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No salí de casa durante tres días. Al principio ni siquiera me levantaba de la cama, porque la gripe, que había estado incubando durante más de una semana, finalmente afloró con virulencia: sentía constantes escalofríos y sudaba de forma copiosa, y la fiebre, muy alta y aliada a la memoria, que es siempre parcial, interesada y tramposa, difuminaba las fronteras entre el sueño y la vigilia y me sumía en una permanente alucinación de duermevela. Sin embargo, y a pesar del maltrecho estado de mi cuerpo, mi mente, quizás espoleada por la lucidez frenética y confusa que otorga la enfermedad, no conoció un instante de sosiego. Al menos desde que dejé atrás la adolescencia (si es que en verdad la he dejado atrás, cosa que a estas alturas de mi relato no faltará quien lo ponga en duda), quizá por influjo de determinadas lecturas yo había abrigado siempre la convicción de que es imposible querer a alguien que no lo quiere a uno; en el curso de aquellos días de soledad y desvarío no tardé en comprender que no lo es. Contra mi voluntad, constantemente pensaba en Claudia. Me sentía infinitamente infeliz, desamparado, tristísimo; creo que sobre todo me sentía humillado, no tanto por el poco lucido papel que había desempeñado en el demencial episodio de vodevil al que había arrastrado a Marcelo e Ignacio, como por el hecho simple pero brutal de que Claudia no hubiera vacilado en demostrarme, de una forma igualmente brutal, que no me quería. Era inútil tratar de consolarme con la certeza de que Claudia estaba viva, porque esta circunstancia, que poco antes hubiera bastado para satisfacer todos mis anhelos (como dicen que les ocurre a algunos enamorados, cuya vida sienten que está justificada por el mero hecho de que el objeto de su amor exista), ahora no hacía sino recordarme la estupidez de haberla creído muerta y acentuar la ingratitud del contraste entre las muchas horas de agonía que yo había padecido por ello y las muchas horas de felicidad que, a raíz de nuestro fugaz encuentro, Claudia debía de haber pasado con su marido tras reconciliarse con él. Por desgracia, ni la amargura ni la vergüenza me ahorraban el dolor de recordar minuciosamente, con una angustia indecible, la noche pasada en compañía de Claudia; más dolorosa aún era la certidumbre de que no volvería a repetirse. Lo dice Pavese y Marcelo lo repite y es verdad: la literatura es una defensa contra las ofensas de la vida; tal vez para defenderme, para distraer la desdicha, intenté leer, pero casi enseguida di por azar con unos versos que, sin duda porque pensé que habían sido escritos para mí, para retratar mi estado, todavía hoy puedo repetir de memoria:

La hermosura, inconsciente

De su propia celada, cobró la presa

Y sigue. Así, por cada instante

De goce, el precio está pagado:

Este infierno de angustia y de deseo.

Descubrí entonces que, cuando alguien se siente desgraciado, indefectiblemente siente también que todas las cosas aluden a su desgracia. Este descubrimiento acabó de hundirme, porque imaginé que me encerraba en una pesadilla circular y hermética, de la que no iba a saber despertar: no podía dejar de pensar en Claudia, y cuando gracias a un ímprobo esfuerzo de la voluntad conseguía por un momento olvidarla, al cabo de un instante me sorprendía pensando de nuevo en ella. Es posible que la depresión y la fiebre influyeran, pero lo cierto es que llegué a pensar seriamente que nunca conseguiría sobreponerme a la pérdida de Claudia.

Me sobrepuse, por supuesto. Y quizá con más rapidez de lo que el devaluado prestigio de mis afectos me aconsejaría reconocer. El domingo empecé a sentirme mejor; la fiebre, que durante dos días me había subido por encima de los treinta y nueve grados, ahora se atenuó hasta casi desaparecer. Por la mañana, confundido por la grata sensación del despertar, me animé a ducharme, me afeité y me vestí, decidido a ingresar de nuevo en el mecanismo tranquilizador de la costumbre, que nos depara la ilusión de un orden; no lo conseguí: tenía el cuerpo estragado por los efectos de la fiebre, y estaba muy débil, lo que ejercía sobre la realidad un efecto extrañador. Me sentía como el viajero que retorna a la patria, después de muchos años de ausencia, para encontrarlo todo cambiado y ajeno; o como si acabara de despertar de un sueño larguísimo. Lo cierto es que debí de tardar bastante en admitir que había vencido a la fiebre, porque cuando al mediodía del domingo advertí con alborozo que había recuperado el apetito y me decidí a abandonar las sopas de sobre y las latas de atún con las que me había alimentado sin ganas y telefonear a Las Rías para que me enviasen algo de comer, la aparición del individuo cetrino y con la cara picada de viruela que días atrás me había sonreído despectivo desde la barra del restaurante, convertido ahora en repartidor de comida a domicilio, sin duda me dejó la impresión de que seguía delirando. Poco a poco, y de una forma casi inadvertida, pasé de la desesperación a la perplejidad. La felicidad no exige razones: uno nunca se pregunta por qué es feliz; simplemente lo es, y basta. Con la desgracia ocurre lo contrario: siempre buscamos razones que la justifiquen, como si la felicidad fuera nuestro destino natural, lo que nos es debido, y la desgracia una desviación perversa cuyas causas nos esforzamos en vano en desentrañar. Quizá por esta razón empecé a imaginar que yo nunca había creído de veras que Claudia pudiera quererme, o más bien que siempre (desde que generosamente se me entregó como un obsequio inesperado y deslumbrante) me había parecido algo increíble pero real, un hecho favorable que no obedecía a ningún mérito mío, sino que era obra del azar; y quizá por ello, también, empezó a abrirse paso en mi mente la idea de que sólo cabía interpretar el entero y desdichado episodio como un ajuste de cuentas con mi pasado, con mi adolescencia, y, en esa medida, como algo positivo, la ceremonia de expiación de una culpa oscura, remota y difusa, aunque cierta, el bálsamo que había de cicatrizar una herida que durante muchos años se había mantenido secretamente fresca. La idea obró como un lenitivo. Fue todo uno concebirla y volver a pensar en Luisa.

