Marcelo bajó del coche y echó a andar calle abajo con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, como paseando sin prisa. Al llegar al portal del edificio desapareció.
—Me pregunto cuándo demonios descansa ese portero —comenté pasados unos segundos, viendo que Marcelo no salía—. Ahora tendrá que distraerlo.
Ignacio no dijo nada; abrió la caja de herramientas, la registró, sacó una linterna y, mostrándomela, aventuró:
—A lo mejor nos viene bien.
Bajo la luz blancuzca de las farolas, la calle continuaba desierta; al fondo, de vez en cuando, un coche cruzaba fugazmente por Ballester. Esperamos en silencio. Yo notaba toda la sangre latiéndome en las sienes; la frente me ardía de fiebre. Miré el reloj: eran las diez y cuarto. Poco después preguntó Ignacio:
—¿Vamos?
—Vamos —contesté.
Ignacio cargó con la caja de herramientas y salimos. Cuando llegamos al edificio, el hall estaba iluminado y la portería desierta; no se veía ni rastro de Marcelo, ni del portero. Con rapidez, pero sin precipitación y sin que le temblasen las manos, Ignacio estudió la cerradura de la puerta, interrogó el manojo de llaves, seleccionó una.
—Esto está chupado —murmuró.
Sigilosamente abrió, entramos y nos escabullimos hacia la penumbra de la escalera mientras oíamos fragmentos indescifrables de una conversación lejana. Al pasar junto al ascensor Ignacio hizo el gesto de llamarlo; por fortuna le contuve a tiempo: le pedí por señas que guardara silencio y le indiqué la escalera; empezamos a subir. A media ascensión se nos unió Marcelo, colorado y resollante; Ignacio y él se dijeron algo, en voz muy baja; luego me instaron a que siguiera subiendo; obedecí. Estábamos a punto de llegar al ático cuando se fue la luz. Marcelo blasfemó en un susurro.
—Tranquilo —le oí decir a Ignacio.
Encendió la linterna, se puso al frente de la expedición, seguimos subiendo. Finalmente llegamos al ático.
Lo que sucedió a continuación fue muy confuso y falsearía la realidad si no reconociera que guardo una memoria borrosa de ello, así que no puedo estar seguro de que lo que ahora voy a contar sea lo que de verdad sucedió; sólo puedo decir que es lo que recuerdo (o mejor: lo que imagino) que sucedió. Aunque después de todo quizás esta advertencia sea superflua, porque nada de lo que he contado y contaré aquí es lo que de verdad sucedió, sino sólo lo que recuerdo o imagino que sucedió, porque recordar es inventar y porque la imaginación a menudo recuerda mejor que la memoria, y porque al fin y al cabo esto no es otra cosa que una historia inventada pero verdadera, escrita para conseguir olvidar para siempre lo que realmente pasó.
Y lo que en aquel momento pasó (o lo que recuerdo o imagino que pasó) fue que, alumbrado por Marcelo, que sostenía tras él la linterna, Ignacio seleccionó una llave, la introdujo en la cerradura y murmuró:
—Vamos a ver qué tal se me da.
A la primera no acertó con la llave; probó con otra. Cuando se cercioró de que había introducido la llave correcta, empezó a forcejear, agachado delante de la puerta, con la mano libre apoyada en el picaporte y la oreja pegada a la cerradura, como si auscultara los arañazos de la llave al escarbar. Por fin, con un chasquido que, en el silencio nocturno de la escalera, me pareció casi estrepitoso, la puerta se entreabrió de golpe.
—Ya está —oí.
Fue entonces cuando me llevé la primera de las sorpresas que me reservaba la noche. De un violento tirón, alguien abrió la puerta desde dentro, lo que hizo que Ignacio perdiera el equilibrio y cayera del lado del umbral, mientras el individuo que al parecer había estado acechándonos detrás de la puerta descargaba un mazazo ciego que se estrelló contra el cuerpo de Marcelo. Éste dio un grito de dolor y, con las manos agarradas al cuello, se derrumbó sobre mí. Caí de espaldas, y, cuando recobré la conciencia de lo que pasaba a mi alrededor, me vi sentado en el suelo, con la cabeza dolorida y en medio de una escena de delirio: Marcelo estaba junto a mí, gimiente y derribado contra la barandilla de la escalera, mientras Ignacio, a horcajadas sobre el estómago del agresor, en el suelo del vestíbulo del piso de Claudia, intentaba sujetarle los brazos profiriendo a voz en grito confusas amenazas. Despreocupándome del estado de Marcelo, menos guiado por la razón que por el instinto, me lancé a ayudar a Ignacio, quizá porque advertí que el tipo estaba a punto de zafarse de su presa. Entre los dos conseguimos por fin sujetarlo, pero el tipo sólo abandonó su agónico forcejeo de culebra cuando Ignacio le amenazó con el bate de béisbol con que el otro había tumbado a Marcelo. Rojo de ira, blandiendo el bate con feroz energía justiciera, Ignacio le advirtió:
—Como muevas un pelo te parto la cabeza, cabrón.
Era evidente que hablaba en serio.
—Tranquilo, Ignacio —atiné a decir.
—Pero qué tranquilo ni qué diantre —replicó—. ¿Tú has visto cómo ha dejado a Marcelo? Marcelo, ¿cómo estás, chico?
Oí a mi espalda un gruñido que sin duda quería ser tranquilizador, pero no me dio tiempo de volverme hacia Marcelo, porque inopinadamente el tipo al que estaba sujetando gimió:
—Pero ¿se puede saber quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí?
