Pasé el fin de semana intentando combatir la ansiedad y sujetar las conjeturas que dispararon la llamada de Claudia y la proximidad de nuestra cita, y el lunes, bastante antes de la hora convenida, me presenté en el Bombay, que resultó ser un restaurante de aire colonial, como recién salido de una película basada en alguna historia de Kipling o Forster, con paredes revestidas de madera de color marrón claro, con mesas y sillas de caña de bambú, con cuadros saturados de tópicos motivos hindúes (elefantes montados por jinetes con turbante, un tigre de Bengala surgiendo de la maleza, amarillento, sigiloso y rayado, ríos y calles atestados de una caudalosa confusión de vacas y gente), con camareros vestidos con amplias camisolas blancas, de dril, con delantales y bombachos negros.
Me senté junto a un ventanal, en una de las pocas mesas que quedaban libres. Encendí un cigarrillo y pedí una cerveza, y mientras me la bebía empezó a caer en la calle una lluvia primero titubeante y después continuada, y yo distraje mi impaciencia contemplándola sin pensar en nada, entretenido con las gotas que resbalaban, grávidas y apresuradas, por el vidrio del ventanal. Ya había llamado al camarero para pedir la segunda cerveza cuando apareció Claudia, vestida con una gabardina de color verde oscuro, con el pelo reluciente de lluvia.
—Perdona que me haya retrasado —dijo—. ¿Hace mucho que esperas?
No me dio tiempo de contestar ni de levantarme: inclinándose hacia mí, Claudia me estampó dos besos convencionales en las mejillas y, mientras se quitaba la gabardina y se sacudía de encima el agua y se peinaba el pelo con los dedos y se sentaba frente a mí, habló de la lluvia y de lo incómodo que se volvía circular en coche por la ciudad en cuanto empezaba a caer.
—Perdona, Claudia —la interrumpí, porque el camarero esperaba junto a la mesa—. Yo voy a pedir otra cerveza. ¿Tú quieres algo?
Claudia pidió un martini.
—Oye, no está mal este sitio —comentó cuando se fue el camarero, paseando por el local una mirada demasiado ponderativa—. ¿De dónde lo has sacado?
—Un amigo me habló de él —dije—. Acaban de inaugurarlo.
—Me gusta —insistió Claudia—. Y ¿qué tal se come?
La conversación se contrajo al principio a temas inofensivos. Discutimos la carta y, una vez hecho el pedido, Claudia me habló de su trabajo, que al parecer le iba muy bien, pues había conseguido firmar un contrato para publicar varios reportajes en una revista de moda. Recuerdo que, mientras la oía, yo apenas lograba disimular la tensión, concentrándome penosamente en la cerveza y los cigarrillos y desviando la mirada hacia el ventanal llovido, hasta que en algún momento me dije que Claudia, de forma natural o forzada, hablaba en el tono que emplearían dos viejos amigos que, empeñados en prolongar una amistad que resulta menos molesto mantener que interrumpir, siguen comiendo juntos de vez en cuando. Lo curioso es que este descubrimiento, que apenas lo hice casi me irritó, enseguida me infundió un inesperado sosiego, y me permitió dejar de esquivar los ojos de Claudia y reconciliarme con el placer inusitado y previsto de estar comiendo con ella.
