Al cabo de dos semanas volvimos a vernos en el despacho del abogado (un hombre maduro, grueso, rubio, muy bien vestido, de maneras algo afeminadas y piel cerúlea, que al parecer era pariente de Torres; se llamaba Anselm Tió). Estos encuentros se prolongaron a lo largo de toda la primavera, porque aunque ni a Luisa ni a mí nos costaba trabajo ponernos de acuerdo en los términos de la separación, lo cierto es que los trámites legales resultaron más complejos de lo esperado. Más de una vez, después de alguna de esas reuniones, Luisa y yo fuimos a tomar café a un bar cercano. Hablábamos mucho y de muchas cosas. Luisa, cuyo embarazo empezó muy pronto a hacerse visible, sinceramente se interesaba por mi situación laboral y afectiva, que yo me cuidaba muy bien de mantener oculta bajo un velo de equívocos tranquilizadores y mentiras a medias; en cuanto a mí, la verdad es que aquellos encuentros casi nunca conseguían devolverme a la mujer con la que había compartido mi vida durante cinco años, sino a una persona distante y distinta, y por eso mismo prestigiada por un atractivo olvidado o inédito (aunque ahora entiendo que no era ella la que había cambiado, sino yo, quizás ella había sido siempre la misma y yo nunca lo había sabido o lo había sabido y lo había olvidado, porque es cierto que la costumbre nos arrebata el verdadero rostro de las cosas —lo dice Montaigne—, y el de las personas también): ahora Luisa me parecía ante todo una mujer encarnizadamente resuelta a ser feliz, alguien para quien ni nuestra separación, que a todas luces ya había asimilado, ni la enfermedad de su madre, que avanzaba con inexorable lentitud, constituían otra cosa que retos que había que superar a base de inteligencia, de sentido común y de dulzura, desafíos de cuya superación sólo enseñanza y provecho podía obtenerse, obstáculos que había que salvar en un camino del que no estaba dispuesta a que nadie la apartara. Por lo demás, es posible que esas conversaciones de camaradas me rescataran casi enseguida de la desolación sin confines en que me sumí durante los días que siguieron a mi encuentro con Luisa en la universidad. Yo nunca he creído que entre un hombre y una mujer pueda crecer una verdadera amistad (y menos aún si el hombre y la mujer alguna vez se han querido); quizá por eso me sorprendió advertir que Luisa y yo podíamos ser amigos. Este descubrimiento imprevisto me salvó del desconsuelo, y no tardó en llevarme a pensar (como a veces todavía lo pienso ahora, con alguna tristeza, sí, pero ya sin angustia, quién sabe si precisamente porque lo estoy escribiendo) que fue una suerte conocer a Luisa y quererla y que ella me quisiese a mí y haber convivido cinco años con ella; a veces, en algún mal momento, todavía me da por pensar que eso ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida.
La víspera del día en que debíamos firmar el acuerdo definitivo de separación yo debía de estar pasando por uno de esos malos momentos, porque recuerdo que cuando sonó el teléfono, tarde en la noche, con todas mis fuerzas deseé que fuera Luisa quien llamaba. No era Luisa; era Torres. Me dijo que la firma del documento tenía que aplazarse, porque la madre de Luisa acababa de fallecer; el funeral, añadió, se celebraba al día siguiente. Bruscamente la ansiedad se trocó en decepción, en una pesadumbre inconcreta. Por decir algo, pregunté por el lugar y la hora de la ceremonia; Torres me los dijo; también me dijo que, si lo deseaba, podía asistir a ella; me aseguró que Luisa se alegraría de verme. En cuanto colgué el teléfono comprendí que me había comprometido contra mi voluntad a asistir al funeral de mi suegra.
Al día siguiente, después de no pocas dudas, decidí acatar el compromiso.
