medio de la quietud que le rodeaba.

Recordaba que fue entonces cuando se dio cuenta de que junto a su mano izquierda estaba el borde de la gran rueda que movía la rampa. Era como las ruedas de los pisos inferiores, con una asombrosa diferencia… estaba quieta.

Raul la tocó suavemente. Y un extraño nuevo pensamiento empezó a formarse en su mente. Aquello podía ser una cosa que estuviera… rota. Que hubiese dejado de funcionar. Aquella idea le produjo vértigo porque era algo que estaba fuera de su experiencia. Todas las cosas funcionaban… es decir… todas las cosas diseñadas para funcionar de esa manera, tranquila, perfecta para siempre. Sabía la existencia de las rampas que estaban quietas después del piso vigésimo, y había pensado que era así porque así debía ser. Pero ahora se sentía confundido ante aquel nuevo concepto de "interrupción". Una de las mujeres se había roto un brazo. Se la evitaba porque ahora era una cosa deforme. Sabía que él no se atrevía a hablar de aquel nuevo concepto aplicado a las rampas del piso superior al vigésimo. Tal pensamiento al ser expresado sería una herejía, pura y simple.

Era difícil pensar de aquella manera. Le producía un profundo dolor de cabeza. Si la rampa había cesado de funcionar, por alguna razón, y teniéndose en cuenta que esos pisos superiores eran para ser usados por todos los Vigilantes y que ahora estaban simplemente abandonados a causa de la dificultad física para subir andando aquellas rampas tan acentuadas. Él no conocía a nadie, adulto o niño, que hubiera subido más allá del vigésimo piso. No había necesidad de ello. En los pisos inferiores estaban los baños calientes y perfumados, los lugares donde tomar vino, donde dormir y donde comer miel. Estaban también los comedores y las habitaciones donde se curaba el dolor.

De pronto se preguntó cuántos pisos más habría encima de él. ¿Sería posible llegar hasta el último? ¿Habría un final? ¿O bien los pisos irían sucediéndose uno tras otro, más altos cada vez, sin que nunca terminaran? La fuerza de su deseo por responder a esa pregunta le asombró. Sentía el cosquilleo del temor recorrerle la espalda, pero al mismo tiempo sentía una intensa excitación que le proporcionaba unas alas frenéticas.

Iba vestido como todos los jóvenes, con una sola faja de tejido de metal blando. Iba anudada alrededor de la cintura, pasando luego por entre las piernas, terminando firmemente sujeta en la cintura. Cuando uno era suficientemente mayor para que se le permitiera soñar, entonces se le entregaba la toga y correas de hombre, o la túnica de mujer. Cuando llegaba la muerte, cuando el muerto era arrojado, desnudo, en la boca del tubo oval, que le precipitaba en la desconocida oscuridad, la ropa se salvaba. Él había visto la habitación donde aquellas estaban amontonadas en grandes pilas llegando más arriba del alcance de un hombre.

Se puso en pie, respiró profundamente, estrechó la faja en torno a su cintura y empezó a andar solemnemente y con cierta decisión hacia la siguiente rampa silenciosa y quieta. Y a la siguiente, y a la otra. Se sentía fatigado por la empinada cuesta y descansó, observando que casi había perdido la cuenta. Los pasillos que quedaban abajo desde donde los miraba ahora eran todos iguales y silenciosos.

Al final llegó a una rampa que ascendía, mientras la contigua bajaba, silenciosa y perfectamente. Subió a la rampa que le llevó arriba, preguntándose cuánto tiempo haría desde que otros pies descalzos la habían pisado.

Arriba y más arriba, y más. Las cosas familiares iban quedando espantosamente atrás. Pero los temores quedaban barridos por el silencioso y familiar movimiento de la rampa que le hacía sentir un ligero vientecillo en el rostro a medida que subía.

Y con la brusquedad de un golpe, descubrió que al final no había ya ninguna otra rampa para llevarle más arriba, y que no había ya por consiguiente ningún otro piso al que subir. El pasillo era más pequeño que los demás. Luchó contra el temor que sentía y que le incitaba a dar media vuelta y precipitarse rápidamente hacia abajo. Lo peor era el silencio. No se oía el eco de ningún paso contra los suaves suelos. Ni voces lejanas. Ningún ruido de chiquillos. Sólo silencio y el resplandor de las paredes.

Aquello, pues, era la cumbre del mundo, la cumbre de la eternidad, la cima de todo. El temor desapareció convirtiéndose en exaltación, sintiéndose más amplio que la misma vida. Él, Raul Kinson, había ido, solo, hasta el fin del mundo. Pensó en la mirada de desprecio de los demás. Sacó el pecho y levantó la cabeza. Los viejos decían que no había límites en el mundo, que los pisos silenciosos superiores iban ascendiendo hacia el infinito, que aquellos que eran lanzados por el tubo de la muerte caían eternamente, girando a través de la oscuridad, hasta el fin del tiempo.

Avanzó por el pasillo. Éste torcía ligeramente. Se detuvo. Al final del pasillo había un cuadro, un cuadro grande. Él sabia de cuadros. Había miles de ellos en el piso decimoctavo y en realidad nadie los entendía.

