Una semana después del entierro de la madre de Luisa firmamos el acuerdo definitivo de separación. Al salir del despacho del abogado invité a Luisa a tomar café en el bar de siempre; tuve que tomarlo solo, porque ella pretextó un compromiso y se marchó, después de que los dos prometiéramos telefonearnos. No sé si volveremos a encontrarnos cuando se nos conceda el divorcio —dentro de un año y medio, quizá dos—, pero la realidad es que desde entonces no he vuelto a ver a Luisa.
Hacia finales de junio recibí una carta del Ministerio de Educación en la que se me comunicaba sucintamente que, por distintas razones (que sobre todo estaban relacionadas con el aparatoso desajuste que se daba entre mi perfil de investigador y el del proyecto encabezado por Ignacio, en el que yo pretendía integrarme), no me habían concedido la beca que había solicitado. No diré que esperaba esta negativa, pero mentiría si dijera que me sorprendió. Marcelo e Ignacio se indignaron cuando les di la noticia; aseguraron que en otoño, cuando empezara a dejar de cobrar el sueldo de la universidad, no me sería dificil encontrar trabajo. Yo sabía que esto último no era verdad y, aunque no dudaba de que mis amigos harían todo lo posible para que lo fuera, lo cierto es que tampoco me preocupaba demasiado, porque confiaba en que el subsidio de desempleo al que tenía derecho por mis seis años de trabajo en la universidad me permitiría sobrevivir durante el próximo año y medio, un tiempo más que suficiente (al menos así lo creí entonces) para reponerme de los sobresaltos de un curso agitado, ordenar un poco mi vida y decidir qué iba a hacer con ella en los próximos años.
Con la idea de empezar a habituarme cuanto antes a mi nuevo estatus de profesor en paro, me puse enseguida a buscar un piso más barato y menos problemático que el que entonces ocupaba. La realidad no tardó en convencerme de que no iba a encontrarlo, y abandoné la busca. Quizá porque venía a sumarse a otras contrariedades, o porque precipitadamente había concebido la esperanza de dejar aquel piso húmedo, sombrío y de entrañas roídas, esta circunstancia me desanimó. Por lo demás, también es cierto que la independencia conquistada con la separación de Luisa, que unos meses atrás me había hecho inesperadamente feliz, librándome de un peso indefinido pero real y permitiéndome, quizá por vez primera en mi vida, vivir en un estado de agradable ligereza, libre de ataduras, compromisos y responsabilidades, ahora se me había vuelto insoportable, como si esa libertad absoluta me estuviera afantasmando, restándome realidad, como si esa falta de peso me hubiera convertido en una persona volátil, intercambiable y transparente, como si estuviera empezando a admitir la dificultad de vivir sólo en el presente y para el presente, sin memoria, sin esperanza, sin temor y sin angustia, como si empezara a comprender que todos los esfuerzos para adiestrarme en el arte ignorado de ser un personaje de carácter eran sin excepción inútiles, porque el carácter —como quizá todas las cosas que de verdad importan— no es una conquista sino un don que no se me había concedido y del que por tanto yo no podía disfrutar, porque para sentirme vivo necesitaba el peso y la ansiedad y el destino, y sobre todo porque una vez se ha probado el áspero sabor de la intemperie ya nadie puede ni quiere volver a casa. Lo cierto es que esa sensación de ligereza y de sosiego me angustiaba cada vez más, y no es imposible que haya que atribuirle a ella el hecho de que por entonces volviera a extrañar a Luisa.
Fue entonces cuando de una forma imprevista ocurrió algo que a la larga había de resultar providencial. Una tarde de principios de julio, una vez habían cesado las clases y concluido los exámenes, fui a la universidad para recoger las cosas que todavía guardaba en mi despacho. Preferí hacerlo ahora, y no en septiembre, porque aunque en este último mes me iba a ver obligado a regresar para poner los últimos exámenes (pues mi contrato no vencía hasta el primero de octubre), entonces la operación de desalojo del despacho, por el hecho mismo de que la facultad estaría otra vez en plena época de exámenes, forzosamente tendría que hacerse con menos discreción de la que yo deseaba.
