Durante el trayecto en coche continuamos conversando. Aunque animada al principio por un nerviosismo de mujer desacostumbrada a la compañía masculina, la decana parecía feliz: hablaba gesticulando mucho, con urgencia, tocándose de vez en cuando los alfileres que le sostenían el moño, en un tono de franqueza que al principio me extrañó, y que al final casi acabó halagándome; sonreía; constantemente se volvía hacia mí. Por mi parte, me limité a seguir los meandros de su discurso, lo que en algún momento me permitió olvidar el estropicio ya inevitable de las oposiciones y la inminente llamada de Marcelo desde Madrid; en cuanto al plan que habría urdido Marcelo, puesto que pensaba acatarlo sin discusión ni siquiera me había parado un momento a imaginarlo.
La decana habló al principio de Marcelo: me contó cómo le había conocido, elogió sus libros y sus clases, de un modo amistoso y risueño ridiculizó su forma anticuada de entender la universidad. Esto le dio pie para volver a hablar de la universidad, permitiéndole recuperar el aplomo protector de su cargo. Habló del nuevo plan de estudios: amargamente se quejó del que había elaborado mi departamento; también, del desastre que estaba provocando en el momento de las matrículas.
—Por lo menos en lo de tus oposiciones han acertado —dijo, con una mezcla de firmeza y alivio—. La verdad es que yo no las tenía todas conmigo. Ya lo sé: más de uno dirá que con este perfil se va a presentar mucha más gente. Es verdad. Y qué. Para empezar están las necesidades de la facultad; nadie parece reparar en eso, todo el mundo va a la suya. Pero, además, si el candidato de la casa es bueno, la competencia no tiene por qué ser perjudicial; más bien puede ser un estímulo, ¿no te parece?
—Claro —mentí, cediendo de nuevo al hábito servil y ya inútil de darle la razón—. Por qué no.
—Eso es lo que me parece a mí. Y no es que yo quiera ponerles dificultades a los candidatos de la casa, y desde luego tampoco soy de los que siguen creyendo en la falacia de la objetividad. Tú enseñas literatura, habrás leído a Bergamín. «Yo, como soy sujeto, soy subjetivo», dice. «Si fuera objeto, sería objetivo». —Se rió de una forma ruidosa, sin ganas, como si quisiera atenuar con la risa el escándalo aparente de la frase que acababa de citar—. Es gracioso, ¿no? Pero es que además es verdad. Yo no creo que nadie pueda ser objetivo. Y menos que nadie, el tribunal de unas oposiciones. En todo caso, por responsabilidad y por sentido común, está claro que es la propia universidad la que debe escoger a la persona que le interesa. Aunque, claro, el candidato debe reunir unas condiciones mínimas.
Detalló esas condiciones; instintivamente las cotejé con las que yo reunía: el balance confirmó mis peores sospechas. A continuación la decana habló de la autonomía universitaria, y mientras lo hacía me asaltó una evidencia: comprendí que la decana hablaba menos para exponerme sus ideas acerca de la universidad que para evitar a toda costa la desazón del silencio; o porque mientras hablaba de la universidad creía estar hablando de otra cosa. Como si me hubiera leído el pensamiento y quisiera ratificarlo, la decana se interrumpió.
—Perdona —dijo, con un cabeceo de pesadumbre, y sonrió hacia el parabrisas con una doble hilera de dientes perfectos—. Te estoy aburriendo. La verdad es que este cargo acaba siendo tan absorbente… A veces me da la impresión de que me estoy convirtiendo en una burócrata.
Hubo un silencio, durante el cual la decana pareció cavilar. Estábamos entrando en Barcelona. El sol blanco del mediodía reverberaba sobre la autopista, poniendo charcos de agua ilusoria en el ardor del asfalto; una bruma gris de suciedad y falso otoño prematuro flotaba a lo lejos. Porque el silencio duraba ya demasiado, o porque intuí que prolongarlo equivalía a confirmar tácitamente las palabras de la decana, me sentí obligado a decir algo. Abrí una ventanilla y dije:
—Bueno, supongo que alguien tiene que hacerlo, ¿no?
—¿El qué?
—Tu trabajo. Alguien tiene que hacer de decano.
—¿Verdad que sí? —preguntó y aprobó al mismo tiempo, con énfasis, como si mi observación desbloqueara la solución del problema que interiormente había estado debatiendo. En tono de queja explicó—: Lo más fácil es que cada uno se dedique a lo suyo. Pero el bien general es superior al bien particular. Eso lo dijo Aristóteles, me parece, y sigue siendo verdad, aunque ya nadie se acuerde de ello. Y alguien tiene que dedicarse al bien general, ¿no? Es una cuestión de responsabilidad.
Durante un rato la decana continuó hablando. Yo debí de distraerme, porque a la altura del Hospital de San Pablo oí una pregunta que me desconcertó:
—¿Qué te parece?
Para no delatar mi distracción, fingí dudar.