Un tanatorio es un monumento a la muerte; es decir: un monumento al horror. Para enmascarar ese horror (y el sucio horror suplementario de convertir en negocio la muerte), los tanatorios suelen ser lugares asépticos, resplandecientes de limpieza, casi acogedores, con grandes salas y grandes ventanales impolutos, con pequeños patios interiores poblados de fuentes y de plantas. Fácilmente se les confunde con palacios de congresos, o con ese tipo de edificio lujoso e impersonal que alberga los organismos internacionales, pero el rasgo que sin excepción los uniforma no es otro que esa melodía sutil, consabida e intercambiable que fluye sin detenerse nunca de los altavoces instalados en todas las salas, como si la experiencia les hubiera enseñado a los propietarios que un solo instante de tétrico silencio podría estruendosamente revelar que un tanatorio no es un palacio de congresos ni uno de esos edificios que alberga organismos internacionales, sino lo que es: un monumento a la muerte; es decir: un monumento al horror.
Esto es por lo menos lo que yo pensaba aquel exuberante mediodía de sol —ya estábamos a punto de inaugurar otro verano— cuando, después de dejar el coche en el aparcamiento subterráneo, entré con alguna aprensión en el tanatorio de Les Corts. En el vestíbulo había bastante gente; vi algunas caras conocidas subiendo una escalera lateral y las seguí hasta llegar a una sala muy amplia: a la izquierda, protegido por una barandilla de hierro, un vasto ventanal dominaba un patio interior de césped exacto, en el que se erguía un ciprés delgado y altísimo; a la derecha había un panel o un tabique de madera cuya continuidad sólo rompía una puerta abierta por la que entraban y salían, cariacontecidos y numerosos, los invitados; como si hiciera frío o temiera quedarse a solas, la gente que llenaba la sala se apiñaba en corros donde se conversaba en voz alta, sin animación. No me atreví a acercarme hasta la puerta tras la que supuse que estaba el cadáver de la madre de Luisa, quizá la propia Luisa. Intentando pasar inadvertido (aunque tuve la impresión de que todo el mundo se había vuelto para mirarme, de que mi presencia no podía ser más conspicua), me quedé junto a la escalera, encendí un cigarrillo y esperé. No tardé en divisar, entre el bosque de cabezas que se arremolinaba en torno a la puerta, la figura pequeña y robusta de Juan Luis, que conversaba con dos hombres altos, no menos robustos, de pelo blanco, rasgos distinguidos y gestos de anciano, que en nada se compadecían con su porte orgulloso de hombres enteros. Eran dos de los hermanos de la madre de Luisa. Como recién salidos de una película de Visconti (o de un imitador de un imitador de Visconti), reconocí aquí y allá a los otros hermanos: pálidos, inconfundibles, fatigados, con el desconcierto y la incredulidad grabados en sus rostros de otro tiempo, apenas encorvados por la vejez, sólidos y fantasmales, era como si acabaran de desembarcar en un mundo cuyas reglas de funcionamiento les habían sido escamoteadas. También reconocí a gente que vagamente había visto en alguna otra celebración familiar, en alguna boda o algún entierro, pero no me acerqué a saludarlos. Junto a la barandilla de hierro divisé luego a los hijos de Juan Luis y de Montse —los tres niños vestían americana, pantalón y corbata azul oscuro, y Aurelia llevaba una camisa también azul y una falda escocesa, el pelo largo y negro recogido en una cola de caballo—; tres de ellos estaban frente a mí, con la atención absorbida por algo que el cuarto, el que me daba la espalda —creo que era Ramón, el mayor—, estaba manejando, mientras los otros le miraban con ojos de acecho. Tuve que apartar de mi mente una visión de espanto (los cuatro niños como cuatro enanos temerarios preparándose para ejecutar un número de circo insensato), y cuando comprendí que habían olvidado o perdido el segundo Gameboy y advertí que me hallaba en su línea de tiro, pues la barandilla corría paralelamente a la escalera en la que yo estaba apoyado, como aún no me habían descubierto me corrí con discreción hacia la derecha, hacia el tabique o panel de madera. Fue entonces cuando le vi. Estaba al otro lado de la sala; estaba solo, vestido con su imperecedero blazer azul marino, apoyando el peso de su cuerpo en un bastón blanco, inmóvil, con los hombros derrotados y la barbilla erguida, en un gesto que de lejos, extrañamente, me pareció altanero, casi vindicativo. De golpe advertí (o creí advertir) que Vicente Mateos y yo éramos las únicas personas en toda la sala que no estábamos en compañía de nadie; la idea me desagradó tanto que dudé si debía sumarme a algún corro o llegarme hasta la puerta de madera, o bien si debía marcharme.