Se acercó hacia el cuadro con el desprecio de la familiaridad. Se acercó más a aquella superficie extrañamente brillante. Ahogó una exclamación y la oscuridad se le echó encima sin que sintiera impacto alguno al caerse.

Recobró el conocimiento, arrodillándose y contemplando de nuevo el cuadro. Y entonces supo que no era cuadro. Era una revelación. Era una verdad tan fantástica que podía oír, de sus labios, los sonidos incomprensibles que hacían los niños. Y supo que a partir de aquel día, él sería algo aparte de todos los otros que no hubieran visto esto, que no participaran con él de este concepto.

Más allá de los pisos, al otro lado de las paredes que brillaban, todos habrían aprendido que sólo había la nada. Con frecuencia él se había acostado por la noche, tratando de imaginarse la "nada". Y ahora resultaba que todo había sido un embuste.

La totalidad de los pisos estaban localizados en una enorme y espantosa habitación. El techo, fantásticamente alto, tenía un color púrpura acentuado, con puntos brillantes de luz en él, y una enorme luz púrpura redonda que dañaba a los ojos al mirarla directamente. El suelo de la habitación era de color canela, pardo y gris. El aspecto más horrible de la enorme habitación era la imposibilidad de ver sus paredes. Estaban más allá del alcance de sus ojos, algo totalmente nuevo para él. Sintió vértigo al mirar hacia abajo al remoto suelo. Lejos, hacia la derecha, el suelo estaba encorvado en una serie de montañas mucho más altas que el nivel de sus ojos. Y en el primer plano se alzaban seis objetos, en perfecta fila. El brillo de la luz redonda les hacía parecer de plata. Cuanto más miraba más se acostumbraba a la perspectiva, y más acertadamente podía asegurar la altura de aquellos seis objetos cilíndricos, con obtusos hocicos y la porción fulgurante que descansaba contra el tono canela del suelo. Mientras miraba vio movimiento. Un trozo de suelo cobró vida, alzándose en una alta columna giratoria. No podía comprender por qué hacía tal cosa. Lo veía moverse, girando todavía, en dirección a los altos montículos. Y pronto dejó de verlo. Acercó la boca contra la dura superficie de la sustancia transparente y se echó atrás con asombrosa velocidad. En un mundo donde todo estaba caldeado, aquella superficie era extrañamente fría.

Al final la garra del hambre le apartó de aquel cuadro que más tarde descubrió que se llamaba "ventana". Regresó a los pisos inferiores, haciendo de nuevo todo el recorrido, esta vez a la inversa, hasta llegar a los lugares conocidos. No habló con nadie de lo que había visto. Andaba con una sensación embotada, aturdida, sintiéndose insignificante contra las enormidades de lo que había afuera del mundo conocido. Comía, dormía, se bañaba y andaba solo, buscando siempre la manera de alejarse, de regresar a su ventana, a través de la cual podía mirar a otro mundo que empequeñecía al suyo propio.

Una vez, consciente por entero del nuevo conocimiento que había adquirido, trató de explicárselo a uno de los adultos. Wrath estalló y Raul Kinson salió despedido, sangrándole la boca y con la firme determinación de no volver a hablar a nadie más sobre el particular.

Con Leesa, por supuesto, era distinto. Como humana, compartió con él, hasta cierto punto, la tergiversada broma biológica que le había proporcionado a él un pecho ancho, anchas espaldas, cuello fuerte y vigoroso, musculatura abundante en un mundo donde la fuerza física era completamente inútil.

Recordaba que él tenía doce años y ella unos diez cuando la acompañó hasta la ventana. A los diez años la niña era más alta y más fuerte que cualquier otra niña de su misma edad. Como Raul, tenía el cabello negro azulado y abundante. Era una cosa que les distinguía de los demás, en aquel mundo donde el cabello era fino, seco y castaño, durando por lo general hasta los veinte años de edad, raramente después de eso.

Habían hablado los dos y él sabía que Leesa compartía su vaga sensación de inquietud, su dejo contento sin objeto, pero los sentimientos de ella tomaban una forma diferente. Mientras él se esforzaba constantemente en aprender más, en comprender más, ella se dedicaba con adoración a las travesuras y al abandono infantil.

Se sentía orgulloso por la manera con que ella trataba de ocultar su miedo. Permanecieron de pie al lado de la ventana. Él, orgulloso de sus nuevas palabras, dijo:

—Esto es "el exterior". Todo nuestro mundo y todos los niveles o pisos se hallan en el interior de lo que se llama "edificio". Fuera de aquí hace frío. Esta luz roja redonda se llama Sol. Se mueve a través del techo, pero no desaparece nunca por entero de la vista. Lo he observado. Viaja en círculo.

—Se está mejor aquí dentro.

—Naturalmente. Pero es bueno saber… que hay un… exterior.

—¿Sí? ¿De qué sirve simplemente saber cosas? Yo diría que es bueno bailar, cantar y estar calentito…, tomar buenos baños, encontrar las comidas preparadas que saben mejor.

—¿No hablarás a nadie de esto?

—¿Para que me castiguen? No soy tan estúpida, Raul.

—Vamos, pues. Y te mostraré otras cosas.