Cuando aquella tarde llegué a la facultad eran más de las seis. No vi a nadie al cruzar el vestíbulo y subir las escaleras; también el departamento parecía desierto. Llevaba ya un rato ordenando papeles y colocando libros en cajas de cartón cuando llamaron a la puerta. Era Alicia.
—Hola —dijo, apoyando un hombro contra el marco de la puerta. Vestía una camisa de seda negra, una minifalda roja, de cuero, y unos zapatos de tacón alto; llevaba colgado del brazo un bolso negro y en la otra mano sostenía una bolsa de plástico. Tenía las cejas y las pestañas pintadas de negro y los labios eran rojos, gruesos, brillantes; una leve pero visible hinchazón le deformaba el labio superior—. Estaba a punto de irme, pero he oído ruido y…
—Estoy recogiendo —la interrumpí, señalando con una mano el despacho semivacío. Por decir algo, dije—: No sabes la cantidad de cosas que se llegan a acumular al cabo de los años.
—Me lo imagino —dijo, mirando las paredes del despacho con una especie de melancolía. Luego, dando un paso hacia delante y mirándome a los ojos, sonrió de una forma extraña—. ¿No te da pena irte después de tanto tiempo?
Mientras buscaba una respuesta di instintivamente un paso atrás, tropecé con una de las cajas llenas de libros y me caí con estrépito encima de ellas. La sonrisa de Alicia se trocó en una mueca entre burlona y solícita.
—Tranquilo, hombre —dijo, ayudándome a levantarme—. ¿Te has hecho daño?
—No —dije. Me había ruborizado; para ganar tiempo, porque me ponía nervioso tener tan cerca la cara y el cuerpo de Alicia, pregunté—: ¿Qué te ha pasado en el labio?
—¿En el labio? —repitió y, como si acabara de darse cuenta de la hinchazón, o como si quisiera atraer mi atención sobre ella, se pasó la lengua por el lugar lastimado y después, lentamente, por los labios—. Nada —contestó, y luego, sin demasiada coherencia, agregó—: Te gusta o qué.
—No…, bueno, sí —balbuceé—. Lo que quiero decir es que no me parece bien que Morris te pegue.
—Nos pegamos mutuamente, chato —aclaró, y no pude evitar comprobar que Alicia llevaba desabrochados un par de botones del escote, por el que entreví dos pechos redondos y grávidos como pequeños planetas de carne—. Y te aseguro que es la última vez.
Mientras retrocedía de espaldas, entre las cajas, atiné a articular:
—¿De verdad?
—De verdad.
Me tenía acorralado contra la mesa del despacho. En ese momento me puso la mano en la entrepierna.
—Alicia —gemí.
—Qué pasa.
—Alicia, por favor.
—Qué pasa —repitió, mirándome fijamente mientras se desabrochaba otro botón del escote. Sin dejar de frotarme la entrepierna con una mano, me metió la otra, fresca y anillada, por el hueco de la camisa y me pellizcó suavemente un pezón—. Los dos estamos solteros otra vez, ¿no?
—Tú no, Alicia —protesté, porque no sabía qué decir.
—Tonterías: como si lo estuviera. —En ese momento noté que uno de los anillos de la mano exploradora se me había enredado en el pelo del pecho, y ya iba a ayudarla a desenredarlo cuando, curvando sus labios en una sonrisa de mal agüero, y sin apartar sus ojos de los míos, Alicia se me adelantó y liberó el anillo de un tirón tan violento que estuvo a punto de arrancarme de raíz un puñado de pelos. Grité—. Dime la verdad, Tomás —exigió, lamiéndome fugazmente el pabellón de la oreja y mordiéndome el lóbulo—. ¿Cuánto hace que no echas un polvo?
