Desde que hace ya más de un mes empecé a escribir esta historia inventada pero verdadera, esta crónica de verdades ficticias y mentiras reales, he pensado muchas veces, tratando de explicarme el estado de abatimiento en que me hundí al comprender que había perdido para siempre a la mujer que quería sin haber conseguido por ello a la que durante tanto tiempo había anhelado, que lo que la convivencia prolongada entre dos personas sobre todo segrega es una casi impalpable pero férrea relación de dependencia entre ellas. Me digo también que muy pocas veces esa relación está basada en el amor, un sentimiento que, en el mejor de los casos, dura lo que dura una aparición (lo dijo La Rochefocauld y lo repite Marcelo y es verdad: el amor es como los fantasmas: todo el mundo habla de él pero nadie lo ha visto); tampoco, contra lo que suele pensarse, en el miedo a la soledad, porque la verdad es que casi siempre estamos solos. No: lo más probable es que esa relación de dependencia esté basada en una serie de vínculos de apariencia insignificante pero de enorme poder, cuya naturaleza es misteriosa y cuyos designios no conocemos ni dominamos, porque no están sujetos a nuestra voluntad ni a ninguna ley previsible, sino a la química azarosa de dos idiosincrasias distintas. Esa serie de vínculos viene a ser un sistema de signos dotado de relativa autonomía respecto del sistema de signos que constituye la realidad, y acaso no menos complejo que éste; es, en todo caso (como el acuario para el pez que vive en él), una especie de ecosistema o de mundo en miniatura, que posee sus reglas, dimensiones y seguridades, y que está regido por apelativos que sólo en la intimidad compartida no resultan ridículos y palabras de secreto significado, y erizado de cotidianas incomodidades y obligaciones que también son ritos, ceremonias y gestos, hábitos y formas ocultas de complicidad. Lo curioso es que, mientras la convivencia dura, el desagrado pequeño pero permanente de estos vínculos parece el peaje que hay que pagar para instalarse en el matrimonio como en una casa a la medida, razonablemente confortable y acogedora, pero una vez la convivencia se rompe, una nostalgia embrutecida por el desamparo suele convertirlos en condición sine qua non del matrimonio, de manera que abandonan su ingrata categoría casi punitiva de peajes para convertirse en los lugares predilectos de la casa y en la fuente de todas las felicidades que procura. Por eso, tal vez más difícil que prescindir de la persona amada es prescindir de esos vínculos, de ese sistema de signos, de ese mundo en miniatura sin sentir el mismo vértigo de orfandad, de intemperie y de asfixia que sin duda siente el pez cuando lo sacan del acuario.
Lo cierto es que me costó mucho trabajo acostumbrarme a vivir sin Luisa; como además uno siempre añora lo que ha perdido, lo cierto es que durante mucho tiempo la extrañé. Terriblemente. Con la misma alucinada intensidad con que Richard Wanley extraña en La mujer del cuadro la paz doméstica de su hogar de profesor universitario con mujer e hijos mientras trata de deshacerse del cadáver del hombre que ha matado y del recuerdo de la noche lluviosa e infernal en que la fascinación prohibida de una mujer ilusoria le sumergió en una vorágine de pesadilla, o como el infeliz Cris Cross extraña en Perversidad a la mujer mentirosa y querida a quien en un rapto de humillación y de despecho ha asesinado. Cross casi enloquece de remordimiento, pero su remordimiento hasta cierto punto está justificado, al fin y al cabo ha matado a una mujer y no ha impedido que condenen a muerte a un hombre, al chulo de la mujer que amaba, a sabiendas de que era inocente. A Wanley también le devora el remordimiento, pero en su caso los hechos no avalan con tanta claridad esa aflicción. Quiero decir que Wanley no mató por venganza o por odio o por despecho, como Cross, sino en defensa propia, para que no lo matara el energúmeno que irrumpió en casa de la mujer del cuadro mientras él estaba allí. ¿Y es culpable un hombre que mata en defensa propia? O dicho de otro modo: ¿es culpable un hombre que mata sin haber querido matar, que hace daño sin haber querido hacerlo? Alguien dice que mientras dura el remordimiento dura la culpa; es