Bajaron varios pisos, hasta llegar a uno cuyas habitaciones eran más bien pequeñas. Entró con ella en una que tenía diez sillas puestas de cara a una de las paredes de la habitación. La hizo sentar en una de ellas mientras él se acercaba a la máquina que le había costado tanto de examinar a fondo. Había estropeado cuatro antes de comprender el significado.

Leesa quedó boquiabierta cuando se apagó la luz y aparecieron las imágenes, por obra de magia, reflejadas en la pared a la cual estaba sentada.

Raul dijo tranquilamente:

—Creo que esto está aquí con el propósito de que antes traían aquí a los chiquillos para ver esas imágenes. Pero sea como fuere, hace mucho tiempo, fue abandonado. Estas señales debajo de cada imagen no significan nada para ti, Leesa. Pero yo he aprendido que esto es su escritura. Cada cosa tiene una palabra, como ya sabes. Pero esas marcas pueden significar la palabra. Con estas marcas, si tú pudieras leer, yo podría decirte lo que quisiera sin hablar.

—¿Por qué ibas a hacer tal cosa? —su voz estaba llena de extrañeza.

—Podría dejarte un mensaje. Yo puedo leer la escritura que hay debajo de las imágenes. Hay un número incontable de esas bobinas para colocar en las máquinas. Cada habitación tiene unas más complicadas que la anterior. Creo que esta habitación era para los niños más pequeños, ya que las palabras son muy sencillas.

—Eres muy inteligente, Raul, al comprender esas marcas. Pero me parece que debe ser algo difícil. Y no sé por qué lo haces.

La extrañeza había cambiado en hastío. Arrugó la frente. Él deseaba tener a alguien con quien poder compartir aquel nuevo mundo.

Recordó un lugar que seguramente le interesaría a ella. Bajaron varios pisos más y la introdujo en una habitación muy grande. Esta vez las imágenes se movían y parecían tener dimensiones reales, y las personas, curiosamente vestidas, hablaban, empleando unas palabras extrañas, intercalando entre aquellas algunas más familiares. Raul dijo:

—Esto es una historia. Puedo entenderlo porque he aprendido las palabras extrañas, o por lo menos algunas de ellas.

A la tenue luz pudo ver a su hermana que se inclinaba hacia adelante con la boca abierta. La gente con ropas extrañas se movía en lugares extraños.

Apagó la máquina.

—¡Raul! Es… es… maravilloso. Hazlo aparecer otra vez.

—No. No lo entiendes.

—Es como yo imagino que deben ser los sueños, como serán cuando sea lo suficientemente mayor para que se me permita soñar. Y pienso que no podría esperar. Por favor, Raul, muéstrame cómo se hace para que vuelva a producirse.

—No. Tú no sientes interés por esas cosas. Ni en las mujeres que llevan extraños vestidos de color, ni en los hombres que luchan. Vuelve a tus juegos, Leesa.

Ella intentó retenerle, pero al ver lo inútil de su intento, le soltó. Raul al final pretendió ceder.

—De acuerdo, Leesa. Pero debes empezar como yo lo hice. Con las imágenes sencillas. Con la escritura sencilla. Y cuando aprendas, entonces te llevaré a ver todo esto otra vez y entonces lo comprenderás.

—¡Lo aprenderé hoy mismo!

—En cien días. Si eres rápida y si pasas muchas horas al día dedicada a eso.

Regresaron a la primera habitación y él trató de ayudarla. Ella se puso a llorar de nuevo de frustración. Al final los pasillos disminuyeron sus luces y así supieron que había llegado la hora de irse a la cama. El tiempo había transcurrido demasiado rápidamente. Descendieron apresuradamente para reunirse con los demás, escondiéndose hasta que el camino estuvo libre, mezclándose luego con aquéllos, con exagerada tranquilidad.

A los dieciséis años, Raul Kinson era más alto que cualquier hombre en el mundo. Sabía que era hora, y que estaba acercándose el día. Lo supo por la forma en que las mujeres le miraban, por la nueva luz que brillaba en sus ojos, una luz que le turbaba. No podían hablarle porque, hasta que fuera autorizado a soñar, seguía siendo todavía un niño.

Algunos tenían ciertas obligaciones que les permitían verlo más o menos. Y en cada caso, instruían a un joven para que escogiera aquella misma clase de obligaciones en preparación de la hora de la muerte. Había una mujer que estaba al cargo de las habitaciones de nacimientos, y otra que cuidaba de los niños pequeños. Un hombre, más gordo que los demás, organizaba los juegos de los adultos. Pero entre todos aquellos que tenían obligaciones especiales, Jord Orlan era el más poderoso. Era retraído y tranquilo. Estaba al cargo de los sueños y de los soñadores. Poseía unos ojos inteligentes, amables, y un rostro donde brillaba la melancolía del poder.

Y Jord Orlan rozó por la espalda a Raul Kinson y le condujo al extremo del décimo piso, hasta las cámaras donde Jord Orlan vivía solo, completamente apartado de la vida en comunidad.

Raul sentía una excitación temblorosa dentro de sí. Se sentó donde Jord Orlan le indicó. Esperó.