—Qué cosas tienes, Alicia —dije, intentando quitarle hierro al asunto. Fue entonces cuando advertí con alarma que un hecho tan sorprendente como inoportuno estaba empezando a producirse—. Pues no lo sé.
—¿Cuánto? —repitió ella, sin abandonar ninguna de sus maniobras.
—De verdad que no lo sé, Alicia —dije yo, y añadí, porque pensé que lo mejor era distraerme—: Siete meses, ocho quizá… No lo sé. Ya sabes tú que a mí estas cosas… En fin, que ya estoy acostumbrado. A mí lo que me gustan son otras cosas; no sé, leer, ver la tele, ir al cine… Todo eso. Precisamente mi mujer…
—¡Uyuyuyuyuyuyuy! —me atajó, valorando con mano satisfecha la erección que me había provocado—. Pues no sabes tú lo que te estás perdiendo, oye, con el rabo que se te ha puesto.
—Alicia, por favor —le rogué, ya sin oponer resistencia—. Por lo menos aquí no.
—Por qué no —dijo ella, y en un instante me bajó los pantalones y se desnudó de cintura para abajo—. Nunca lo has hecho en un sitio así, ¿verdad? —añadió, arrastrándome hacia la pared—. Pues vas a ver lo bien que vamos a pasarlo.
No se equivocó. Es posible que la larga abstinencia influyera, pero lo cierto es que yo no recordaba haberlo pasado tan bien con Luisa en muchos años; ni siquiera me pareció que el efímero encontronazo con Claudia, precioso precisamente por ser efímero, pudiera superar la delicia violenta de éste. Mientras follábamos no pensé en nada, pero al acabar me recriminé mentalmente todas las veces que había rechazado las ofertas amorosas de Alicia y, lleno de gratitud hacia ella, mientras entre los dos acabábamos de empaquetar las cosas que quedaban en el despacho y las trasladábamos a mi coche, recordé sin resentimiento los relatos de sus habilidades de hembra generosa y ardiente, que en otro tiempo había escuchado con una mezcla de temor, escepticismo e incredulidad.
Salí de la facultad eufórico, saciado y feliz, y se me ocurrió invitar a Alicia a tomar una copa. «Más vale tarde que nunca», dijo ella, echándome burlonamente en cara una promesa olvidada. Fuimos al Casablanca, pero no tomamos una copa, sino tres. Alicia insistió luego en que tomáramos la última en su casa.
Al día siguiente, cuando desperté, todavía estaba en casa de Alicia.
No fue la última vez que dormí con ella. De hecho, durante todo el verano, porque me sentía solo y porque había descubierto lo maravillosa que Alicia podía llegar a ser en la cama (y tal vez también porque me había enamorado un poco de ella), nos vimos a menudo. Salíamos a comer, a tomar copas y al cine; hacíamos excursiones en coche; casi cada día cenábamos juntos en su casa y fumábamos porros y veíamos la tele y follábamos como locos hasta hartarnos. La verdad es que durante esas semanas primeras me olvidé de todo y fui muy feliz, pero mi dicha no alcanzó alturas de éxtasis hasta que una tarde en que yo había decidido ir a la peluquería, Alicia me sentó en un taburete, frente al espejo del baño de su casa, y se puso a cortarme el pelo con una destreza y un gusto que me dejaron admirados y que no pudieron por menos de recordarme la destreza y el gusto con que mi madre me cortaba el pelo de niño. A partir de aquel día repetimos casi cada semana, y Alicia supo convertir esa rutina trivial en una periódica ceremonia de seducción que indefectiblemente concluía con un revuelo de ropa y un revolcón de urgencia en el rincón más insospechado del baño y que me llenaba de una satisfacción indecible y de una indecible gratitud hacia ella. Por eso no es raro que el día en que Alicia inesperadamente me propuso que dejara mi piso y me trasladara al suyo, por un momento me asaltara la duda; sin embargo, por un escrúpulo de conciencia, o por un resto de vergüenza, y sobre todo por temor al temperamento de Alicia y a mi propia debilidad, no acepté. Pero apenas una semana más tarde, después de dormir dos noches seguidas con ella, al llegar a mi casa me encontré dentro a varios vecinos capitaneados por el gordo tatuado de la camiseta y acompañados de una cuadrilla de bomberos que acababa de forzar la puerta para detener la inundación que ya había anegado mi piso y que amenazaba con hacer lo mismo con el resto del edificio. Era más de lo que podía soportar, y al día siguiente me fui de allí.