verdad: lo importante no es que alguien sea culpable, sino que se sienta culpable. Cross es culpable y se siente culpable; Wanley sólo se siente culpable (y por eso no llama a la policía ni a su amigo el fiscal del distrito, y esconde en un bosque el cadáver imprevisto del intruso), pero en su conciencia eso le basta también para ser culpable: ante su familia, ante sus amistades del club, ante sí mismo. El remordimiento de Cross no acabará nunca, y por eso es atroz y aniquilante; el despertar de la pesadilla, en cambio, pone un final mágico al remordimiento de Wanley. Por aquella época a mí también me hubiera gustado merecer ese modesto prodigio y despertar descubriendo que todo había sido un sueño, pero no pudo ser y, aunque yo ahora pueda pensar que en el fondo no hubo culpables, lo cierto es que tardé todavía muchos meses en limpiar el remordimiento de haber perdido a Luisa y de haber malogrado nuestro matrimonio y de haberle hecho perder un hijo que era también mío. La memoria funciona a su modo, y es curioso que, como me pasa ahora que estoy recordando aquellos días y fijándolos por escrito, por entonces yo recordara a menudo la historia de Richard Wanley y sobre todo la de Cris Cross —en inglés cross significa cruz y el pobre cajero y frustrado pintor genial es también otro Cristo crucificado—, y en momentos de desánimo me resultaba muy fácil aceptar que había arruinado mi vida, pero también la vida de Luisa, y quizá por ello, tanto o más que la ausencia de Luisa, me atormentaba no poder hablar con ella, no poder explicarle y explicarme, no tener siquiera la oportunidad de descargarme de aquel fardo agobiante de remordimiento y de culpa. Durante las primeras semanas de soledad intenté varias veces hablar por teléfono con ella, pero no lo conseguí. Por su madre, que continuamente me instaba a llamarla y me daba ánimos (lo que por algún motivo no dejaba de incomodarme), supe muy pronto que Luisa había salido del hospital, que estaba otra vez en su casa y que se había recuperado por completo del aborto; también supe por mi suegra que, por motivos que ella nunca quiso explicarme, pero que yo podía imaginar fácilmente, Luisa se negaba a hablar conmigo. Esto me angustiaba. La angustia me paralizó y, para librarme de ella, intenté no pensar en Luisa, sortear las cosas que podían recordármela. Naturalmente, fue una argucia inútil, y quizá yo lo sabía de antemano, porque había aprendido que, del mismo modo que a un enamorado todas las cosas le recuerdan su amor, cuando alguien se siente desgraciado todas las cosas le recuerdan su desgracia.
Con escaso éxito intenté regresar a mi vida normal. Apenas trabajaba: indefinidamente fui postergando la elaboración de la memoria de las oposiciones y la redacción del artículo sobre La voluntad, porque no me sentía con ánimo para emprender ni una ni otra, y porque era incapaz de concentrarme en nada serio. Invertía todo mi tiempo en leer novelas y periódicos del día, en ver la televisión, en ir al cine, beber, fumar y dormir; me convertí en un frecuentador asiduo de la tertulia del Oxford. El inicio del curso puso una apariencia de orden en el desconcierto de holgazanería y desasosiego en que dejaba transcurrir los días, y me obsequió con la ilusión de un principio, permitiéndome imaginar que una nueva fase de mi vida, cuya exacta naturaleza no podía adivinar, pero cuya índole —de eso creía estar seguro— no sabría ser peor que la de la que acababa de dejar atrás, empezaba entonces. Esta ilusión duró poco tiempo: pronto advertí que ir tres veces por semana a la universidad, preparar clases, impartirlas, asistir a reuniones, conversar con colegas, esquivar por igual a Llorens y a la decana y comer con Marcelo y con Ignacio equivalía a recaer en una rutina que parcialmente me sumergía de nuevo en la vida que llevaba antes de mi encuentro con Claudia, y que este retorno, precisamente por ser sólo parcial, me enfrentaba de nuevo con el remordimiento y con la culpa, y en cierto modo también con la nostalgia y el deseo, de la misma forma que acaso sienta también deseo y nostalgia y culpa y remordimiento el pez al que sólo se devuelve a la pecera el tiempo justo para evitar su muerte, prolongando así, sañuda e indefinidamente, su agonía.