Ya había tomado la decisión de marcharme cuando se me acercó Montse. Llevaba un vestido negro y entallado, pasado de moda, sin mangas, y una chaqueta liviana, también negra, que le cubría los hombros; el pelo petrificado por la permanente confería a su cabeza un aire de casco. Conversamos brevemente. Montse estaba muy pálida, y parecía cansada. Me preguntó si había visto a Luisa, y antes de que yo contestara se ofreció a conducirme hasta ella; no tuve que declinar el ofrecimiento, porque en ese momento un remolino de gente cercano a la puerta atrajo nuestra atención. De inmediato pensé en los niños, en el Gameboy único, y, apiadándome por adelantado de Montse, preví la escena. Por fortuna para ella (y para todos), esta vez me equivoqué: la gente se apartaba para abrir paso al ataúd que, montado sobre una especie de camilla con ruedas, marrón y reluciente, emergía de la puerta de madera conducido por dos hombres de uniforme y escoltado por un grupo en el que reconocí la peluca pelirroja de Concha, y a su lado a Luisa y a Torres.
—¿Vamos? —preguntó Montse.
Me sentí en la obligación de acompañarla. Al pasar junto al ventanal Montse reunió a los cuatro niños y les obligó a saludarme, cosa que hicieron a regañadientes, y uno de ellos —Juan Luis, el tercero, el que fisicamente más se parecía a su madre—, quién sabe si irritado por no haber conseguido hacerse con el Gameboy, con tal habilidad que incluso pasó inadvertido para Montse aprovechó la confusión de los besos para intentar pulverizarme la espinilla de una patada asesina que conseguí esquivar de milagro.
—Continúa tú —me dijo Montse, antes de que yo hubiera podido vengarme de Juan Luis—. Ahora vamos nosotros.
No tuve más remedio que ingresar en el flujo de gente que, doblando a la izquierda por un recodo de la sala que seguía el ventanal y bordeaba el patio interior y el ciprés cilíndrico, se dirigía a la capilla donde iba a celebrarse el funeral. En un momento en que, delante de una puerta, se detuvo la gente, vi a través del ventanal, al otro lado de la sala, a los cuatro niños siendo adoctrinados por Montse, que, agachada en medio del corro que formaban sus hijos con evidente riesgo para las costuras de su vestido, blandía ante ellos una mano admonitoria; no puedo asegurarlo, pero juraría que uno de ellos (puede que el propio Juan Luis) me sonreía con malévola satisfacción a través de los cristales del ventanal.
La ceremonia, que estuvo presidida por el féretro y fue oficiada por un sacerdote de papada blanda como un flan y voz de adormidera, no duró mucho. Asistí a ella de pie, con la espalda apoyada en la pared del fondo de la capilla, que era más grande de lo que había previsto y estaba llena; asistí a ella presa de una inesperada emoción: pensaba en mí, pensaba en Luisa, pensaba en el hijo que pudimos haber tenido y no tuvimos y que quizá ni siquiera era mío, pensaba en la madre de Luisa y en su pasión sin fondo por las cosas y en su vida malgastada y me decía que después de todo quizá todas las vidas son vidas malgastadas, y pensaba también en Vicente Mateos y en Juan Luis y en Montse y en sus hijos (que habían entrado una vez iniciada la ceremonia, disciplinados y silenciosos, y se habían sentado en la primera fila), pensaba en los hermanos de la madre de Luisa, en su palidez de aparecidos y en su ruina sin honor, en toda esa gente y esas cosas que alguna vez habían pertenecido a mi vida, que de algún modo habían sido mi vida y ahora habían dejado de serlo para siempre, en toda esa gente y esas cosas que estaba viendo tal vez por última vez. Todos estaban allí, en los bancos de la primera fila: la empalizada de los hermanos, toda piel y huesos, apenas esforzándose por cultivar una precaria ficción de dignidad, alta, cenicienta, avejentada y final (ahora recuerdo que uno de ellos, el más joven, se pasó la ceremonia hurgándose en la nariz con un dedo, y otros dos, un hermano y una hermana, hablaban y se reían por lo bajo, constantemente, como si quisieran convencerse de que aquella muerte no iba con ellos, mientras los que estaban a su lado les recriminaban sus risas con codazos o miradas de reproche); allí estaba Luisa, quieta y hermética como una estatua de luto, y a su lado Concha, inmovilizada en un largo y silencioso sollozo por la amiga muerta y por el miedo de volver sola a la casa sin nadie, de comer algo sola y recoger sola las cosas de la muerta y sola limpiar el último plato que ensució y meterse sola en la cama para despertarse sola y así un día y otro día y otro día, y al lado de Concha estaba Torres, que de vez en cuando se pasaba una mano inquieta por el pelo revuelto, mientras con la otra acogía el hombro de Luisa; y también estaba Juan Luis y más allá Montse, con su negro casco de pelo y su armadura de paciencia, y entre los dos, invisibles, los cuatro niños y su Gameboy. El único que no estaba en esa primera fila era Vicente Mateos y, después de intentar sin éxito localizarlo por toda la capilla, pensé que se había ido.