Desde entonces —y ya va para seis meses— vivo con Alicia. No me arrepiento de haber tomado esa decisión, y me parece que Alicia tampoco. Cuando les di la noticia, Marcelo e Ignacio no podían creérselo: al unísono se llevaron las manos a la cabeza y me dijeron que estaba loco, que lo que debía hacer era buscarme un trabajo y alquilar otro piso. Yo les tengo afecto, y quise creer que decían lo que pensaban, que me aconsejaban lo que juzgaban que era mejor para mí; pero naturalmente ni se me pasó por la cabeza hacerles caso. De todos modos les entiendo, y aunque alguien hubiera podido pensar que estaban celosos, que no se resignaban a aceptar que, mientras yo viviera con ella, Alicia iba a ser únicamente para mí, no les guardé rencor; la prueba es que poco después de venirme a vivir con Alicia logré convencerla de que les invitáramos a cenar a casa, para que se congraciaran con ella, con quien no se hablaban desde la última vez que se reconcilió con Morris; es verdad que la cena no acabó de salir como debiera —en realidad desde aquella noche no he vuelto a ver a Ignacio—, pero no fue por culpa mía, ni de Alicia.
Ahora Alicia y yo llevamos una vida tranquila. Ella sigue trabajando en el departamento —donde no sé si tienen noticia de nuestra relación: supongo que sí, y me da lo mismo— y yo, que empecé a cobrar puntualmente del paro en octubre, me ocupo de la casa, que es una faena que me gusta, me entretiene y me deja tiempo libre para escribir, ver la tele y salir de vez en cuando —cada vez menos, es verdad— con Alicia. No es que no tenga intención de encontrar trabajo, como me dice Marcelo cada vez que puede, sólo porque rechacé un puesto de agente de ventas en una editorial, para el que él me había recomendado; lo que pasa es que prefiero postergarlo hasta que haya acabado de escribir estas páginas, esta historia inventada pero verdadera, esta crónica de verdades ficticias y mentiras reales que empecé a escribir sin un propósito preciso, creyendo que iba a contar una historia única, la historia de este año y medio en el que ha cambiado por completo y quizá para siempre mi vida y en el que a veces tengo la impresión de que han ocurrido más cosas que en los treinta y seis que le precedieron, y sólo ahora que la estoy acabando comprendo que esa historia no es única, porque nuestro destino tampoco lo es, porque lo que nos pasa les ha pasado también a otros, porque no hacemos sino repetir una y otra vez, hasta la saciedad, una aventura idéntica y ajada, y la historia que yo he contado es también la historia de cómo el truhán Juan de Calabazas se convierte en el Bobo de Coria, la historia de cómo el ambicioso y desdichado Antonio Azorín se convierte en Antoñico, un pobre calzonazos provinciano que sobrevive (lo dijo también Jaime Gil) como un noble arruinado entre las ruinas de su inteligencia, la historia de cómo un personaje de destino se convierte en un personaje de carácter, la odisea de un hombre que regresa a casa, sólo que en mi caso es un poco distinto, al fin y al cabo una de las cosas que me ha enseñado este año y medio es que en la realidad esa aventura es imposible, porque después de haber cruzado el umbral y haber vivido a cielo descubierto ya es imposible volver a casa. Por lo demás, quizá no sean del todo falsas las excusas de manual que daba al principio de estas páginas, tal vez me haya decidido a contar esta historia por una especie de urgencia casi profiláctica, para entender contándola y contándomela qué es lo que realmente