—Después de hoy, hijo mío, dejas de ser niño. Todos aquellos que dejan de ser niños deben soñar. Es el privilegio de ser adulto. Todos los que como tú se acercan a mí llegan con ideas muy equivocadas de los sueños. Eso se debe a la prohibición de hablar de los sueños con los niños. Muchos de nosotros tomamos los sueños con demasiada ligereza. Es lamentable. Tienen la impresión de que los sueños son tan sólo un placer simple e ineludible, olvidándose de la primera responsabilidad de aquellos que sueñan. Yo no deseo que tú, hijo mío, te olvides de esa responsabilidad primordial. A su debido tiempo te lo explicaré. En nuestros sueños somos todopoderosos. Te acompañaré hasta la vitrina de cristal de los sueños que será tuya hasta el día de tu muerte. Y te mostraré cómo funciona el mecanismo que controla los sueños. Pero antes hablaremos de otros asuntos. Tú has permanecido siempre apartado del resto de chiquillos. ¿Por qué?

—Soy diferente.

—En cuerpo, sí.

—Y en mente. Sus placeres no tienen interés para mí.

Orlan pareció mirar más allá de lo que veían sus ojos.

—Cuando yo era jovencito me sucedía lo mismo.

—¿Puedo hacerle una pregunta? Ésta es la primera vez que se me permite hablar de esta manera con un adulto.

—Naturalmente, hijo mío.

—¿Por qué somos llamados los Observadores?

—Esta fue una de mis preocupaciones. Creía que esto se debía a lo de los sueños. El origen de la palabra se pierde en la antigüedad. Posiblemente sea debido a las fantásticas criaturas que observamos en nuestros sueños.

—Usted ha dicho que son criaturas fantásticas. ¿Son hombres?

—Naturalmente.

—¿Cuál es, entonces, la realidad? ¿Este lugar estrecho o los mundos abiertos de los sueños?

En su intenso interés, Raul se había olvidado de emplear tan sólo las palabras usuales.

Jord Orlan le observó agudamente.

—Tienes un lenguaje muy extraño, hijo mío. ¿Dónde lo has aprendido? ¿Y quién te ha hablado de los mundos abiertos?

Raul titubeó.

—Yo… he inventado las palabras. Me he hecho la idea de esos mundos abiertos.

—Debes comprender que es una herejía pensar siquiera en que las criaturas que vemos en los sueños sean una realidad. Las máquinas para los sueños tienen un principio simple. Tú estás familiarizado con los vagos sueños de la infancia. Las máquinas los aclaran y hacen lógicos a través de algunas aplicaciones de potencia. Están limitados en lo que podríamos llamar tres zonas, o mundos, en los que podemos soñar. Con el tiempo te acostumbrarás a cada uno. Pero nunca, nunca se te ocurra suponer que esos mundos puedan existir. El único mundo posible está aquí, en estos pisos. Es la única clase de ambiente que nos permite existir. A través de los sueños nos hacemos más inteligentes.

Raul vaciló:

—¿Cuánto tiempo hace que existe este mundo nuestro?

—Desde el comienzo del tiempo.

—¿Quién… quién lo hizo? ¿Quién construyó estas paredes y las máquinas para soñar?

—De nuevo, hijo mío, te acercas demasiado a la herejía con tus preguntas. Todo esto ha existido siempre. Y el hombre ha existido siempre aquí. No hay principio ni fin.

—¿Se le ha ocurrido alguna vez a alguien que puede existir algún mundo mayor fuera de estos pisos?

—Debo rogarte que dejes de hacer esa clase de preguntas. Esta vida es buena y es adecuada para cada uno de los novecientos que forman la humanidad. No existe nadie al otro lado de las paredes.

—¿Puedo formular una pregunta más?

—Naturalmente. Siempre y cuando tenga más sentido que las formuladas anteriormente.

—He podido ver que este mundo es muy grande, como si en alguna ocasión hubiera vivido aquí más gente que la que ahora vive. ¿Es que nuestra población es inferior a tiempos pasados?

Orlan se volvió bruscamente de espaldas. Su voz llegaba suave hasta los oídos de Raul.

—Esta cuestión me ha preocupado. No pensé en ello durante mucho tiempo. Cuando yo era muy pequeño éramos aquí más de mil. Me he estado preguntando sobre el particular. Cada año hay una o dos togas o túnicas que no son heredadas por ningún chiquillo —su voz se hizo más tensa—. Eso no tendrá importancia en nuestra vida. Y no puedo creer que la población vaya disminuyendo hasta desaparecer. No puedo creer que un día este mundo pueda estar vacío cuando la última persona haya muerto sin que nadie pueda arrojarle por el tubo.

Orlan cogió la mano de Raul.

—Vamos, te acompañaré a la vitrina que te ha sido asignada para toda tu vida.

Orlan no dijo nada más, hasta que se detuvieron, en el vigésimo piso, delante de la vitrina de cristal vacía. Orlan dijo:

—En tu cabeza, cuando estés tumbado ahí, pondrás ese pequeño pulsador nudoso. Tiene tres estaciones correspondientes a los tres mundos de sueños. La primera está señalada por una línea recta. Éste es el mundo más hermoso de todos. La segunda está señalada con una línea curva que se sostiene en una base. La tercera estación, señalada con una línea doble curva, es para dirigir la máquina para crear el tercer mundo, el que nosotros encontramos de menos interés. Serás libre de soñar siempre que lo desees, luego te desnudarás y colocarás la placa de metal entre los dientes, mordiéndola firmemente. El sueño llegará con rapidez. En tu sueño tendrás un nuevo cuerpo y una habilidad nueva, extraña, insustancial. No puedo darte instrucciones de cómo adquirir el cambio y movilidad en el mundo de los sueños. Eso es algo que debes aprender haciéndolo. Todos aprenden rápidamente, pero el actual procedimiento no se traduce en palabras. Soñarás durante diez horas y al final de este tiempo la máquina te despertará. Entonces será mejor que esperes un nuevo día antes de empezar a soñar de nuevo.