Al concluir la ceremonia, los dos hombres de uniforme, que habían permanecido todo el tiempo junto al ataúd, lo sacaron por una puerta lateral. En el otro extremo de la capilla abrieron entonces otra puerta, enorme y de hierro, por la que empezó a salir la gente. Fuera hacía un calor seco, y el contraste entre la penumbra fresca de la capilla y la violencia del sol cenital me cerró los ojos. Sin una conciencia clara de lo que quería hacer, me situé a un lado de la explanada de asfalto, que lindaba con una ondulada extensión de césped brillante, sobre la que daba la puerta; ésta seguía expulsando invitados, que apenas salían volvían a arremolinarse en corros. Incómodo por el calor y por el gentío, encandilado, sin saber si irme o quedarme, después de un momento de duda opté por esperar la salida de Luisa: le daría un beso y me despediría de ella. En ese momento oí a mi espalda una voz conocida.
—Qué se le va a hacer —se lamentaba Juan Luis—. Son cosas que pasan.
Discretamente me escabullí. Bajé al aparcamiento, después de hacer cola durante bastante rato conseguí el ticket que autorizaba a salir, cogí el coche y, al coronar la rampa de salida, reconocí a Vicente Mateos bajando la acera del tanatorio, solo y urgente, apoyando su paso decrépito en el bastón, como si fuera a llegar tarde a algún sitio. Por un momento no supe si pasar de largo o frenar. Frené.
—¿Va a algún sitio? —grité, bajando la ventanilla del copiloto—. Si quiere puedo llevarle.
Blancuzco, demacrado y jadeante, Mateos asomó la cara por la ventanilla y clavó a la altura de mi hombro una mirada ansiosa, que imaginé dirigida a mí.
—¿No me conoce? —pregunté.
Antes de que pudiera contestar le recordé quién era. Sonrió blandamente, mostrándome apenas sus dientes desiguales y amarillentos.
—¿Le llevo a algún sitio? —volví a gritar.
—¿Va usted también al cementerio?
—¿Qué cementerio?
—El de Caldetes —precisó, jadeando todavía—. El entierro es allí.
—No pensaba ir —reconocí.
—¿Cómo dice?
Le abrí la puerta.
—Suba.
Mateos no dejó de hablar en todo el viaje, igual que si creyera que hablando iba a quemar la inusitada agitación nerviosa que le descomponía el semblante y le sobresaltaba el cuerpo; sudaba copiosamente, aseguraba que el cortejo fúnebre nos llevaba mucha ventaja, a cada momento exigía que me diera prisa. Con una mezcla desconcertante de minuciosidad en el detalle y de desorden o simple confusión en las explicaciones, como si él mismo no entendiera del todo lo que estaba contando, refirió el proceso que había seguido la enfermedad de la madre de Luisa. Yo había estado al tanto de él por las charlas de café que sucedían a las reuniones en casa del abogado, y quizá por ello pude sacar en claro dos cosas del relato de Mateos: que finalmente la causa de la muerte de la madre de Luisa no había sido la que todos esperaban, sino una trombosis cerebral fulminante, que le había ahorrado (a ella y a su familia) el lento deterioro imparable del Alzheimer; y que, a pesar de que sus relaciones con la familia no habían mejorado, Mateos se las había arreglado para que Concha le dejara pasar con la moribunda, que según él conservó hasta el último momento una brizna final de lucidez, más tiempo del que le hubieran permitido hacerlo la intransigencia irracional de Juan Luis y el temor de la familia a la furia de sus celos de hijo perturbado por la ausencia del padre.