ocurrió y por qué y cómo ocurrió y de este modo librarme de ello, quizás incluso olvidarlo, porque tal vez sea verdad que sólo una historia inventada pero verdadera puede conseguir que olvidemos lo que realmente ha pasado, pero ahora que ya estoy acabando esta historia sé que sobre todo la he escrito —ésa es la verdad y si he reconocido otras cosas no sé por qué no voy a reconocer también ésta— porque ya no tengo nada mejor que hacer, porque sé que ya no voy a ser un gran hombre, un gran sabio, un gran escritor o un gran político, no sé, porque escribir es lo que uno hace cuando ya no hay nada mejor que hacer, cuando se ha perdido casi todo y no se espera casi nada y en algo hay que entretener el tiempo, cuando se ha perdido incluso la posibilidad milagrosa, última y sosegada de ser un personaje de carácter. O quizá no, quizás escribir sea la única posibilidad que yo tengo todavía de llegar a ser un personaje de carácter, de librarme de la angustia destructiva del personaje de destino que llevo dentro y que soy, y quizá por ello ahora que sé que ya estoy acabando esta historia que transitoriamente —mientras la escribo— me devuelve el puro borbolleo del instante convertido en el acto de escribir, no puedo evitar sentir una nostalgia hiriente, no tanto por las cosas que me han pasado en este año y medio y he contado, como por las largas horas deliciosas que he dedicado a recordarlas por escrito, y tampoco puedo evitar sentir miedo, porque mientras estoy escribiendo esta historia que ahora prolongo artificialmente todavía estoy seguro, pero no sé qué es lo que va a pasar después, cómo voy a llenar ese negro vértigo de horas vacías que se abrirá ante mí cuando la acabe.
Pero la acabaré, de todos modos —a estas alturas ya es casi una obligación acabarla, después de todo ha sido mi única ocupación durante casi dos meses—, y luego ya veremos. De momento estoy bien viviendo con Alicia y ocupándome de la casa. Además, y aunque después del fracaso de la cena que organicé en casa nuestra amistad se enfrió bastante, finalmente me he reconciliado con Marcelo y ahora nos vemos a menudo. Quién sabe, a lo mejor acabo haciéndole caso y buscándome un trabajo. Pero lo que no pienso tolerar más es su insistencia para que me agencie un piso y me separe de Alicia, sólo porque según él Morris puede aparecer en cualquier momento, lo que además de ser una impertinencia (no sé quién es él para meterse en mis asuntos) también es una estupidez. Yo sé que Alicia ya ni se acuerda de Morris (ella misma me lo ha dicho muchas veces), y no tengo intención de dejarla por las buenas, y no sólo porque el dinero del paro no me alcance para pagar el alquiler de un piso decente, sino también porque la quiero y porque estoy a gusto viviendo con ella. Además, sería insensato admitir como prueba de que entre Alicia y yo han empezado a cambiar las cosas el hecho de que a ella ya no le apetezca cortarme el pelo o de que en la cama nuestra tempestuosa relación del principio se haya apaciguado y ahora sea menos ardorosa y frecuente que antes: demasiado bien sé que estas cosas pasan entre las parejas y que hay temporadas para todo. Pero Marcelo insiste. Ayer me invitó a comer en el Casablanca y se pasó la tarde hablándome de Los tres mosqueteros, y sobre todo de la duquesa de Chevreuse y de Aramis, y cuando nos despedimos me dijo que si algo debería de haber aprendido en este año y medio es que con las mujeres nunca se sabe. Un día de éstos voy a cansarme y le voy a mandar a la mierda.