23

Al otro día desperté a las diez, y después de remolonear un rato en la cama con la excusa de la convalecencia, dudando si debía darme la vuelta o debía levantarme, bruscamente recordé la decisión de llamar a Luisa que había tomado la víspera. Con notable tranquilidad me levanté, me afeité, me di una ducha, me vestí. Luego fui a la cocina y comprobé que la nevera estaba vacía. Ya había decidido salir a comprar comida cuando sonó el teléfono.

—Menos mal —le oí gruñir a Marcelo—. Ya empezaba a estar preocupado. ¿Se puede saber dónde te has metido?

—He estado enfermo —contesté sin saludarlo—. La gripe. Me he pasado todo el fin de semana en la cama. Pero ya estoy bien.

—¿No has oído los recados que te he dejado en el contestador?

—Sí. Ignacio también ha grabado uno. —Mentí—: Pensaba llamaros esta misma mañana. Por cierto —añadí, algo avergonzado, recordando confusamente un viaje en coche hasta el Hospital del Valle Hebrón, la espera junto a Ignacio en una salita iluminada por fluorescentes blancos, la aparición de Marcelo con el hombro envuelto en un aparatoso vendaje—, ¿cómo estás?

—¿Cómo quieres que esté? Mal. Este trasto es un engorro. Y tú, ¿cómo estás?

—Bien.

—Me lo imagino —aseguró con un asomo de sarcasmo—. Después de esto a lo mejor aprendes a tener más cuidado con los fantasmas. Pero no te llamaba por eso. Acabo de hablar con Marieta.

—¿Dónde estás?

—En la facultad. Cuando llegué esta mañana Alicia me contó la que habías armado con el perfil. Brillante: hay que reconocer que esta semana te estás superando. En fin, ya hablaremos. El caso es que he hablado con Marieta y ha aceptado cambiar el perfil.

—¿De verdad? —pregunté, más asombrado por la noticia en sí que por el hecho de que yo hubiera olvidado por completo cuanto tenía que ver con las oposiciones.

—¿Te extraña? A mí también, la verdad. El caso es que esta tarde subirá al rectorado y lo cambiará. Eso me ha dicho.

—Es una buena noticia.

—No es la única. Ahora mismo me voy a Morella. ¿Quieres venirte conmigo?

Dudé un momento.

—Pues…, no lo sé, la verdad…

—Te sentaría bien. Así te olvidas de todo y vuelves relajado para empezar con ganas el curso.

Recordé a Luisa, y el propósito que había hecho de llamarla y de intentar reconciliarme cuanto antes con ella.

—Gracias, Marcelo. Me gustaría, pero es mejor que me quede aquí. Tengo muchas cosas que hacer.

—Como quieras. Pero procura no hacer ninguna tontería.

Aunque no me había trazado un plan para el día, lo que en mi caso constituía siempre una fuente de angustia, al salir a la calle me sentí bien, en parte porque la llamada de Marcelo me había infundido una dosis considerable de optimismo, en parte porque el sol, que brillaba luminosamente en un cielo purísimo, me levantó el ánimo después de tantos días de encierro, y en parte porque, sin acabar de formularla del todo (como si temiera que el hecho de definirla pudiera revelar su falsedad), me rondaba la conciencia de haber superado algo semejante a una prueba. En el supermercado me aprovisioné de pan, fruta, huevos, embutido, carne, verdura y mantequilla; en un quiosco compré un par de periódicos y, mientras regresaba a casa, noté una punzada de hambre. La expectativa de un suculento desayuno que como una celebración sellase el fin de la pesadilla me llenó de alegría. Recuerdo que al cruzar el paseo de San Juan a la altura de Industria aspiré a fondo el aire oxigenado del parque y, por vez primera en mucho tiempo, pensé que era maravilloso estar vivo.

Al llegar a casa puse música y alegremente me preparé un desayuno a base de zumo de naranja, huevos pasados por agua, embutido, tostadas y café y, mientras lo devoraba, leí los periódicos. Lo primero que hice, llevado por el instinto de la curiosidad, fue buscar en la sección de sucesos alguna información sobre la mujer desaparecida en Calella, cuya descripción y cuyas iniciales coincidían con las de Claudia. No la encontré. Hacía mucho tiempo que no pasaba tres días sin leer la prensa, y lo que me sorprendió no fue esa ausencia previsible, sino encontrar poco más o menos las mismas noticias, tal vez levemente modificadas o evolucionadas, que había encontrado en ella tres días atrás; recuerdo que pensé: «Pasan menos cosas de las que creemos que pasan». Acaso porque sin darme cuenta quería diferir el momento de telefonear a Luisa, o simplemente porque quería evitar que aflorara la sospecha que me había estado carcomiendo en secreto desde que me había levantado, prolongué un buen rato la lectura de los periódicos. Por fin, mientras recogía las cosas del desayuno, la sospecha afloró transformada en certidumbre. Me dije que era evidente que, por mucho que en mi afán por superar un mal momento yo hubiera querido pensar lo contrario, a Luisa no le faltaban motivos para negarse a aceptar una reconciliación; incluso era posible que, si ya había tomado una decisión de esa índole, mi llamada, lejos de contribuir a modificarla, la afianzara en ella, porque la oportunidad de devolverme la humillación que yo le había infligido sería demasiado tentadora para que Luisa pudiera resistirla. Comprendí entonces que telefonearla era un riesgo, pero, alentado por el optimismo que me habían inyectado la llamada de Marcelo, el paseo y el desayuno, decidí correrlo. Sin duda la decisión fue acertada, porque de no haberme resuelto a tomarla la incertidumbre no me hubiera dejado vivir. Por lo demás, y puesto que yo estaba seguro de que Luisa se había instalado en casa de su madre, los recados que ésta había dejado durante toda la semana en mi contestador, si no podían ser, como yo hubiera deseado, ensayos de aproximación a través de persona interpuesta, constituían al menos una excusa perfecta para tantear con discreción el terreno.

