19

Marcelo aparcó junto al quiosco de la plaza Joaquim Folguera. Bajando del coche anunció Ignacio:

—Vuelvo enseguida.

Veinte minutos y diez cigarrillos después le vimos cruzar Balmes de regreso.

—No puede ser —murmuró Marcelo.

Ignacio vestía un pullover azul muy holgado, vaqueros, zapatillas de deporte blancas y cazadora azul; una gorra negra, con visera y un anuncio de neumáticos en letras blancas, le cubría la cabeza; con una mano sostenía una caja de herramientas.

—Era lo único que nos faltaba —suspiró Marcelo—. Que viniera disfrazado de caco.

—Perdonad el retraso, chicos —se disculpó alegremente Ignacio, instalándose en el asiento de atrás.

Ingresamos en el flujo de coches que circulaba por Balmes. Poco después nos detuvimos ante un semáforo en rojo, en Balmes y paseo de San Gervasio. Buscando los ojos de Ignacio en el espejo retrovisor, Marcelo comentó:

—Has tenido la precaución de cambiarte, ¿eh?

—Es la ropa que me pongo cuando tengo que hacer alguna chapucilla. Aquí o en Centelles. Ya sé que es un poco llamativa, pero la verdad es que…

—¿Llamativa? —repitió Marcelo—. Qué va, hombre: de lo más discreta.

—¿Tú crees? —preguntó Ignacio, entre halagado y suspicaz—. Pues, la verdad, no sé yo si…

—¡Claro, hombre, claro! —insistió Marcelo—. Podías haber traído algo parecido para nosotros: así íbamos los tres de uniforme y nos pillaban antes.

—Vete al cuerno, Marcelo. Encima que acepto venir… Además, la culpa no es mía. Lo único que se me ocurrió contarle a Marta es que iba a echarte una mano a tu casa: fue ella la que me obligó a ponerme esto. —Una sonrisa traviesa, casi infantil, le iluminó entonces los ojos: me puso una mano cómplice en la clavícula y, como si estuviera revelando un secreto, agregó—: O quién sabe, chico: a lo mejor es que no me ha creído y quiere evitar que me vaya de juerga. —Se rió—. Puede ser, ¿verdad?

Admirado de la presencia de ánimo de Ignacio, o de que tan rápidamente hubiera arrinconado sus temores e indecisiones, sonreí, asintiendo, mientras Marcelo murmuraba:

—En Vía Layetana. Me veo otra vez en Vía Layetana.

—Me tenéis mareado —se quejó Ignacio—. ¿No habíamos quedado en que estaba junto a República Argentina?

El semáforo pasó del rojo al verde. Marcelo volvió a suspirar, metió la primera, arrancó. Doblamos a la derecha por paseo de San Gervasio, seguimos por Craywinkel y enfilamos República Argentina. Al rato, después de cruzar un par de calles desiertas y bien iluminadas, Marcelo detuvo el coche en una esquina, junto a la entrada espectral del parque; los faros del coche arrancaron de la oscuridad un letrero: PARC DE SANT GERVASI; desde allí se divisaba el edificio de Claudia.

—Ahí está —dije, señalándolo.

Marcelo aparcó encima de la acera, junto a un contenedor de basura, y se volvió hacia nosotros.

—Bueno —dijo—. El plan es el siguiente. Voy a acercarme yo solo hasta allí: si el portero no está en la portería, vuelvo enseguida y entramos los tres; si está, necesitaré cinco minutos para distraerle.

—¿Cómo piensas hacerlo? —pregunté.

—Tú de eso no te preocupes —respondió—. Cuando pasen cinco minutos, entráis. Yo me reuniré con vosotros en cuanto pueda.

Alargando una mano por entre los dos asientos delanteros, Ignacio exigió.

—Las llaves.

«¿Qué llaves?», estuve a punto de preguntar. Le entregué el manojo de Claudia, donde había cinco. Ignacio las examinó con una mirada experta, casi golosa, a la luz insuficiente que llegaba del exterior y, mientras lo hacía, Marcelo pareció querer investirse de la gravedad de un capitán a punto de enviar a sus hombres a una misión suicida para inquirir:

—¿Alguna pregunta?

Menos por prudencia que por miedo, o porque de golpe comprendí dónde iba a meter a Marcelo y a Ignacio, pregunté:

—¿Qué hacemos si nos pillan?

—No van a pillarnos.

—Ni se te ocurra —dijo Ignacio—. Marta me mata. Además —añadió, excitado por la proximidad del peligro—, qué demonios. Papá decía que un caballero tiene que estar siempre dispuesto a perderlo todo en cualquier momento, por cualquier causa. No te digo nada si la causa es justa.

Ignacio sonrió como si acabara de contar algo gracioso. Creo que sentí deseos de abrazarlo. Marcelo, en cambio, lo miró como desde lejos, con una mezcla de desconfianza, temor e incredulidad; una lucecita sarcástica se encendió finalmente en sus ojos, le estiró los labios.

—Hablando de padres —dijo—. ¿Alguien recuerda qué es lo que le dice el suyo a D’Artagnan al despedirse? —El mismo se apresuró a responder su pregunta—: «Quiconque tremble une seconde laisse peut-étre l’appât que, pendant cette seconde justement, la fortune lui tendait»; y luego: «Ne craignez pas les occasions et cherchez les aventures». —Tras una pausa, golpeó con fuerza el pomo de la palanca del cambio y nos arengó—: Así que… ¡Todos para uno…!

Ignacio se abalanzó sobre la mano de Marcelo.

—¡Y uno para todos! —gritó.

Se habla mucho de la soledad, pero la verdad es que los amigos hacen mucha compañía. Lentamente, con una sonrisa de gratitud, sumé mi mano a las suyas.