Dice Marcelo que el pasado y el futuro no existen, que el pasado es sólo memoria y el futuro apenas conjetura. Quizá sea cierto, pero quizá también lo sea que ni siquiera el presente tiene entidad propia, objetiva, no sólo porque es inasible, apenas una lámina infinitamente efímera que, como ocurre con la felicidad, basta nombrar para que desaparezca (basta que uno nombre el presente para que éste automáticamente se convierta en pasado, del mismo modo que nadie puede decir que es feliz sin dejar automáticamente de serlo, pues la primera condición de la felicidad es la ausencia de conciencia de la felicidad); también porque el presente sólo existe en la medida en que alguien lo percibe; es decir: en la medida en que alguien lo inventa. Por eso vivir consiste en inventarse a cada paso la vida, en contársela a uno mismo. Por eso la realidad no es otra cosa que el relato que alguien está contando, y si el narrador desaparece, la realidad también desaparecerá con él. De ese narrador pende el mundo. La realidad existe porque alguien la cuenta. Inventamos constantemente el presente; más aún el pasado. Recordar es inventar: lo dije al principio y lo he repetido, pero la verdad es que, quizá porque sólo somos capaces de saber lo que pensamos cuando las palabras lo fijan, no lo he comprendido con claridad sino a medida que escribía estas páginas, a medida que completo esta crónica que, como el mundo, sólo es real porque yo la cuento; también es verdad que de algún modo, íntimamente, todos sabemos que sólo se escarba en el pasado con la secreta intención de cambiarlo. Por eso —y tal vez también porque a menudo tendemos a confundir el amor con el desamparo—, tan pronto como volví a pensar en Luisa recordé con nostalgia los años que habíamos pasado juntos y, por increíble que parezca, me dije que en el fondo nunca había dejado de quererla.

La extrañé. De golpe la aventura con Claudia me pareció una anécdota remota y trivial y casi ridícula, digna apenas de ser recordada con una sonrisa benévola, y me asombró el hecho de haber sido capaz de poner en peligro por ella una relación antigua y sólida, que estaba a punto de fructificar en un hijo. Quizá porque, por miedo, por ofuscación o por debilidad, no había podido o no había querido pensar seriamente en ella, la idea de que un hijo mío estaba creciendo en el vientre de Luisa por vez primera me conmovió; también me persuadió de que debía tratar de regresar con ella. No tardé en convencerme de que era posible. Recordé la pelea que habíamos tenido, y tuve la extraña impresión de que no había ocurrido apenas el domingo anterior, sino hacía muchísimo tiempo, y me pareció que quienes la habían protagonizado no éramos Luisa y yo, sino dos desconocidos que durante una tarde infernal habían usurpado nuestra voz y nuestro rostro y nuestro cuerpo. Recordé que durante la pelea yo no había dejado de quitarle importancia a mi encuentro con Claudia y una y otra vez le había pedido a Luisa que no se fuera, y me dije que su destemplada reacción no había sido obviamente el fruto de una decisión meditada, sino el latigazo instintivo de su amor propio herido y de su orgullo de vástago de familia iracunda. Por eso —y porque una parte de mí todavía estaba segura de conocerla— pude imaginar que Luisa ya se habría arrepentido de ello y que, con esa obstinada fidelidad a la propia historia personal que rige el comportamiento de muchas mujeres, estaría dispuesta, como lo había estado Claudia con su marido, a olvidar y a perdonar, a aceptarme de nuevo a su lado. Estaba convencido de que, a no ser que cinco años de convivencia hubieran pasado en balde, Luisa no podía haber dejado de quererme en una semana y de que, una vez enfriado el calor del disgusto, buscaría cauces discretos que le permitieran restablecer la comunicación conmigo para tratar de recomponer nuestra relación sin manchar su dignidad de mujer ofendida y sin desperdiciar las ventajas que esa posición de privilegio le otorgaba sobre mí, a quien no ahorraría ni la conciencia del ultraje que le había infligido ni la de hallarme en deuda con ella —una deuda que, por lo demás, en aquel momento me sentía dispuesto a reconocer y a pagar gustosamente—. Incluso era posible que Luisa ya hubiera dado los primeros pasos hacia la reconciliación: ¿qué otra cosa podían significar los numerosos recados que a lo largo de la semana había dejado su madre en el contestador sino ensayos de aproximación a través de persona interpuesta? Fuera o no acertada esta hipótesis (y confieso que en más de una ocasión pensé que lo era), lo cierto es que el domingo por la noche tomé la decisión de hacer las paces con Luisa cuanto antes, y recuerdo que ya estaba conciliando el sueño cuando pensé: «La telefonearé por la mañana».