27

Aún no habían dado las diez cuando al día siguiente me presenté en el despacho de la decana. Ignoro qué es lo que en aquel momento me pasaba por la cabeza, pero retrospectivamente me admira la terquedad con que, a pesar de hallarme en un estado de absoluto desamparo moral, comido por el remordimiento, la nostalgia y el desconcierto, con uñas y dientes me aferraba a mi puesto de trabajo en la universidad; aunque quién sabe, tal vez la realidad era menos halagadora que todo eso: tal vez, más que por entereza de carácter (porque con envidiable facilidad me hubiera sobrepuesto a la pérdida de Luisa y de Claudia y, lo que acaso era más dificil, a la recién descubierta conciencia de mi devastadora torpeza vital), obré por inercia, por una especie de instinto que sin palabras ni razonamientos me hubiera persuadido de que no debía dejarme vencer por una resignación que me estaba devorando en secreto, que en cierto modo, íntimamente, ya me había vencido.

—La decana está ocupada —dijo la secretaria, apartando de la pantalla del ordenador una sonrisa solícita. Era una muchacha de pelo corto y crespo, de labios descarnados y dentadura de yegua, de ojos chicos y grises, cuya agitación de animales enjaulados apenas atenuaban unas gafas de montura colorada—. Tiene una visita. Si quiere, puede esperarla. No creo que tarde.

La muchacha devolvió su atención al ordenador mientras yo me sentaba a esperar frente a ella, en una butaca cuyo respaldo se apoyaba en la pared de madera que divide el despacho de la decana y el de la secretaria, que viene a ser la antesala de aquél. Durante un rato, en un silencio apenas turbado por el teclear de la secretaria en el ordenador y por el murmullo cercano e indistinto que, proveniente del despacho de al lado, traspasaba la madera del tabique, hice un esfuerzo por fijar las palabras que durante el trayecto en tren hacia la universidad había decidido dirigirle a la decana. Un hecho dará la medida de mi desesperación de aquel momento, o de mi ingenuidad: por increíble que parezca, mi intención era presentarme en visita de cortesía, como si casualmente hubiera pasado por allí y hubiera decidido responder a la invitación que la decana me había hecho el jueves, cuando me llevó en coche hasta mi casa; firmemente creía que la estratagema (si es posible llamarla así) podría contribuir a sortear los escollos que surgirían al abordar la delicada cuestión del examen al que había olvidado acudir; incluso es posible que, ofuscado por la mezcla de abatimiento y obstinación que me dominaba, yo me sintiera dispuesto a todo con tal de enderezar el entuerto.

Todavía le estaba dando vueltas al asunto cuando el murmullo que llegaba del despacho de la decana se trocó en un gemido equívoco; enseguida se oyó un suspiro, y luego un golpe sordo, como de algo pesado que cae sobre una superficie mullida, una moqueta o un sofá. Pensé: «No puede ser». Como buscando una confirmación a mi incredulidad, miré a la secretaria, que había dejado de teclear y tenía las manos congeladas en un gesto de sorpresa. Y me miraba. A punto estuve entonces de dejar caer algún comentario que restase importancia al incidente, pero en ese momento sonó otro suspiro, largo y profundo, que casi podía confundirse con un grito. La secretaria, que no había apartado la vista de mí, estiró los labios en una sonrisa casi agresiva, que dejó al descubierto su dentadura equina; a continuación hizo algo increíble: emitiendo un suave silbido de serpiente a través de sus labios fruncidos, estiró y encogió varias veces un brazo, con el puño cerrado, en un gesto cuya transparente obscenidad convivió sin desmentirla con la inocencia cómplice y gris de sus ojos de oficinista. «No puede ser», volví a pensar. «Esto lo estoy soñando». Como impulsado por un resorte me levanté para irme; aún no lo había hecho cuando se abrió la puerta del despacho y apareció el historiador plácido, pomposo y enteco, de gafas redondas y pelo rubio, que había conocido una semana atrás, en el bar, en compañía de Marcelo y de la decana.

—Ah, Tomás, cómo anda eso —me saludó, haciendo una sonrisa elaborada y autosatisfecha, y estrechándome la mano—. No te habré hecho esperar, ¿verdad?

—No te preocupes —dije—. En realidad ya me iba.

Como descontando que yo estaba mintiendo, se excusó:

—Es que estábamos hablando de un asunto importante. —Miró de reojo a la secretaria, que había vuelto a volcar toda su atención sobre la pantalla del ordenador; con una voz algo más baja recitó—: El perfil de la plaza y la composición del tribunal. Entre nosotros: no quiero sorpresas; con las cosas de comer no se juega. Me imagino que vendrás a lo mismo, ¿no?

Encogiéndome de hombros, balbuceé:

—No, no, en realidad yo sólo venía…

—No te preocupes —me atajó, guiñándome un ojo—. Eso está hecho. Pero eso sí —añadió, torciendo blandamente la sonrisa y dejando que la voz se le tiñera de atávicos resabios de funcionario camastrón—, ándate al loro, ¿eh?

«¿Qué quieres decir?», me hubiera gustado preguntar. El otro se adelantó:

—Por cierto, ¿cómo está Luisa?

«¿Por cierto?», me pregunté en silencio.

