3

En todo el otoño no volví a ver a Luisa. No me llamó por teléfono, ni me escribió, ni intentó de ninguna otra forma ponerse en contacto conmigo; es verdad que yo también desistí muy pronto de llamar a casa de su madre, en parte porque comprendí que era inútil y en parte para preservar por lo menos las piltrafas de mi orgullo maltrecho. (La única señal de vida que Luisa dio en esos meses fue del todo imprevista. Una tarde, después de comer en El Mesón con Marcelo, Ignacio y Bulnes, al llegar a mi casa encontré encima de la mesa del comedor una nota; decía: «Hemos recogido algunas cosas que necesito. De momento el resto no me hace falta. Luisa». No reparé en el plural; tampoco llamé a casa de mi suegra para pedir explicaciones por esta visita clandestina, aunque me irritó que Luisa entrara sin encomendarse a nadie en una casa cuyo alquiler había dejado de pagar hacía tiempo, y que ni siquiera hubiese tenido el detalle de dejar sobre la mesa, junto a la nota, las llaves con que había entrado). Lo cierto es que poco a poco empecé a acostumbrarme a vivir sin ella. Menos fácil fue aprender a sobrellevar el arrepentimiento y la culpa, que el silencio de Luisa, como una acusación callada, no hacía sino reforzar.

En la universidad las cosas iban de mal en peor; durante tres meses de agonía las semanas se resistieron a pasar sin aportar su porción de sobresaltos, desconcierto y ansiedad. Pese a la oposición encarnizada de Marcelo, que por lo que parece acabó enemistándose con ella, la decana redactó finalmente el informe anunciado sobre mis irregularidades en los exámenes de junio y septiembre y lo elevó al rectorado. Éste me abrió un expediente y comisionó a un grupo de catedráticos, presidido por el vicerrector de Profesorado, para que aclarase los hechos. Hasta tres veces hube de declarar ante esta comisión; no quiero ni recordar aquellas sesiones: bastará con que las califique de humillantes. (Cualquiera que haya padecido una situación parecida será menos conciso que yo, y en todo caso endurecerá y ampliará este dictamen). En calidad de testigos comparecieron también ante la comisión la propia decana, varios catedráticos —entre ellos Marcelo—, varios profesores, el jefe del departamento, el jefe de estudios y el delegado de los estudiantes. En circunstancias normales la comisión hubiese trabajado con la lentitud burocrática corriente en este tipo de procedimientos y la resolución final —que según los cálculos más pesimistas no se dictaría antes del inicio del curso siguiente y según los más optimistas podía demorarse hasta después de la fecha en que verosímilmente se celebrarían mis oposiciones— en ningún caso sobrepasaría los límites de una dura reprimenda por escrito que, unida al oprobio que ya de por sí significaban la apertura del expediente y el calvario de las comparecencias, sería considerada tanto por la comisión como por el propio rectorado un escarmiento más que severo para el infractor y una más que seria advertencia para quienes tuvieran la tentación de seguir su ejemplo. Desgraciadamente, sin embargo, las circunstancias en que se desarrolló el proceso no fueron normales. Me parece que ya he mencionado aquí (y si no lo he hecho ya lo hago ahora) que desde el mes de septiembre, cuando empezó a circular la noticia de que el Gobierno preparaba un proyecto de ley que, entre otras cosas, incluía un considerable aumento del precio de las matrículas, en la universidad las aguas bajaban bastante agitadas; lo cierto es que, cuando en el mes de octubre el Gobierno remitió el proyecto al Parlamento, se desbordaron, y un tumulto incontenible de huelgas y manifestaciones de universitarios inundó el país. Capitaneados por los de Letras, los estudiantes de la Autónoma doblaron el ataque al Gobierno con un ataque a la propia universidad y, no contentos con exigir una rebaja del precio de las matrículas, arremetieron contra el absentismo y la baja calidad del profesorado. Algunas consecuencias de este brusco celo reivindicativo (la ocupación del edificio del rectorado y de los de algunas facultades, los enfrentamientos con la policía, las negociaciones entre el rector y los representantes de los estudiantes) llenaron durante semanas las páginas de los periódicos; otras, en cambio, no merecieron los honores de la imprenta, entre ellas el hecho de que la comisión encargada de instruir mi expediente, probablemente urgida por el rectorado, pero también por la propia fuerza de las circunstancias, acelerase a fondo sus trabajos, de tal manera que a principios de diciembre ya habían concluido. Poco después recibí el dictamen final, firmado por el vicerrector de Profesorado y por los otros dos miembros de la comisión, y ratificado por el rector. Era bastante extenso y pormenorizado, y en el último párrafo se me comunicaba que cuando concluyese el curso la universidad rescindiría el contrato de ayudante que me vinculaba a ella.

—Esta vez se han pasado de rosca, chico —dijo Ignacio cuando una tarde les comuniqué a mis amigos la noticia, mientras comíamos en El Mesón—. Cosas peores se han visto, y nunca ha pasado nada. Total, por haber faltado a un examen…

—A dos —le corrigió Marcelo, cuyo mal humor de perros ponía en su rostro unas arrugas de tortuga centenaria.