A mí me parece que uno nunca acaba de conocerse a sí mismo. La razón de ello quizá no es complicada. Creemos ser una sola persona, pero somos multitud: somos, por lo menos, todos los que hemos sido. El pasado vive en el presente; basta cualquier excusa, por nimia o banal que sea, para que aflore de nuevo: para que volvamos a ser quienes fuimos. Por eso, mientras oía hablar a Claudia, y a pesar de que reconocía todos y cada uno de los rasgos que mi memoria siempre había asociado con ella (el azul insondable de los ojos, el dibujo exacto, carnoso y tentador de los labios, la piel brillante y frutal aunque gastada, el negro sin paliativos del pelo, el sencillo perfil de la nariz, la delicada energía de sus gestos de pájaro, la gravedad natural de la voz), sentí que la veía por vez primera. En cierto modo era verdad: era la primera vez que veía a Claudia la persona en quien los más de quince años que había pasado sin verla me habían convertido, y no el adolescente enamorado que ella había conocido siempre y con el que el azar de una tarde de finales de agosto la había vuelto a enfrentar a la puerta del cine Casablanca. Y, por lo demás, tampoco eran una misma persona la adolescente de la que yo había estado enamorado tantos años y la mujer con la que había topado al salir del Casablanca o la que hacía menos de un mes me había echado humillantemente de su casa con cajas destempladas; o quizá sería más exacto decir que eran la misma persona y, sin embargo, eran personas completamente distintas. Y tal vez por ello, y porque mientras la oía cobré bruscamente conciencia de la confusión en que había caído, me pareció increíble haberme enamorado de nuevo de Claudia y haber abandonado por ella a Luisa y al hijo que estaba creciendo en su vientre y que era también mío, como si todo hubiese sido un sueño o una historia leída y olvidada y recordada confusamente de pronto. Sin embargo, porque yo estaba decidido a disfrutar de la comida, o porque no dejé que el rencor me ofuscara, esta idea no consiguió enconarme contra Claudia.
—Aún no me has preguntado para qué te llamé —dijo Claudia de improviso, mientras esperábamos que nos sirvieran el segundo plato.
—Me lo dijiste por teléfono —le recordé—. Y ya te dije que no hay nada que explicar.
—Dime una cosa, Tomás. —Me obligó a levantar la vista del plato y a mirar la disculpa anticipada que había en sus ojos—. ¿Estás resentido?
Contesté con otra pregunta.
—¿Tú crees que habría venido aquí si lo estuviera? —Después de una pausa agregué—: Lo estuve, pero ya no lo estoy.
—¿Hablas en serio?
—Completamente —mentí—. ¿Por qué habría de estarlo?
—Yo en tu lugar a lo mejor lo estaría. La última vez que nos vimos…
—No estuvo mal —la atajé.
Una sonrisa franca suavizó la aflicción un poco artificial que la incipiente gravedad de la conversación le había impuesto a su rostro.
—No —dijo—. No estuvo mal. —Aceptando de grado la finta con que yo la había esquivado, sin suprimir la sonrisa formuló luego una frase que empezó como un comentario y acabó como una pregunta—: De todos modos, la verdad, aún no he entendido qué demonios hacíais ahí toda esa gente.
Con parsimonia, y eligiendo cuidadosamente las palabras, le conté lo que había pasado. De principio a fin. Sin omitir un solo detalle hilarante o grotesco, un solo golpe del azar insidioso e irrisorio que lo había tramado todo. Casi con crueldad, igual que si quisiera convencerme de que no había sido yo el protagonista de la historia, igual que si quisiera librarme para siempre de ella. De hecho, mientras la contaba advertí que nunca la había contado; que hacerlo me divertía, me distanciaba de ella, me aliviaba; que era la única forma que tenía de intentar entenderla.
Nos reímos a carcajadas, como de una historia ocurrida hace mucho tiempo y que ya no pudiera afectarnos. Por su parte, Claudia me contó lo que había ocurrido durante los días para ella maravillosos y terribles para mí en que la creí muerta: el fin de semana con el hijo y los padres, la inesperada aparición del marido en Calella, la esperada reconciliación (en el fondo tanto tiempo anhelada), la feliz prolongación, en un hotel de Arenys de Mar, de unas vacaciones convertidas de pronto en una segunda luna de miel, mientras el marido iba y venía de su trabajo en Sant Cugat, finalmente el regreso a Barcelona, dos días después de lo previsto.
—Un regreso impresionante —apostilló—. Hay que reconocerlo.