Raul no pudo resistir el impulso de decir:

—Cuando las luces son brillantes en las paredes y en los suelos, nosotros lo llamamos día, y cuando palidecen, lo llamamos noche. ¿Hay alguna razón particular para que lo hagamos así?

La mano de Jord Orlan se apartó rápidamente del hombro de Raul.

—Estás hablando locamente. ¿Por qué tenemos cabeza? ¿Por qué nos llamamos hombres? El día es el día, y la noche la noche.

—Tuve un sueño infantil en el que vivíamos en la parte exterior de un gran globo y no había nada más que nosotros en el espacio. El otro globo, al que llamábamos sol, nos circundaba, dándonos luz y calor. Era de día cuando estaba encima de nuestras cabezas. De noche cuando estaba en el lado opuesto del globo.

Orlan le dirigió una extraña mirada.

—¿Sí? —dijo muy cortés—. ¿Y los hombres vivían en todas partes de ese globo? —Raul asintió. Orlan dijo triunfante—: ¡El absurdo es bien aparente! ¡Los que estuvieran en la parte de abajo se caerían! —su voz se hizo más dura—. Deseo avisarte, hijo mío. Si persistes en esas absurdidades y herejías tendrás que ser llevado a un lugar secreto que sólo yo conozco. Ha sido empleado en tiempos antiguos. Hay una puerta y tras ella un vacío frígido. Serás arrojado del mundo. ¿Está bien claro?

Sensatamente, Raul asintió.

—Y ahora debes soñar, uno tras otro, con cada uno de los tres mundos. Y al final de los tres sueños volverás a verme y se te dirá la Ley.

Jord Orlan se alejó, Raul permaneció de pie al lado de la vitrina, temblando un poco. Levantó la tapa de cristal, se deslizó rápidamente en su interior y se tendió. Se quitó la faja que llevaba. Colocó el pulsador en el número 1, que Orlan no conocía como número, sino como símbolo matemático.

La placa de metal era fría al sostenerla entre los dedos. La puso entre los dientes. Echó la cabeza atrás cerró los dientes apretando el metal… y cayó sumido en el sueño como si hubiera caído del gran sol rojo a las polvorientas llanuras próximas a las escarpadas montañas.

Caía, en el vacío, en la oscuridad…

Todo movimiento quedó detenido. Aquello, pues, era el precioso sueño. La nada absoluta, la confusión absoluta, con el único sentido de la existencia. Esperó y lentamente fue sintiendo, fue dándose cuenta de la dimensión y dirección. Colgaba inmóvil y entonces detectó, a lo que parecía una gran distancia, otro cuerpo. Lo sintió con un sentido que no era la vista, ni el tacto, ni el oído. Sólo podía pensar en cómo se había dado cuenta de aquello. Y con el poder de su mente se lanzó hacia él. Aquel estado de estar enterado iba aumentando. Se lanzó una y otra vez. La cosa en la que emergió parecía querer rechazarle. Podía sentir cómo se agitaba y pretendía alejarlo. Se asía a ello sin manos, se apretaba a aquello sin brazos. Se introducía allí hasta conseguir arrinconarlo en un pequeño lugar apartado.

Y Raul Kinson se encontró a sí mismo andando por una polvorienta carretera. Con el brazo herido. Lo miró y quedó asombrado al ver la dura delgadez del brazo, el duro metal rodeando la descarnada muñeca, la sangre seca donde el metal le había cortado. Iba vestido con andrajos y podía oler el olor de su cuerpo. Cojeaba de un pie herido. La banda de metal de su muñeca iba conectada por una cadena a un poste muy pesado. Era uno de los hombres, de los muchos hombres que se unían a un lado de aquel poste, con igual número de hombres al otro lado. Frente a él, desnudas las fuertes espaldas, extrañamente oscuras, cruzadas de heridas, algunas de ellas recientes, otras ya antiguas.

Aquellos eran sus compañeros. Sí, habían luchado juntos contra los soldados de Arrud el Viejo, durante siete días. La muerte habría sido mejor que el cautiverio. Ahora no tenían más que mirar ante sí y la tripa vacía, una vida de esclavitud y salvajes castigos, un deseo incesante, desesperado de escapar y regresar a los lejanos campos verdes de Raeme, a la casita donde la mujer esperaría días y días, donde los niños jugarían delante de la puerta.

La visión y otras sensaciones empezaron a desvanecerse. Raul comprendió que no había sabido alejar de forma conveniente la mente de aquel hombre, que había podido rechazarle a él al vacío. De modo que volvió a ejercer control. En poco tiempo encontró el necesario, con la mente subyugada arrojada a un rincón, aunque no demasiado lejos, de modo que le permitiera captar el lenguaje y las circunstancias tenuemente, lo suficiente para que no pudiera permitir que la mente de aquél volviera a rechazarle. Era como si existiera en dos niveles. A través de la mente de aquel hombre, esa persona que se llamaba Laron, él experimentaba el odio y la desesperada cólera, y también, a través de la extraña invasión de su mente, en segundo lugar, un temor de volverse loco.

