Fui al departamento después del examen. Alicia no estaba en secretaría; había pegado un papel en la puerta: «He salido a desayunar», decía. «Vuelvo enseguida». De camino hacia mi despacho me crucé con José María Serer y con Helena Albanell —una ayudante de fonología, rubia, fina y frágil, a quien Llorens protegía y a quien Serer y Andreu Gómez por entonces cortejaban sin éxito—; los saludé brevemente. También me crucé con Llorens, pero a éste casi no pude saludarlo, porque en cuanto me reconoció mientras cerraba la puerta de su despacho, la cara se le descompuso y la calva pareció encendérsele, y poco después pasó junto a mí como un rayo, con la vista clavada en algún punto situado entre la pared y el techo del pasillo, contrayendo los labios en un gesto que (supongo) quería ser de desdeñosa indiferencia, y que a alguien menos apesadumbrado de lo que yo lo estaba en aquel momento hubiera podido darle risa: a mí sólo me dio pena.
Avivé el paso, y al llegar al despacho de Ignacio llamé a la puerta.
—Adelante —oí.
Me asomé: Ignacio estaba atendiendo a Abdel Benallou.
—¡Hombre, Tomás! —exclamó Ignacio, levantándose y viniendo hacia mí con los brazos abiertos y una alegría de muchacho iluminándole el rostro—. Ya empezaba a estar preocupado, chico. Te he estado llamando todo el fin de semana. ¿No has oído el recado que te dejé en el contestador?
—Sí, pensaba llamarte —mentí—. He estado enfermo.
—Espero que no haya sido nada grave.
—No —dije—. Sólo un poco de fiebre.
—Me alegro —dijo. Me empujó hacia el pasillo y entrecerró tras él la puerta, tapándome con su cuerpo la visión de Benallou, que seguía sentado frente a la mesa de su despacho, humilde y expectante; luego, apretándome con fuerza un hombro, bajó la voz para comentar en tono confidencial, moviendo ligeramente la cabeza y alzando las cejas—: La que armamos el otro día, chico. Si se llega a enterar alguien… De todos modos, lo que peor me sabe es haberme dejado allí la caja de las herramientas. Era un regalo de papá, ¿sabes? Si supieras la historia que le conté a Marta… No entiendo cómo pudo olvidárseme, debió de ser la excitación del momento… Por cierto, ¿no habrás vuelto a ver a la chica?
Negué con la cabeza.
—Bien hecho —dijo—. Después de cómo nos trató… Que le den morcilla. De todos modos, si por casualidad vuelves a verla hazme el favor de pedirle que me la devuelva. A mí, la verdad, me da vergüenza ir a buscarla a su casa…
—No te preocupes: se la pediré. —Le miré a los ojos y añadí—: Y gracias por lo que hiciste, Ignacio.
—Tonterías —dijo, dándome un golpe en el hombro y recobrando su tono de voz habitual, mientras abría de nuevo la puerta de su despacho—. ¿Para qué están los amigos si no es para echarse una mano de vez en cuando?
Dirigiéndose por igual a Benallou y a mí, Ignacio se lanzó a un elogio encendido de la amistad, que al poco rato, sin duda porque comprendió que estaba haciendo esperar a Benallou, interrumpió bruscamente para mirarme con unos ojos cargados de súbita responsabilidad y alegar:
—Bueno, chico, ahora tengo trabajo. Que estamos aquí batallando con la tesis de Abdel. ¿Nos vemos luego?
Intuí que se moría de ganas de comentar la aventura del jueves, así que dije:
—Si quieres…
—Quiero. Te invito a comer. Y a Abdel también. ¿Te apuntas a comer con nosotros, Abdel?
Benallou agradeció la invitación, pero dijo que ya había quedado para comer en Barcelona, en casa de unos parientes.
—Bueno, otro día será —se lamentó Ignacio. Luego, dirigiéndose de nuevo a mí, preguntó—: ¿Has visto por ahí a Marcelo?
—Se ha ido a Morella —dije—. Seguro que hasta que empiecen las clases no vuelve.
—Jo, el tío: qué vida se pega. En fin, es lo mismo, ¿verdad?: vamos a comer los dos. ¿Me pasas a buscar cuando acabes?
—Acabo dentro de diez minutos.
—Perfecto —dijo, y se volvió otra vez hacia Benallou; sonrió—: Nos sobra tiempo, ¿verdad?
Me llegué hasta mi despacho, entré, de la cartera saqué dos listas con las notas de los dos primeros exámenes, volviendo a salir al pasillo las expuse en el panel de corcho que había junto a la puerta; no había acabado de hacerlo cuando apareció Renau. Me saludó afectuosamente, y mientras conversábamos me pregunté si se habría enterado ya de mi nuevo estropicio; de la claridad de su mirada quise deducir que aún no se había enterado. En algún momento preguntó:
—¿Se sabe algo de las oposiciones?
—Saldrán pronto —dije—. En invierno. Ya han enviado el perfil de la plaza al rectorado.
Renau no me preguntó cuál era el perfil de la plaza, pero se ofreció de nuevo a figurar como miembro del tribunal; también me prometió su memoria de oposición.
—En confianza: no pierdas el tiempo haciendo otra —me aconsejó—. Fusila directamente la mía. Todas las memorias son iguales: copias de otras memorias; o copias de copias de copias. Nunca ha habido una que sea original.
Después de todo yo no debía de estar tan mal, o quizás es que la tristeza y la resignación le devuelven a uno la ironía; lo cierto es que en aquel momento me sorprendí a mí mismo diciendo:
—La de Menéndez Pidal.
—La de Menéndez Pidal —concedió Renau, con una sonrisa—. Bueno, me voy.
Al rato fui a buscar a Ignacio; le encontré en el despacho, metiendo un libro en la cartera. Benallou se había ido.
—Vámonos —dijo Ignacio, cerrando la cartera.
Desanduvimos el pasillo conversando sobre la tesis de Benallou, y al salir del departamento nos cruzamos con Alicia. Ignacio la saludó:
—Alicia, guapa, ¿cómo estás?
—Bien —contestó Alicia. Y me preguntó—: ¿Has ido a hablar con la decana?
—Esa mujer es una loca peligrosa —aseguró Ignacio—. ¿A ti también te ha pegado la bronca?
—No —dije yo—. Es otra cosa. Hablé con ella esta mañana. Te lo cuento otro rato, ¿eh, Alicia?
Alicia se encogió de hombros y se fue.
Mientras bajábamos las escaleras, Ignacio comentó:
—Qué maja es esa chica, ¿verdad?
No dije nada. Tras un silencio, en el tono de quien acaba de llegar a una conclusión inapelable, y que lo justifica todo, añadió:
—Además, para qué vamos a engañarnos: está para caerse de espaldas. Ya me contarás tú quién es el guapo que se le resiste. —Saliendo de golpe de su embeleso, con verdadero interés preguntó—: Oye, ¿y qué es eso de la decana?
—Nada —dije—. No tiene importancia.