—Hubiera podido mejorarse —aseguré—. Pero es difícil.
Volvimos a reírnos. Volvimos a hablar de Marcelo y de Ignacio, del marido de Claudia, del portero. En algún momento me acordé de la caja de herramientas que Ignacio había olvidado en casa de Claudia y le pregunté si la había recogido ella; me dijo que no, supuso que la tendría el portero, me aseguró que se la pediría y que me llamaría para que pasara por su casa a buscarla. (Como a esas alturas de la comida ya suponía, Claudia no me llamó nunca. La última vez que vi a Ignacio todavía me preguntó por la caja de herramientas que le regaló su padre). Luego, sintiéndome obligado a hacerlo, le pregunté por su marido.
—Supongo que está bien —dijo—. La verdad es que le veo poco.
Enarqué inquisitivamente las cejas y, con una avergonzada sonrisa de burla, Claudia explicó:
—Nos hemos separado otra vez.
Fue en ese momento cuando noté que me subía del estómago todo el veneno amasado contra Claudia desde la noche ya lejana de septiembre en que Marcelo e Ignacio me sacaron casi a rastras de su piso, toda la rabia que había conseguido reprimir desde que la viera entrar en el Bombay, y que ahora, por un momento, con la saña fría y la alegría sin mácula de una venganza aplazada, deseé volcar sobre ella contándole mi encuentro con su marido en el restaurante Casablanca, en Sant Cugat, mientras yo comía con Marcelo y con la decana y él seducía a una rubia de pestañas espectaculares y guiños imposibles. Porque para entonces yo ya había comprendido que aquella aventura del marido de Claudia había ocurrido inmediatamente después de que los dos decidieran remendar su matrimonio: según el relato de mi amiga, la reconciliación tenía que haber ocurrido entre el sábado y el lunes de aquella semana infausta, mientras que la comida del marido con la rubia del Casablanca (yo lo recordaba muy bien) había sido el martes. Ya iba a denunciar en voz alta los vaivenes de perturbado del marido cuando una vocecita interior me frenó con un susurro: «Aplícate el cuento». Me mordí la lengua, y en ese momento, como quien por un golpe de azar consigue que encajen todas las piezas de un puzzle, reparé en la coincidencia inverosímil de que yo me hubiera encontrado con Claudia en el cine Casablanca y de que pocos días después, en un restaurante llamado también Casablanca, me hubiera encontrado con su marido, y sin salir del asombro comprendí asimismo que los devaneos amorosos de los dos cónyuges inestables componían una simetría cuyo eje era yo, pues Claudia le había sido infiel a su marido horas después de que yo me encontrase con ella, mientras que horas después de que yo me encontrase con él su marido sin duda le había sido infiel a Claudia. La realidad es muda, pero quizá las coincidencias no lo son: quizá las coincidencias son la forma que adopta la realidad cuando quiere ser elocuente, cuando quiere decirnos alguna cosa; lo malo es que nunca sabemos qué es lo que quiere decirnos. Algo parecido pensé sin duda en aquel momento, y tal vez por ello, y también porque finalmente debió de parecerme una crueldad inútil revelarle a Claudia la infidelidad de su marido, renuncié a la dulzura sin propósito de la venganza y tras un silencio me limité a decir:
—Lo siento.
—No lo sientas —replicó Claudia, con una especie de irónica melancolía—. Esta vez he sido yo la que se ha ido. En realidad, bueno, supongo que eso es lo que quería decirte.
—¿Qué es lo que querías decirme?
Como si hablara consigo misma, contestó:
—Que uno siempre quiere lo que no tiene. Sobre todo si lo ha tenido. —Añadió—: Lo que yo no sabía es que cuando uno lo recupera ya no es lo mismo. Es como encender un cigarrillo apagado: el cigarrillo es el mismo, pero ya no sabe igual.