Caminaba trabajosamente entre el polvo. Los soldados que les guardaban llevaban largas lanzas con puntas de metal y andaban ligeros, haciendo bromas entre ellos, llamando a los prisioneros con nombres obscenos.

Raul jadeaba de dolor cuando la lanza se clavaba en la parte superior de su brazo.

—Viejo flaco —dijo el soldado—, mañana serás comida del león, si vives hasta entonces.

Frente a ellos el camino flanqueaba una colina. Tras esta podían verse ya las torres de la ciudadela donde Arrud el Viejo gobernaba sus dominios con la tradicional fiereza. Resultó ser una marcha de muchas horas. ¿Qué había dicho Jord Orlan del cambio y movilidad? Una destreza que debía de adquirirse. Aquel desespero y el dolor de tan larga caminata no parecía prometer mucho.

Dejó que la mente cautiva retrocediera a través de secretos canales, volviendo a adquirir voluntad y albedrío. Los sentidos se desvanecieron, y cuando la nada le envolvió de nuevo, intentó lanzarse hacia el lado, hacia los soldados. De nuevo la sensación de estar sujeto a una cosa extraña que resistía. El momento de control, de lanzarse a la otra entidad a un rincón de su mente pasó y llegó la visión.

Estaba tendido boca abajo sobre unos matorrales, mirando fijamente el camino polvoriento, al grupo de figuras que andaban lentamente por el camino. Dejó que la mente cautiva se expansionara hasta que él pudo sentir sus pensamientos y emociones. Una vez más, odio y temor. Éste había podido escapar de la ciudadela. Era corpulento y fuerte. Llevaba un fuerte garrote y había matado a tres hombres en su huida. Sentía lástima y piedad por los cautivos. Odio por sus captores. Temor a ser descubierto. Ésta era una mente más simple, más brutal que la primera. Era más fácil de controlar. Esperó el momento oportuno, luego se deslizó fuera de la mente lanzándose hacia la dirección recordada del camino.

La nueva entidad era más esquiva y el control se le hizo un poco más difícil. Descubrió que se había metido en el cuerpo de uno de los soldados más jóvenes. Andaba algo apartado de los demás. Los cautivos estaban a su derecha, andando trabajosamente bajo el peso del palo que los mantenía unidos, como un insecto de muchas patas. Raul tanteó el espíritu de ese soldado joven y descubrió que sentía repulsión por su tarea, lástima por las endurecidas sensibilidades de sus camaradas, y piedad por los sucios prisioneros. Lamentaba haber escogido aquella clase de colocación y deseaba con todo su corazón que su trabajo hubiera acabado. Estaría mejor en la ciudadela al atardecer cuando pudiera vagar entre los bazares, un soldado que regresaba de las guerras, deteniéndose frente a las barracas para comprar las comidas condimentadas que a él le gustaban.

Raul le obligó a volver la cabeza y mirar la línea de hombres. Después de varios encontró al hombre delgado que había sido herido con la lanza en la parte superior del brazo. Él había estado en la mente de aquel hombre. Dentro de la suya propia sintió la agitación de pánico que experimentó el joven soldado que hizo un movimiento sin propósito aparente.

"¿Por qué me giro a mirar a ese viejo delgado? ¿Por qué ha de tener él más importancia que los demás? ¿Es que el sol ha calentado demasiado mi casco?"

Raul se giró y miró hacia las colinas, tratando de localizar entre los matorrales al fugitivo escondido. Esto pareció alarmar la mente cautiva del soldado todavía más.

"¿Por qué estoy actuando de una forma tan extraña?"

La lanza que Raul sostenía en su mano era reconfortante. La levantó un poco, y comprendió que el buen entrenamiento del soldado le facilitaría las cosas si deseaba hacer uso de la lanza. De momento se contentó con observar el paisaje, recogiendo de la mente del soldado los nombres de los objetos que veía. Un pájaro, un rápido destello azul en el cielo. Una carreta de bueyes cargada de maíz. Pasaron frente a unas ruinas de piedras de desconocida antigüedad.

Se volvió al oír el grito desgarrador. El cautivo delgado, aquel cuya mente había habitado, había caído. Un soldado corpulento, con el rostro encolerizado y brillante por el sudor, le pinchaba una y otra vez con la punta de su lanza haciéndole brotar roja sangre.

Raul, con la destreza propia de quien está acostumbrado a una larga práctica, acometió con la lanza contra la garganta del corpulento soldado. Éste se giró, con los ojos saltándosele de las órbitas. Se agarró el cuello con ambas manos, cayó de rodillas y luego cayó de cara al suelo polvoriento del camino.

En su mente sintió los pensamientos de pánico del joven soldado.

"¡Lo he matado! ¡Debo de haberme vuelto loco! ¡Me matarán!"