Por vez primera me fijé entonces en el hombre que habíamos apresado. Fue así como me llevé la segunda sorpresa de la noche. Desde el principio yo había notado algo anómalo en aquel hombre, y ahora, en un instante de vertiginosa incredulidad, comprendí. Por un momento me pareció estar en uno de esos sueños en los que una persona desconocida adopta el rostro o los rasgos físicos de alguien que nos es familiar, y, por alguna inexplicable asociación de imágenes, la memoria me devolvió de golpe un sueño que había tenido hacía mucho tiempo. Yo estaba en el patio de butacas de un teatro, esperando que se levantara el telón, y cuando el telón se levantaba yo ya no era un espectador ni estaba en el patio de butacas, sino que era un actor en el escenario, enfrentado a una oscuridad numerosa y amenazante. Fue todo uno recordar el sueño y sentir que ahora yo también estaba actuando y que el vestíbulo del piso de Claudia y el descansillo donde Marcelo estaba todavía tumbado eran el escenario de una representación en la que no sólo yo, sino también Ignacio y Marcelo y el tipo que habíamos apresado eran actores de una obra cuyo argumento desconocíamos y cuyo director nos había abandonado a los azares de la improvisación. Entonces, en medio de la angustia, sentí con la fuerza de un presentimiento que de un momento a otro el telón caería y acabaría la función, y que cada uno de nosotros desvelaría de golpe la identidad verdadera que se escondía tras su máscara de actor. También pensé otra cosa: que iba a despertar. No cayó el telón; no desperté. Y tuve que aceptar que el hombre que Ignacio y yo estábamos sujetando era el tipo del bigote a quien días atrás, en el restaurante Casablanca, en Sant Cugat, mientras conversaba con Marcelo, yo había visto cortejando a una chica rubia y de inquietantes pestañas espectaculares, y a quien en un primer momento había confundido con un actor o presentador de televisión. «No puede ser», pensé. Pero era. Aturdido, le oí decir a Ignacio:
—Aquí las preguntas las hacemos nosotros, joven. —A mi espalda alguien acababa de dar la luz de la escalera; aunque seguía oyéndole quejarse y maldecir entre dientes, pensé que había sido Marcelo—. A ver, ¿qué hace usted aquí?
—¿Cómo que qué hago aquí? ¡Ésta es mi casa, coño!
—¿Su casa? —inquirí, definitivamente convencido de que algo raro estaba pasando.
—¿Su casa? —repitió Ignacio, volviéndose hacia mí—. Oye, Tomás, ¿estás seguro de que éste es el piso?
—Creo que sí.
—¿Pero de qué piso están hablando? —preguntó el hombre, más asustado que furioso—. ¿Adónde demonios se creían que iban?
—Mire, joven —explicó Ignacio con alguna amabilidad, como si ya estuviera preparándose el terreno para una retirada digna, aunque sin dejar de blandir la amenaza del bate—. Yo no sé quién es usted, ni qué es lo que hace aquí, pero hágame el favor de estarse quieto y callado si no quiere que le trate como ha tratado usted a mi amigo.
—Entonces explíqueme qué es lo que hacen ustedes aquí.
Ignacio empezó a explicárselo, pero a medida que lo hacía sentí que se desmoronaba por momentos su fe en la historia que estaba contando. Iba a intervenir en su relato cuando le interrumpió el hombre.
—¿Qué cadáver? —preguntó.
—El cadáver de… —titubeó Ignacio—, de la amiga de este joven.
—Pero se han vuelto locos o qué. ¿Se puede saber quiénes son ustedes? —gritó el hombre con el timbre inconfundible de la verdad, haciendo un último y desesperado esfuerzo por zafarse—. Les aseguro que no sé nada de ningún cadáver, Yo no he visto a este señor en mi vida, y no tengo ni idea de quién es su amiga. Pero les digo una cosa: antes de que ustedes entraran llamé a la policía. Debe de estar a punto de llegar.
Inmediatamente le solté: no porque le creyera, sino porque en la ofuscación del momento imaginé, con horror, que nos habíamos equivocado de piso.
—¡No le sueltes, Tomás! —me previno Ignacio, recobrando de golpe la inesperada determinación de guerra con la que había reducido a su presa, como si acabara de comprender que ya no le quedaba otra alternativa que llegar hasta el final de la aventura que había aceptado emprender y hubiera decidido echar el resto en ella sin importarle los motivos que la habían suscitado y las consecuencias que podía acarrear, poseído por la deliciosa excitación de quien se entrega a un juego que no está convencido de que acabe siendo del todo inocuo—. ¡No me fío un pelo de él!
Creo que fue sólo entonces cuando, de un modo confuso pero inapelable, cobré plena conciencia de la situación: acababa de forzar la puerta de una casa desconocida, cuyo dueño —también un desconocido— yacía debajo de mí después de haber dejado fuera de combate, en un acto de legítima defensa, a uno de mis compinches en el asalto, mientras el otro le amenazaba con un bate de béisbol que parecía ansioso de descargar sobre él. Quizá por eso, porque de golpe comprendí que no iba a resultar fácil salir con bien del aprieto en que nos habíamos metido, cuando oí a mi espalda el chasquido sordo del ascensor llegando al ático y pensé: «La policía», no sentí miedo, sino sólo una mezcla de desconsuelo y de alivio.