Una tarde de octubre, no mucho después de que empezara el curso, algo inesperado ocurrió. Debió de ser un viernes, porque ese día no acostumbraba a comer en Sant Cugat, en compañía de Marcelo, de Ignacio o a veces —muy pocas veces— de algún otro colega, sino a solas, en Las Rías. Recuerdo que por la mañana, al salir de clase, Alicia me había dado una noticia que yo esperaba desde hacía tiempo: al parecer la decana estaba a punto de elevar al rector un informe destinado a que se me incoase un expediente disciplinario. (En realidad no soy del todo sincero al decir que esperaba esta noticia desde hacía tiempo: es cierto que en los días que siguieron a mi infructuosa visita al despacho de la decana estuve esperando con más resignación que temor el informe, pero como inopinadamente la redacción de éste se demoraba, y como la decana no me convocaba y nadie volvía a mencionar el asunto, la verdad es que a medida que pasaban las semanas empecé a concebir la esperanza de que, como Claudia y a diferencia de Luisa, la decana iba a olvidar y perdonar, pero la noticia que aquella mañana me dio Alicia me desengañó, haciéndome ver que, como yo intuía, la decana se parecía mucho más a Luisa que a Claudia, porque mientras ésta obraba casi siempre abrazando sin reservas el presente, incapaz de subordinarlo a lo que pasó o a lo que pasará, Luisa y la decana lo hacían con el cálculo de un ojo puesto en el pasado y el del otro puesto en el futuro. Quizás a diferencia de Claudia, pero como la decana, Luisa era también —sólo ahora lo sé— un personaje de destino). Creo que Alicia también me aseguró, supongo que para tranquilizarme, que Marcelo estaba intentando evitar que la decana enviara el informe, aunque a mí Marcelo no me había dicho nada. Lo cierto es que a media tarde sonó el teléfono de mi casa; cuando lo atendí, la incredulidad me dejó sin habla. Era Claudia.
—¿Tomás? —repitió, porque yo no acertaba a reaccionar.
Confieso que estuve tentado de colgar: no por rencor, sino por ofuscación.
—Sí —atiné finalmente a articular, tras un silencio—. Soy yo, Claudia.
—Hola, Tomás —dijo Claudia, quizá tan confundida como yo—. ¿Cómo estás?
—Bien —mentí—. ¿Y tú?
—Yo también estoy bien.
—Me alegro —volví a mentir.
Hubo otro silencio. Incapaz de sostenerlo, lo rompí.
—¿Querías alguna cosa?
—No, no. Nada. Llamaba sólo para saber cómo te iba y porque, bueno, no sé —vaciló—, se me ha ocurrido que a lo mejor te apetece que nos veamos y charlemos un rato.
Con asombrosa inocencia creí descargar más de un mes de rencor en una sola pregunta:
—¿Te ha vuelto a dejar tu marido?
—No —dijo Claudia, eludiendo tranquilamente la crueldad que había tratado de infligirle, como si nada de lo que yo dijera pudiera afectarla, o como si estuviera dispuesta a aceptar cualquier vejación que viniera de mí—. Es sólo que, bueno, estos días he estado pensando. ¿Sabes? Creo que no me porté demasiado bien contigo.
—Te portaste perfectamente —dije con tardío orgullo, al mismo tiempo halagado y molesto por la compasión de Claudia—. No tienes por qué disculparte. Todo fue un malentendido.
—Precisamente por eso —subrayó—. Me gustaría aclararlo.
—¿Para qué? No hace ninguna falta.
—A mí me parece que sí. —Hizo una pausa—. No lo hago por ti, Tomás: lo hago por mí.
Reconocí:
—No entiendo.
Claudia no me explicó, o yo no entendí, para qué quería hablar conmigo, pero durante un rato, con un énfasis que me sorprendió, continuó insistiendo en que nos viéramos. Tuve tiempo de reflexionar mientras tanto, y debí de llegar a la conclusión de que Claudia podía interpretar la testarudez de mi negativa como una traducción del miedo que me producía el hecho de volver a estar con ella, y como pensé que ya le había dado suficientes muestras de debilidad me apresuré a convencerme de que podía afrontar el encuentro con garantías de no salir de él estragado, y hasta es posible que mi incorregible vanidad y la menesterosa sensibilidad de huérfano que entonces me aquejaba me llevaran a imaginar alguna imposible escena de reconciliación, porque lo cierto es que acabé aceptando la cita con secreto alborozo.
La fijamos para el lunes. Claudia preguntó:
—¿Quedamos para comer?
—Bueno —dije, pensando instintiva y quizá desencantadamente que una comida tiene menos connotaciones galantes que una cena—. ¿Dónde?
—Donde tú quieras —dijo Claudia—. Tú eliges.
Apenas dudé.
—¿Por qué no vamos al Bombay? —propuse, como si alguien acabara de dictarme al oído una idea brillante—. Es un restaurante que acaban de abrir.
—Perfecto —dijo Claudia—. ¿Dónde está?
Sin vacilación recordé:
—En Santaló, pegando a Vía Augusta. —La verdad es que siempre me ha gustado estar a la última, pero no creo que fuera por eso por lo que añadí—: Me han dicho que es un sitio muy agradable. Y que se come muy bien.