El soldado jefe del grupo se giró hacia él, enojado. Se hizo cargo de la situación de un solo vistazo y sacó un pequeño puñal que llevaba. Los demás, advirtiéndolo por anticipación, evitaron que el soldado joven tratara de huir cerrándole el paso mediante sus lanzas.

Raul, lleno de pánico, arremetió de nuevo con la lanza. El otro arrojó el puñal que brilló bajo el sol. El soldado joven bajó los ojos y pudo ver el mango del puñal que se había clavado en su vientre. El soldado trató de quitarse aquella arma. El espasmo producido por la herida le hizo caer de bruces sobre el polvoriento camino, lentamente, sintiéndose imposibilitado de sostenerse siquiera con el apoyo de sus brazos. Por el rabillo del ojo vio el brillo de otro puñal. Un dolor intenso en la parte posterior del cuello le sumió en la nada donde no había visión, ni sonido ni sentido del tacto.

Al atardecer se encontraba en la ciudadela, con la sensación de vida y movimiento a su alrededor. Conducía un burro muy cargado y de vez en cuando exclamaba que llevaba agua, agua fresca para las gargantas secas. En la mente del vendedor de agua supo encontrar la situación del palacio. Poco a poco iba aumentando en destreza de control de arremetidas en la dirección deseada, ganando confianza en sí mismo y en saber distinguir la distancia de una mente a otra. Fue guardián de las puertas del castillo, luego un hombre que llevaba una pesada carga por unas interminables escaleras.

Y al fin se convirtió en Arrud, el Viejo, el hombre del poder. Para su asombro, al ganar el control en la mente del rey, descubrió que aquélla era tan simple y tan brutal como la del fugitivo. Y en ella descubrió odio y temor. Odio hacia los reyes lejanos que minaban su poderío y riquezas con las interminables guerras. Temor a la traición dentro de las paredes del palacio. Temor al asesinato.

Raul se relajó a la forma habitual de actuar de Arrud. Arrud se abrochó el cinturón alrededor de su gruesa cintura. Era de piel fina, moteada de pedazos de metal precioso. Colocó la capa sobre sus anchas espaldas, hundió los pulgares en el cinturón y se dirigió a través de la puerta abierta hacia el otro extremo del pasillo. La mujer tenía cabellos largos de color de las llamas. Estaba tendida en un diván y miraba a Raul Arrud fríamente. Tenía una boca cruel, dura.

—Espero vuestros deseos —dijo ella.

—Esta noche veremos a los prisioneros. Los primeros ya han llegado.

—Está bien, Arrud, escoge a los más fuertes para las bestias, que sean fuertes para que puedan luchar y hacer así más interesante el juego.

—Necesito a los más fuertes para el trabajo en las murallas —dijo él testarudamente.

El tono de la mujer pareció aumentar de potencia.

—Por favor. Hacedlo por mí, Arrud. Por Nara.

Raul abandonó su ocupación y desapareció en la nada. Sólo era necesario un ligero movimiento. Se deslizó suavemente, lentamente en la mente femenina y descubrió que había cierta sutil repulsión que le entorpeció un poco su control inicial. Al final consiguió sus propósitos. Atrapar la mente de aquella mujer. Sus pensamientos eran difíciles de filtrar a través de su propia mente. Eran fragmentarios, llenos de resplandores brillantes y coloridos. Sólo el odio y el desprecio que ella sentía por Arrud era constante, invariable. Descubrió que el conseguir mantener un equilibrio adecuado de control era mucho más difícil en la mente de una mujer. Poseería su mente de una forma tan completa que ella perdería su forma de expresarse, su identidad femenina, para convertirse, simplemente, en Raul en el cuerpo de una mujer. Y entonces ella resurgiría hasta hacerle retroceder a él al mismo borde del control.

La conoció en poco tiempo. Conoció a Nara, hija de un soldado, danzarina, amante de un capitán, luego de un general y al fin amante de Arrud. Supo el conocimiento que ella tenía de sus cabellos rojos como el fuego, de su cuerpo felino, vibrante, inteligente.

Arrud se acercó al diván. Se pasó los dedos por la frente, con fuerza, y dijo lentamente:

—Por unos instantes me he sentido de una forma extraña. Como si un extraño hubiera penetrado en mi mente, llamándome desde gran distancia. No me habéis prometido todavía lo de los esclavos más fuertes, Arrud.

La miró. Alargó la mano y acarició el pecho de la mujer, haciéndole daño con sus toscas maneras. Ella apartó bruscamente su mano apretando los labios con fuerza. Él se acercó de nuevo, despojándola de un tirón de la túnica dejando al descubierto su cuerpo hasta las caderas.

Raul se sumergió entre los pensamientos y recuerdos de ella, enterándose de la existencia de una daga oculta entre los almohadones del diván. Obligó a la mente de la mujer a pensar en ella, acentuando su cólera, mezclada con temor. Ella deseaba hablar y él no se lo permitía. Arrud se echó encima de ella buscando con sus labios el cuello femenino. Raul forzó la mano de la mujer a que cogiera la daga. Ella estaba rígida de temor y él sintió en la mente de ella que aquélla no era la forma adecuada de matar a Arrud. De esa manera la descubrirían. La punta de la daga rozó la espalda de Arrud. La afilada hoja se hundió, como si lo hiciera a través del agua, en busca del corazón. El pesado cuerpo de Arrud la aprisionaba contra el diván al quedar muerto. Cuando Raul se alejó de la mente femenina, sintiéndose mal, pudo oír su primer grito enloquecido.