Al llegar a Caldetes Mateos me indicó sin vacilación el camino y, después de un trayecto breve y serpenteante que acabó en la cima de un monte poblado de pinos, en cuyo punto más alto se alzaba un repetidor de televisión, tan pronto como detuve el coche frente a la tapia encalada del cementerio (ante la cual se alineaban también, además del de la funeraria, negro y brillante de reflejos charolados bajo el sol cegador, y adornado con una corona de flores blancas, varios coches más), sin esperarme bajó y echó a andar a trompicones, pero con inesperada agilidad, en dirección a la verja que daba acceso al cementerio, por la que de inmediato se perdió. Quizá porque en el fondo sabía que mi presencia estaba de más en el lugar del entierro, con lentitud apagué el motor, salí del coche y me encaminé sin prisa hacia la entrada, como si quisiera hacer tiempo para que concluyera la ceremonia. Empujé la verja, que estaba entreabierta, y entré en el cementerio. Era pequeño, con nichos blancos y protegidos por cristales, con muchas flores, con limpios senderos de grava flanqueados de cipreses; reinaba un silencio apenas turbado por el trino ocasional de algún pájaro y por un rumoreo tenue y metálico de herramientas trabajando, que venía de la izquierda. Con cautela fui en esa dirección, sintiendo crujir la grava bajo mis pies, entre dos setos de helechos secos y dos hileras de cipreses y, después de un recodo, cuando ya casi había agotado el sendero, entre dos cipreses los vi: Luisa, Torres, Juan Luis, un sacerdote, algunos de los hermanos de la muerta y otras personas que no reconocí. Estaban de espaldas y, delante de ellos, dos hombres acababan en ese momento de encajar el féretro en un nicho. Avancé un poco más, y detrás de la familia, junto a una especie de caseta de paredes blancas y puertas y ventanas verdes, descargando todo el peso de su cuerpo en el bastón, como si ya no pudiera sostenerlo por sí mismo, estremecido por un movimiento ligero pero constante igual que un largo escalofrío, distinguí a Mateos. Mientras parsimoniosamente los dos hombres sellaban con cemento el nicho, me acerqué a él y comprobé sin sorpresa que estaba llorando. Las lágrimas le chorreaban por los pómulos, por las mejillas, por las comisuras de la boca, por el cuello, se perdían por debajo de su blazer azul marino. Lloraba sin desesperación, con una especie de extraño sosiego, sin un solo ruido, como si no entendiera lo que le estaba pasando aunque tampoco quisiera luchar contra ello, mirando sin verlo el nicho de la madre de Luisa, y con tal desconsuelo que era como si nadie salvo él quedara en el universo bajo el inmenso cielo azul de aquel verano precoz.
Los dos hombres acabaron de cerrar el nicho, se volvieron hacia la familia y murmuraron algo. El sacerdote inició entonces una oración, en la que tímidamente lo acompañaron algunos familiares y, para no tener que cruzarnos con ellos al concluir el entierro, mientras aún seguían rezando tomé de un brazo a Mateos y le dije:
—Vámonos.
Me siguió con docilidad. Lentamente desanduvimos el sendero y volvimos al coche; senté a Mateos, de quien parecían haber desertado todas las fuerzas, junto a mí, arranqué el coche y, cuando ya abandonábamos el baldío que se abría frente al cementerio, por el retrovisor vi a un grupo de personas, entre las que distinguí a Luisa, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol, y a Torres, conversando con un desconocido, cruzando la verja.
Regresamos a Barcelona en silencio, Mateos con la mirada perdida en la ventanilla y las manos apoyadas en el bastón blanco, sollozando apenas y secándose las lágrimas primero con su pañuelo y después con el mío, mientras yo conducía sin pensar en nada, ni siquiera en consolarle.
Al tomar la Meridiana le pregunté dónde quería que le dejara; me dio su dirección. Un rato después paré el coche en el paseo Maragall, junto a un edificio de fachada gris comido por una lepra oscura; al otro lado de la calle, detrás de un muro cubierto de pintadas, había una cancha de baloncesto. Mateos se quitó las gafas, se secó con mi pañuelo las mejillas y acomodándose otra vez las gafas se volvió hacia mí, trabajosamente sonrió.