—¿Luisa? —me pregunté en voz alta, para darme tiempo a procesar la pregunta y organizar la respuesta—. Bien, bien. Muy bien. —Era evidente que el laconismo de mi comentario no había satisfecho la curiosidad de mi interlocutor y, como creí distinguir un destello anómalo en sus ojos, me sentí obligado a inquirir—: ¿Por qué lo preguntas?

—No, por nada, por nada —dijo, pasándose una mano por su cara lampiña, como si quisiera borrar la expresión de suficiencia o de burla que tenía grabada en ella—. Bueno, me voy. Dale recuerdos a Luisa de mi parte y…, ah, ahí tienes a Marieta.

Me volví de golpe: la decana estaba parada en el umbral del despacho, sosteniendo con dos dedos un papel en el aire y mirándome con atónita fijeza desde el verde brillante de sus ojos, como si no acabara de creerse lo que estaba viendo; reparé en que tenía los labios cuidadosamente pintados de rojo y pensé que acababa de repasárselos con un pintalabios; la ira, la confusión o la vergüenza le habían oscurecido visiblemente el color rosado del semblante.

—¿Cómo estás, Marieta? —la saludé antes de que ella pudiera intervenir, dando un paso hacia delante y componiendo mi mejor sonrisa, esforzándome para que mi voz denotara despreocupación—. Pasaba por aquí y me dije…

—A qué has venido —me espetó sin mirarme, dejando el papel sobre la mesa de la secretaria.

Bastaba oír su voz para comprender que mi estratagema no iba a dar resultado. Me olvidé de ella y aflojé.

—Sólo quería hablar contigo un momento —dije, vagamente implorante.

La decana me taladró con una mirada endurecida por una mezcla de cólera y perplejidad. Con el tiempo he aprendido que, por raro que pueda parecer, hay personas que no saben enfurecerse. La ira de estas personas es más temible que la de las personas coléricas: éstas se enfurecen porque enfurecerse está en su naturaleza; aquéllas, porque en algún momento, por algún motivo, lo consideran su obligación. El colérico, porque sabe que lo es, tiende a controlar su cólera; lo contrario le ocurre al manso: porque también sabe que lo es, tiende a exagerarla. La furia del colérico se agota en sí misma: no tiene otra finalidad que procurar alivio a quien la padece; la del manso, en cambio, siempre persigue un fin ajeno a ella misma: eliminar la causa que la suscitó. Porque halla satisfacción en el acto mismo de enfurecerse, el colérico tiende a ser un personaje de carácter; porque su cólera sólo vive en función del pasado —de aquello que la suscitó— y del futuro —de lo que le permitirá o aconsejará apaciguarla—, el manso tiende a ser un personaje de destino.

La decana era un personaje de destino. Por eso dijo sin tratar siquiera de ocultar su irritación tras la veladura del sarcasmo:

—A ti qué te parece.

—Claro, claro, te entiendo —concedí—. Pero si me das un minuto puedo explicártelo todo.

Bajando la vista hacia el papel que había dejado sobre la mesa, aseguró:

—No tengo un minuto.

—Marieta, por favor, es sólo un momento —supliqué, señalando la puerta de su despacho—. Estoy pasando una mala racha, tengo problemas familiares y…

—Mira, Tomás —me cortó en seco, golpeando la mesa con la palma de la mano y con fuerza, y levantando de nuevo la vista: un brillo de llanto le humedecía los ojos, y toda la furia reprimida de su contrariedad parecía estar palpitándole en las aletas de la nariz. Más que hablar, gritó—: Todos pasamos de vez en cuando por una mala racha, todos tenemos problemas familiares. —En este punto se le quebró la voz, y al volver a hablar le salió un gallo—: Pero hay cosas intolerables, ¿entiendes? Intolerables. Es la segunda vez en tres meses que dejas colgados a los estudiantes. Muy bien. Te aseguro que, mientras dependa de mí, eso no va a volver a pasar.

—Pero Marieta…

—No hay pero que valga. Ya sé que me dirás que no eres el único que hace estas cosas. Es verdad: y qué; precisamente por eso. Por algún sitio hay que empezar a poner orden. Te ha tocado a ti, y no creas que no lo siento, pero la verdad es que te lo has ganado a pulso. Después nos extraña que los estudiantes monten huelgas; si yo fuera ellos montaría muchas más. Porque a la gente no le ha entrado en la cabeza que esto es un servicio público, ¿comprendes?, un servicio público, y no una finca privada adonde ir a pasar el rato. Aquí hay que venir a cumplir, nos pagan para eso. Así de claro. Y el que no esté de acuerdo, que haga las maletas. Claro que también podéis elegir otro decano; a mí me da lo mismo. ¿Está claro?

Como juzgué que era inútil discutir, asentí. No recuerdo qué es lo que siguió vociferando la decana (quizá porque ya no le prestaba atención), pero cuando comprendí que había acabado de desahogarse le pregunté con un hilo de voz:

—¿Qué vas a hacer?

—Lo sabrás en su momento —contestó—. Ahora prefiero no hablar de este asunto. Créeme: es lo mejor.

En el mismo tono de irritación le dijo algo a la secretaria en relación al papel que había dejado sobre la mesa. Luego, sin mirarme, sin una palabra de despedida, regresó a su despacho.

Ya había cogido el pomo de la puerta para irme cuando oí por tres veces, a mi espalda, un suave silbido de serpiente. Abrí la puerta y salí.