Aún no eran las doce cuando marqué el teléfono de mi suegra. Tardaron en contestar y, como era de hombre la voz que finalmente lo hizo (una voz que me trajo un recuerdo que se esfumó antes de aclararse), pensé que me había equivocado, así que, después de pedir disculpas, colgué. Para cerciorarme de que no me fallaba la memoria, busqué el número en la agenda que había junto al teléfono; no me fallaba. Creí que me había equivocado al marcar el número; con cuidado, volví a marcarlo. Casi enseguida contestó la misma voz.

—Perdone —repetí—. Acabo de llamar hace un momento. ¿No es éste el 2684781?

—¿Podría hablar más alto, por favor? —El hombre, a quien con una especie de nostalgia reconocí de inmediato, alzó trabajosamente la voz para añadir—: No le oigo bien.

A gritos me identifiqué.

—Ah, por fin llama —exclamó, con un vago tonillo de reproche que juzgué bastante inapropiado viniendo de alguien a quien apenas conocía—. Luisa lleva toda la semana intentando localizarle.

«Qué Luisa», pensé, sin poder reprimir un atisbo de esperanza, y, como si me sintiera obligado a dar explicaciones, inventé un viaje inesperado. Luego añadí, para preservar la ambigüedad:

—¿Puedo hablar con ella?

—Está arreglándose —dijo Mateos—. ¿Sabe usted lo que ha pasado?

—¿Qué ha pasado?

—¿Cómo dice?

Grité:

—¿Que qué ha pasado?

—Algo terrible —proclamó, dramático—. Yo a usted no lo culpo, la verdad; ni tampoco Luisa: otra en su lugar no sé lo que haría. En cuanto a Juan Luis, bueno, eso ya es otra cosa; para qué le voy a contar: ya sabe usted cómo es. De todos modos, no se preocupe: Luisa está bien.

Aturdido, reconocí:

—No entiendo.

—Es mejor que se lo cuente Luisa —dijo Mateos—. Aquí está. Hasta pronto, joven.

—¿Tomás? —inquirió tras un instante mi suegra—. Soy Luisa.

Yo había creído intuir borrosamente las razones de la alarma de Mateos, pero lo cierto es que la perspectiva de verme envuelto de nuevo en una trifulca familiar no me incomodaba; más bien al contrario: porque era una forma de reintegrarme a la normalidad, devolviéndome al ámbito de las preocupaciones de Luisa y de mis propias preocupaciones cuando vivía con Luisa, en cierto modo me reconfortaba, sobre todo porque el hecho de que se recabara mi intervención para solucionar el conflicto me permitiría aproximarme a Luisa con la protección de una excusa. Casi con gratitud pensé entonces que las ataduras que unen a un matrimonio son demasiado numerosas y fuertes como para que una simple aventura pueda cortarlas. En tono tranquilizador pregunté:

—¿Cómo está usted?

—Yo bien, hijo —suspiró con voz afligida—. Pero no sabes lo que ha pasado.

—Me lo ha dicho Vicente.

—¿Te lo ha dicho?

—Me ha dicho que ha pasado algo —aclaré—. No me ha dicho el qué.

—Yo quise ponerte al corriente enseguida. Te llamé varias veces a casa, pero no te encontré.

Volví a dar explicaciones y, tal vez vagamente inquieto (por un momento me asaltó la sospecha de que mi suegra no se atrevía a contarme lo ocurrido, lo que me pareció raro), la interpelé:

—¿Qué ha pasado?

Mi suegra se lanzó a una explicación precipitada y ansiosa, que al principio no entendí; luego, de una forma confusa, entendí la palabra accidente y la palabra hospital; también entendí que estaba hablando de Luisa. Con un hilo de voz pregunté:

—¿Dónde está ingresada?

—En el Hospital de San Pablo —contestó—. Montse ha pasado la noche con ella. Ahora voy yo a relevarla.

Antes de colgar anuncié:

—Voy para allá.