—Perdone, joven —dijo. Miré su cara exhausta, sus ojos vacíos de lágrimas detrás de los cristales graduados, su barbilla sin fuerza, y tuve la impresión de que de golpe le habían caído encima un montón de años; por algún motivo imaginé también que no iba a vivir muchos más—. Yo quería mucho a Luisa, ¿sabe? —Muy serio agregó—: Era una mujer maravillosa.
Asentí con la cabeza.
—¿Quiere subir a mi casa? —preguntó luego—. Mi hermana puede prepararle algo de comer.
—Muchas gracias —dije—. Pero tengo prisa.
—¿Cómo dice?
—Digo que lo siento —repetí, elevando la voz—. Tengo que irme.
—Como usted guste —aceptó Mateos, negociando una sonrisa afable y desportillada; se metió mi pañuelo en el bolsillo y me alargó la mano—. Muchas gracias por todo —dijo, estrechándomela: me pareció que estaba estrechando un manojo humedecido de huesos y piel—. Hasta pronto.
—¿Le ayudo a salir? —pregunté.
—No hace falta —contestó, abriendo la puerta y sacando los pies del coche. Se volvió; con una media sonrisa agregó—: Todavía puedo valerme, joven.
Ayudándose con el bastón salió del coche, cerró la puerta y lentamente, con paso inseguro, se dirigió hacia la puerta del edificio; cuando la hubo abierto se dio la vuelta y me hizo un gesto de despedida con el bastón, en el que reconocí toda la elegancia confidencial de sus setenta años, y mientras se lo devolvía tuve la impresión de que estaba otra vez llorando.
Embargado por una emoción cuyo origen no acertaba a localizar, porque no tenía directamente que ver con el entierro, ni con la muerte de la madre de Luisa, ni siquiera con el desconsuelo aristocrático de Vicente Mateos, conduje hasta mi casa entre el tráfico de las tres de la tarde. En cuanto llegué se evaporó la emoción, porque una sorpresa me distrajo de ella. El vecino del piso de abajo —un tipo gordo, casi calvo, de pecho y brazos peludos y acribillados de tatuajes de marinero, que desde que había llegado la primavera lucía por el barrio una barba permanente de tres días y una misma camiseta blanca, de tiras— me recibió a gritos en la escalera; no entendí sus palabras, pero sí lo que había pasado: precipitadamente subí a mi piso, abrí la puerta y cerré la llave de paso del agua. En el cuarto de baño, junto a la taza del váter, había un charco de agua; una enorme mancha de humedad oscurecía la pared. Mientras el vecino seguía pidiéndome explicaciones a grito pelado, llamé por teléfono al fontanero, que me prometió acudir al día siguiente. No sé con qué argumentos conseguí luego que mi vecino se calmara y se fuera.
Porque no era la primera vez que algo parecido ocurría. En realidad, desde hacía un par de meses no pasaba semana sin que una nueva cañería reventara. Al principio, por consejo del fontanero —un chileno que trabajaba sin licencia: un hombrecito menudo, de piel muy oscura y muy arrugada, de rasgos aindiados, de pelo escaso y ensortijado y modales exquisitos, que tenía una ferretería y se hacía llamar don Leo— hablé con el propietario para intentar que costease el cambio de todas las cañerías del piso, lo que según don Leo era indispensable y urgente. El propietario me aseguró que, antes de que yo ocupara el piso, había pagado a un fontanero para que remozase todo el sistema de cañerías; también me hizo notar que, de acuerdo con el contrato que habíamos firmado, a partir del momento en que yo había entrado como inquilino en el piso me comprometí a hacerme cargo de todos los desperfectos que pudieran producirse en él. En lo primero mentía, desde luego (pero demostrarlo era difícil, y probablemente inútil); no así en lo segundo. Para convencerme de que cambiar por mi cuenta las cañerías estaba fuera del alcance de mi economía, le pedí a don Leo que me hiciera un presupuesto. Me lo hizo y me convencí; también me resigné a tener que telefonearle de cuando en cuando, cada vez que, como ocurrió la tarde en que regresaba del entierro de la madre de Luisa, alguna cañería volvía a las andadas.