—Es lo mismo, Marcelo —dijo Bulnes, quien no bien corrió por el departamento la voz de que me iban a abrir un expediente había olvidado sus diferencias con Marcelo, a quien después de haber idolatrado durante años acusaba ahora de irresponsabilidad y desidia con las cosas de la universidad, y se había sumado a nuestras cuchipandas de entre semana con la esperanza secreta de desempolvar su espíritu de conspiración y la explícita determinación de invertir en ellas su olvidado ánimo levantisco—. El caso es que es una barbaridad. Aquí está visto que el que no llora no mama. Lo que tenemos que hacer es montarles una más gorda que la de los estudiantes. Mañana mismo hablo con Llorens y le exijo que convoque una reunión de departamento. Me van a oír: o el departamento pide una explicación o pasado mañana les saco en todos los periódicos.

—Perdona, Paco, pero a mí me parece que eso es precipitarse —opinó Ignacio con suavidad, como lamentando llevarle la contraria a Bulnes—. Yo antes de amenazarles agotaría los cauces legales, que para eso están…

—No servirá de nada —le interrumpió Bulnes, y volviéndose hacia Marcelo, que fumaba mirando con aire abstraído su barba perlada de granos de arroz, mientras esperábamos los cafés, añadió—: Lo que hay por aquí es mucho fascistón suelto, y el único cauce que conoce esta gente es la fuerza. El que más grita es el que más razón tiene. Bueno, pues se van a cagar.

—No sé, chico —volvió a discrepar Ignacio—. A mí me sigue pareciendo que lo primero que Tomás tiene que hacer es apelar. Luego ya veremos. ¿No, Marcelo?

—Claro que tiene que apelar —corroboró Marcelo, como dando por descontado que yo iba a hacerlo—. Pero Paco tiene razón, no va a servir de nada. Por cierto, ¿puedo pedirte un favor?

—El que quieras —dijo Bulnes, radiante.

—Límpiate la barba, que la tienes llena de arroz.

Ignacio se rió como un niño mientras Bulnes se pasaba la servilleta por su rostro boscoso y el camarero nos servía los cafés.

—¿Qué estaba diciendo? —preguntó Marcelo.

—Que yo tenía razón —contestó Bulnes con rabia—. Que lo que hay que hacer es armarla. Y cuanto más gorda mejor.

—Ah, sí —recordó Marcelo, saliendo de su áspera tos de carraca y, como si no hubiera oído el recordatorio belicoso y parcial de Bulnes, siguió hablando igual que si él y yo estuviéramos solos—: Apelar. No va a servir de nada. Para algo ha firmado el rector, ¿no? Además, Llorens está en el Comité de Apelaciones. O de felaciones, como él dice. Pero es lo mismo: hay que apelar. Tu embolica que fa fort. Lo importante en cualquier caso, más que recurrir, es que te presentes a las oposiciones. Eso sí que puede joderles: imagínate que las sacas después de que te hayan echado. Y puedes sacarlas. En el departamento hay gente que te apoya. Ignacio y Paco te apoyan. Yo te apoyo. Tú preséntate y veremos qué pasa.

Pero yo no pensaba hacer ni una cosa ni la otra. Presentar un recurso ante el Comité de Apelaciones era, como Marcelo y Bulnes y hasta Ignacio sabían muy bien, inútil, y sólo serviría para acabar de atraerme la enemistad del rectorado, que si yo me empeñaba en protestar podía legalmente adelantar la rescisión de mi contrato y ponerme en la calle antes de que acabara el curso. No era menos inútil presentarme a las oposiciones. En primer lugar, porque para entonces yo ya sabía que habían firmado la plaza otros seis candidatos, con el curriculum de alguno de los cuales tal vez hubiera podido competir si el perfil de la plaza se hubiera ajustado a mis necesidades, pero no en las circunstancias de ahora, cuando el perfil de generalista permitía presentarse a gente de cualquier especialidad. Y en segundo lugar porque también sabía que, aparte de Marcelo, Ignacio y Bulnes, nadie en el departamento me apoyaría abiertamente, y menos aún en la facultad, que ni siquiera me había consultado sobre la composición del tribunal, una práctica que, aunque ilegal, está más extendida de lo que nunca ningún departamento reconocerá en público (dos de los cinco miembros del tribunal los elige la propia universidad; en esta ocasión habían elegido a Marcelo, porque no tenían más remedio, y a Llorens, con la excusa de que el mismo tribunal decidía también sobre una plaza de lengua, la que ocupaba interinamente Helena Albanell, y yo estaba seguro de que, por fuerte que fuera la presión que Marcelo ejerciera sobre él, Llorens no iba a apoyarme nunca). Cualquiera que conozca el funcionamiento real de la universidad española sabe que presentarse a una plaza de profesor sin contar previamente con la aquiescencia de la propia universidad equivale a ofrecerse como víctima de una derrota segura y, casi siempre, de una humillación. En mi caso, otra más, que tendría que sumar a la serie de humillaciones que los últimos meses me habían deparado. La verdad es que yo ya no me sentía con fuerzas para afrontarla.