Yo sabía perfectamente lo que Claudia estaba intentando decir; no obstante dije:
—La verdad, Claudia, no te sigo.
—No importa —dijo, igual que si de golpe quisiera zanjar la discusión. Vino el camarero: pedimos café; pedimos whisky. Claudia acabó de recogerse detrás de la oreja el pelo que le ocultaba la sien derecha (una horquilla azul le liberaba la izquierda) y continuó con una sonrisa confiada—: Lo que importa es que fue maravilloso volver a vernos, ¿verdad?
—Sí —concedí.
—Lo demás es mejor olvidarlo —aseguró—. Si te hice daño, lo siento. De verdad. Supongo, no sé, supongo que siempre se hace más daño a quien más se quiere.
Pensé que esa idea piadosa era un magro consuelo para quien padece y, aunque supe que Claudia la esgrimía para halagarme, sabiendo que en su caso y en el mío era falsa, pensé en Luisa y pensé que era verdad, pero no me dejó decírselo.
—En cuanto a mí, te parecerá una tontería, pero fue muy importante —prosiguió—. Que nos viéramos, quiero decir. —Trajeron el café y el whisky y, como si quisiéramos sellar con un brindis el final o el principio de algo, entrechocamos los vasos y dimos un trago, y mientras bebía el whisky recordé casi con vergüenza los brindis de seducción que precedieron a mi noche de dormida con Claudia y me parecieron tan ajenos como si los hubiese leído en un libro o los hubiese visto en una película—. Cuando nos vimos te dije que ya había superado el trauma de la separación. Está claro que era mentira. ¿Sabes?, entonces yo no creía que pudiera volverle a gustar a otro hombre. En serio —subrayó, quizá porque su vanidad de mujer guapa le dejó imaginar que yo iba a protestar—. No lo creía. Estaba muy mal. A lo mejor por eso, y también porque pensaba que aún le quería, en el fondo deseaba volver con Pedro.
—Y además porque uno siempre quiere lo que no tiene —completé—. Sobre todo si lo ha tenido.
—Exacto —convino con lentitud, aceptando con una sonrisa de satisfacción la complicidad inesperada que entre nosotros crearon bruscamente mis palabras—. Sin ti hubiera tardado todavía mucho en aceptar que podía gustarles a los otros; o lo que es lo mismo: que aún podía gustarme a mí misma. En cierto modo me devolviste la autoestima.
Seguramente incómodo por el hecho de verme convertido, a esas alturas y después de todo lo que había pasado, en una pócima de milagrosas propiedades curativas, o quién sabe si porque creí reconocer en las palabras de mi amiga la jerga insidiosa del psicoanalista, me lancé a impedir la peligrosa deriva hacia los arcanos de la psicología que el whisky estaba propiciando en Claudia, y sin renunciar a hacerme el interesante la corté con lo primero que se me ocurrió:
—A lo mejor lo que te devolví fue la adolescencia.
—A lo mejor —admitió Claudia—. Pero sólo por unas horas.
Entonces fui yo el que se puso pedante.
—Es mejor así —dije, y recité—: «J’avais vingt ans. Je ne lasserai personne dire que c’est le plus belle âge de la vie».
—Ya veo que has renovado tu arsenal de citas —sonrió Claudia—. ¿De quién es eso?
—De Paul Nizan —dije—. ¿Te gusta?
—Es precioso —dijo—. Y es verdad.
—Es precioso porque es verdad —dije, fulminado por la certeza de que ya había vivido ese instante, o de que lo había soñado—. Tenemos mala memoria: uno sólo quiere vivir la adolescencia cuando ya ha pasado. Porque la verdad es que es una época horrible, donde todo el mundo dice haber sido muy feliz y donde todo el mundo ha sido muy desgraciado. —Como si fuera a hacer un nuevo brindis levanté el vaso de whisky, casi con alegría concluí—: A la mierda con la adolescencia.
