25

Denunciándome con un dedo, desde detrás del mostrador preguntó la enfermera del mazo de sábanas:

—Eh, oiga, ¿adónde va por ahí?

—Me voy.

—El señor está intentando tomarme el pelo —afirmó como si se dirigiera a otra persona, o como si yo no estuviera allí—. Le advertí que por esa puerta no se puede salir.

—Entonces por cuál.

—Continúa tomándome el pelo. —Señaló una puerta blanca, de dos batientes, con un enorme letrero rojo donde se indicaba la salida—. Está borracho o qué.

Mascullé una disculpa, bajé con precipitación las escaleras y, por la puerta principal del edificio, salí frente al bosquecillo de pinos; como si hubiera estado a punto de ahogarme, aspiré profundamente el aire del mediodía, que era limpio, soleado y brillante. Hacía calor. Mientras bajaba hacia la salida del hospital me esforcé por no pensar en nada, y en el jardín cuadrangular topé con mi suegra y con Vicente Mateos, que en ese momento iniciaban penosamente la ascensión. Venían vestidos como para una fiesta: mi suegra, en cuyo rostro contrastaban el rojo de los labios y el negro de las pestañas con la palidez mortal de la piel, apenas atenuada por el rosa artificial de los pómulos, lucía un vestido ligero, lila y negro, zapatos blancos y pamela azul; Mateos, por su parte, vestía los mismos pantalones color crema, la misma camisa recosida y el mismo blazer azul marino con botones dorados que había vestido una semana atrás, cuando lo conocí en el cumpleaños de mi suegra. Recuerdo que, quizá porque el cansancio de la subida y la violencia del sol les descomponían el semblante, o porque quise reconocer en ellos un espejo de mi propio estado de ánimo, no bien los vi se me ocurrió que mi suegra se había contaminado de la decadencia fisica de Mateos, sin que éste hubiera asimilado nada de la desaforada vitalidad otoñal de mi suegra, como si se hubiera verificado en una sola dirección, y de un modo fulminante, ese curioso proceso de ósmosis fisica y moral por el que al cabo de un tiempo de convivencia todas las parejas acaban indefectiblemente pareciéndose.

Cuando consiguió sosegar su respiración, en un tono de voz un punto más alto de lo normal (que yo atribuí a un gesto de deferencia destinado a no excluir a Mateos de la conversación), mi suegra preguntó:

—¿Cómo está Luisa?

—Supongo que mejor —contesté, imitando su tono de voz—. En realidad no la he visto.

—¿No la has visto?

—¿Se puede saber por qué habláis tan alto? —preguntó Mateos, sombreándose los ojos con una mano acartonada por la artrosis, para protegerlos del sol. El sudor le pegaba al cráneo el pelo, escaso y blanquecino—. Se va a enterar todo el hospital.

Odié un poco al viejo y, sintiéndome ligeramente estúpido, pero sobre todo muy infeliz, y anonadado, recuperé el tono de voz habitual para aclarar:

—No me ha dejado entrar.

—¿Luisa?

—Luisa.

Mi suegra miró a Mateos con el aire de quien no puede oponerse a una decisión que considera a todas luces injusta.

—¿Has oído?

Deduje que Mateos asentía, porque sus cejas de nieve se alzaron y descendieron dos veces, acompañadas en su movimiento por las gafas de gruesa montura rectangular.

—Tienes que entenderla —prosiguió mi suegra, mirándome a los ojos con una tristeza de anciana que yo nunca había visto en ellos—. La pobre lo ha pasado muy mal. ¿Te lo ha contado Montse? —Dije que sí—. Muy mal —repitió—. Ya sé que no es una excusa, al fin y al cabo tú no tienes ninguna culpa, pero qué quieres. Cuando le sale el carácter, le sale el carácter. En eso ha salido a su padre. Como Juan Luis. Pero yo que tú no me preocuparía: ya se le pasará.

—No se le pasará —murmuré.

—¿Cómo dices?

—Que no se le pasará.

—Claro que sí, Tomás —me animó, imprimiendo a su voz una vivacidad y una energía que sólo una semana atrás yo había creído genuinas y que ahora me parecieron postizas—. Todos los matrimonios tienen estas cosas. Si yo te contara las que pasé con mi difunto marido… —Por un momento tuve la certeza de que se iba a lanzar a relatarme algún lance desdichado de su vida de esposa modelo. No sin asombro la oí desmentir esta sospecha—: Nada, hombre, nada: dentro de tres días lo habrá olvidado todo. Y en cuanto a lo del niño, bueno, ha sido una lástima, pero eso sí que tiene fácil arreglo: tenéis otro y en paz. ¿Verdad, Vicente?

—Creo que me he perdido —reconoció Mateos, con una sonrisa estrábica—. ¿Qué decías?

—Nada, Vicente, nada. Y tú hazme caso, Tomás: no te preocupes. ¿Qué culpa vas a tener tú? Esto son cosas del destino. Ni más ni menos. Lo que ahora tienes que hacer es dejar que Luisa descanse, que se reponga del golpe, que tenga tiempo de pensar un poco. Dentro de un tiempo me llamas a casa y hablamos. Y ya verás qué pronto se arregla todo.

Mateos, que tal vez había seguido en parte el hilo del diálogo, debió de sentirse obligado a secundar a mi suegra, porque asiéndome del brazo con una presión que se quería fraternal dijo:

—No se preocupe, joven. Y levante ese ánimo. Le aseguro que nosotros no le culpamos.

No sé qué me humilló más: la insistencia de Mateos en rechazar mi responsabilidad en el accidente de Luisa o el hecho de que esos dos ancianos espectrales se creyeran obligados a compadecerme y a ofrecerme su ayuda. Anuncié:

—Bueno, tengo que irme.

—¿Has recibido ya las trescientas mil pesetas? —preguntó inopinadamente mi suegra.

—¿Qué trescientas mil pesetas?

—Las que me dejaste la semana pasada.

—Ah —recordé, admirado de que hubiera pasado poco más de una semana desde un hecho que mi memoria apenas acertaba a situar en el tiempo—. No lo sé. Pero no tiene importancia. Ya me las pagará cuando pueda.

—Claro que tiene importancia. Le dije al administrador que te las ingresara. Haz el favor de llamarme si no lo ha hecho aún. Este hombre ya está empezando a hartarme, un día de éstos le voy a cantar las cuarenta. Por cierto, ¿está Juan Luis arriba?

—No. Sólo está Montse. Bueno —añadí, como si en ese momento cayera en la cuenta—, también hay un colega de Luisa.

—¿Oriol? Un muchacho buenísimo; ayer se pasó el día entero con ella. —Volviéndose hacia Mateos, levantó la voz—: ¿Por qué no te vas con Tomás, Vicente? Juan Luis debe de estar al llegar. Es mejor que no te vea.

—Déjame acompañarte hasta la puerta —le pidió Mateos—. Luego me voy.

Nos despedimos. Acabé de bajar el jardín, y al llegar al hall me di la vuelta, como si hubiera olvidado decirles algo importante, o como si por un momento me hubiera asaltado la sospecha de que no volvería a verlos: tomados del brazo, erguidos y sudorosos en el calor del mediodía de septiembre, avanzando con paso inseguro, mi suegra y Mateos se perdían cuesta arriba como dos fantasmales invitados a una fiesta decadente, junto al esplendor gastado de los torreones y las cúpulas modernistas, bajo la sombra sin alivio de los castaños.