Raul despertó en la vitrina de cristal de los sueños. Permaneció tendido un rato, sintiendo una especie de letargo en él, sintiendo cansancio de espíritu más que de mente y cuerpo. El sueño de diez horas había terminado cuando abandonó el cuerpo de la mujer. Le parecía como si hubiera estado durante meses y meses en un mundo extraño. Apartó la placa de metal de su boca. Los músculos de las mandíbulas le dolían. Se giró lentamente, dejando descansar los pies descalzos sobre el cálido suelo del piso de los sueños.

Allí, de pie, sonriéndole había una mujer. La costumbre de la infancia era difícil de vencer. Le sorprendió gozar del privilegio de una mujer adulta que se hubiera fijado en él. No era vieja.

—Has soñado —dijo ella.

—Un sueño largo que me ha fatigado.

—Siempre sucede así con los sueños al principio. Nunca olvidaré mi primer sueño. Tú eres Raul. ¿Sabes mi nombre?

—Te recuerdo de los juegos infantiles. Hace mucho tiempo que te convertiste en soñadora. Fedra, ¿verdad?

—Me alegro de que te acuerdes.

Era una sensación extraña verse tratado con tanta camaradería por un adulto. La infancia quedaba ya lejos. Fedra era diferente, de la misma manera que Leesa lo era, aunque no tanto. Simplemente no tenía la fragilidad de los demás, y su cabello castaño tenía cierto brillo.

Se inclinó para coger su vestimenta, pero ella le dijo:

—¿Es que lo has olvidado?

La miró. Ella sostenía la túnica de hombre en una mano y las correas en la otra. Su corazón le dio un vuelco. Pensar que había suspirado tanto tiempo por la túnica de hombre. Y ahora allí la tenía. Se inclinó para cogerla. Pero la mujer le apartó.

—¿Es que no sabes la costumbre, Raul? ¿No te lo dijeron?

Su tono era enojado. Entonces se acordó. La túnica de hombre y las correas debían ser puestas la primera vez por la mujer que compartiría con el hombre el primer baile de parejas, al que él tendría el privilegio de asistir. Estaba confundido.

Ella se echó hacia atrás y su boca hizo un gesto desagradable.

—Tal vez pienses, Raul Kinson, que preferirías a otra. Eso no te será fácil. No gustas. Sólo hemos sido dos las que hemos sentido cierto interés, y la otra cambió de idea antes de la elección.

—Dámelas —le dijo, sintiendo que su cólera iba en aumento también.

Ella retrocedió.

—No está permitido. Es la ley. Si rehúsas, debes ponerte la ropa infantil.

La miró fijamente y pensó en Nara, con el cabello rojizo como las llamas, el cuerpo felino. Comparada con Nara esta mujer era blanca como la harina, delicada. Y vio inesperadamente brillo de lágrimas en sus ojos, lágrimas que eran el fruto de su orgullo herido.

Por esto se puso en pie y se acercó a la pared de la vitrina, permitiendo a la mujer que colocara la túnica sobre su cuerpo, abrochara el cinturón, con las lentas maniobras acostumbradas en tales ocasiones. Ella se arrodilló y pasó una de las correas plateadas alrededor de su tobillo derecho, trenzando los dos cabos de la correa alrededor de la pierna de modo que siguiera la forma de un diamante. La anudó firmemente con el nudo tradicional, justamente bajo la rodilla. Adelantó la pierna izquierda, y ella hizo lo mismo. Seguía todavía arrodillada, mirándole fijamente. Recordando, se inclinó y cogiéndola de las manos la ayudó a ponerse en pie.

Juntos, sin decirse nada más, salieron de la vitrina descendiendo de los pisos superiores al pasillo adecuado. Entraron en la habitación donde los demás esperaban. El individuo gordo que dirigía los juegos de los adultos les miró con alivio. Se acercó al tablero de la música y tocó el disco rojo, empezando la melodía. Las otras parejas dejaron de charlar y se alinearon. Raul se sentía como un chiquillo que ha robado la túnica y las correas de un hombre. Sus manos le temblaban y las rodillas parecían estar a punto de doblársele cuando se puso también en fila, frente a Fedra. Vigilaba a los demás hombres por el rabillo del ojo.

El individuo gordo tocó una nota sostenida mediante el tubo de plata que llevaba alrededor del cuello. Cráneos relucientes brillaban bajo la luz ambarina de las paredes. La danza fría, formal, intrincada, sustituida por la excitación y necesidad, empezó. Raul se sentía como si se moviera en sueños. El mundo que había estado visitando tan rápidamente parecía acoplarse mejor a sus gustos que esta estilizada sustitución. Sentía la diversión que gozaban los demás, sabía que aquéllos veían la torpeza de sus manos y pies, sabía que aquella misma torpeza avergonzaba a Fedra. Aquella danza se efectuaba, lo sabía, porque significaba la continuación del mundo de los Observadores.

Cuando la música iba aumentando lentamente en ritmo, Raul deseó estar oculto en uno de los niveles más altos. Hizo un esfuerzo para mantener la sonrisa a flor de labios como hacían los demás.