Continuamos conversando hasta que vaciamos los vasos. No recuerdo de qué más hablamos, pero sí que por momentos me sentí feliz y apaciguado, igual que si acabara de descargarme de un peso ilusorio y abrumador, y sobre todo recuerdo que, después de pedirle por señas la cuenta al camarero, arrastrado por la euforia del whisky, o por el agrado de hablar, le expliqué a Claudia la forma en que había tenido noticia del Bombay. Cuando el camarero apareció con la cuenta le repetí la historia.
—¿Sabe usted cómo supe de este sitio? —le pregunté, divertido—. Alguien me llamó tres veces a casa, preguntando por él. Hasta me dio la dirección. Curioso, ¿no le parece?
El camarero, un muchacho de ojos claros y piel oscura, que parecía hindú o marroquí, pero que sin duda era andaluz, y que por alguna razón me pareció de pronto un recién llegado al restaurante y a su oficio, me miró con una mezcla de inocencia y de recelo; luego miró a un lado y a otro del local, que ya estaba casi vacío.
—No lo crea, señor —susurró en un castellano educado y fácil—. En confianza: es una nueva forma de marketing. Muy barata y muy eficaz. Al principio la gente se enfada, pero al final acaba picando. Créame: no falla.
Pagué y salimos.
Fuera seguía lloviendo, pero en el horizonte dentado de la calle el sol había abierto un boquete de cielo iluminado y purísimo, que presagiaba una tarde seca. Claudia abrió un paraguas y yo me subí la solapa de la americana. Sentí frío.
—¿Has venido en coche? —preguntó Claudia.
—No.
—¿Quieres que te lleve a algún sitio?
—No hace falta —dije—. Cogeré un taxi.
Claudia insistió en esperar hasta que apareciera el taxi. Lo esperamos en silencio, seguros de que ya no teníamos nada más que decirnos, reconciliados con la tristeza casi agradable de la lluvia cayendo sobre el asfalto, fina, mansa y vertical, y recuerdo que mientras nos protegíamos de esa lluvia de adolescente —porque al adolescente lo que le gusta es sufrir— me cruzó por la cabeza y casi tarareé Stairway to heaven, la vieja canción de Led Zeppelin que después de mucho tiempo sin oírla había recordado y tarareado varias semanas atrás, mientras me duchaba en casa de Claudia, entonces feliz y con los dedos todavía olorosos a su cuerpo, la vieja y hermosa canción adolescente que tanto me gustaba por la época en que estuve enamorado de Claudia y que después de tantos años había vuelto a oír también en el Oxford, ansioso y atemorizado, en compañía de Ignacio y de su anacrónica tertulia de gente sabia y feliz, esperando la aparición salvadora de Marcelo como ahora esperaba que apareciera el taxi, invadido por una melancolía desolada y sin motivo, dejando que circulara por mi cerebro, como mariposas por una habitación de ventanas abiertas, un desorden pacífico de melodías y palabras cuyo origen ignoraba o había olvidado mientras miraba la lluvia entristecida del otoño, Il pleure dans mon coeur comme il pleut sur la ville, y el cielo oscuro y resquebrajado de oro y azul hasta que por fin conseguimos parar un taxi.
—Bueno —dijo Claudia—. Hasta pronto, Tomás.
—Sí —dije—. Hasta pronto.
Se acercó, me acogió bajo el paraguas, me miró, grave y diáfana, suavemente me besó en los labios. Me separé sin mirarla, abrí la puerta del taxi y, antes de entrar, me volví. Claudia estaba todavía bajo el paraguas, igual que si esperara algo, su silueta de muchacha tardía desdibujada por el arrugado verde militar de la gabardina; me pareció que una débil sonrisa le rondaba los labios. Entonces sentí una especie de nostalgia anticipada, como si, en vez de ver a Claudia, ya la estuviera recordando. Porque sabía que no volvería a verla. Que iba a recordarla así para siempre.