—Pues, la verdad, no sé —dije.
—Podemos ir a cualquier restaurante de por aquí —precisó—. Por mí no hay prisa: tengo toda la tarde libre. Y así celebramos lo de tu oposicion.
Con alguna incredulidad, entendí. Supongo que tendría que haber aceptado la invitación: para no contrariar a la decana, desde luego, y también porque quién sabe si, animado por la cordialidad locuaz de una mesa compartida, no me hubiese resuelto a sincerarme con ella y a rogarle que cambiase el perfil de la plaza. Sin embargo, no la acepté. En parte porque la propuesta me desconcertó por completo, y en parte porque, después de oír a la decana, ya había descartado la posibilidad de que se aviniera a pedirle al rectorado el cambio de perfil; pero sobre todo porque sabía que yo debía estar en casa cuando Marcelo llamase.
—No sé qué decirte —titubeé, mientras buscaba la forma menos hiriente de rechazar la invitación—. La verdad es que hoy no me va muy bien.
—¿Por qué no? —preguntó, con una mezcla lamentable de excitación y sofoco, como si acabara de comprender que se había expuesto demasiado pero juzgara menos arriesgado seguir adelante que dar marcha atrás—. De todas maneras tienes que comer, ¿verdad?
—Sí, pero… Es que acabo de recordar que tengo un compromiso.
La excusa no era falsa, pero debió de parecerlo, porque al instante la decana se encerró hoscamente en un silencio humillado. Mientras le indicaba el chaflán donde debía dejarme, intenté suavizar la aspereza de la negativa.
—De todos modos, podemos quedar para comer cualquier otro día, ¿no?
—De acuerdo —convino perentoriamente, como quien se agarra a un clavo ardiendo, al tiempo que paraba el coche y me fijaba con un brillo de angustia en sus ojos verdísimos—. ¿Cuándo?
—No sé. —Me encogí de hombros, acosado por una brusca necesidad de salir cuanto antes del coche—. Cualquier día.
Algo increíble ocurrió entonces. Noté que una mano como una zarpa me aferraba el muslo, mientras, sonriendo sin alegría, la decana me acercaba exageradamente un rostro desencajado y ansioso.
—Llámame a mi despacho. O mejor ven a verme. Cuando quieras. Vendrás a verme, ¿verdad?
Debí de prometer algo, balbuceé una excusa y salí precipitadamente del coche. «Qué raro», pensé, subiendo las escaleras de mi casa, jadeante y con el corazón latiéndome en la boca. «Quién me iba a decir que un día a las mujeres les daría por perseguirme».
En el contestador automático había un recado; no era de Marcelo, sino de la madre de Luisa. «Otra vez», pensé, con extrañeza y fastidio. Mi suegra deseaba hablar conmigo, me pedía que la llamase; no la llamé. Llevé mis cosas al despacho, las ordené un poco y, aunque no me sentía bien y el cansancio y la fiebre me habían quitado el apetito, suponiendo con razón que el día podía ser muy largo decidí que me haría bien comer.
Bajé a Las Rías. Como eran más de las dos y media, el restaurante estaba abarrotado. Recuerdo que pensé en el servicio de comidas a domicilio que Las Rías había estrenado esa misma semana y me arrepentí de no haberlo utilizado, y ya estaba a punto de volverme para salir a buscar otro restaurante cuando el patrón apareció entre las mesas y me indicó con la mano un rincón del fondo, donde había una desocupada. Recogí un periódico de la barra y me senté. Urgente, sudoroso y de buen humor, el patrón anotó el pedido y me lo sirvió enseguida, no sin permitirse un comentario de cumplido sobre alguna noticia del día. Luego me dejó a solas y, mientras comía sin hambre, leyendo con encarnizamiento el periódico para sustraerme a la algarabía del local, más de una vez levanté la vista y busqué con alguna aprensión entre la clientela al individuo cetrino que el día anterior bebía su vermut en la barra; con inexplicable alivio advertí que no estaba. Fue entonces cuando leí la noticia: venía en la sección de sucesos, y anunciaba que la policía buscaba desde hacía unos días a una mujer morena y de mediana edad, que había desaparecido de su residencia veraniega en Calella; casi sin asombro leí las iniciales de la mujer: C. P. Recorté la noticia y me la guardé.
De regreso en mi casa me tumbé a dormir la siesta, pero después de una hora de dar vueltas sin sosiego en la cama, tenso y hostigado por la ansiedad y por el temor infundado de no oír el teléfono, incapaz de abolir la realidad, me levanté sin haber pegado ojo. Fui a la cocina, preparé café, me bebí un par de tazas, mastiqué un par de aspirinas, impacientemente me dispuse a esperar la llamada de Marcelo.
No recuerdo en qué me entretuve durante toda la tarde, pero sí que cuando el teléfono sonó ya eran casi las siete.
—¿Tomás? —oí defectuosamente, pero reconociendo la voz con gratitud—. Soy yo, Marcelo.
—Creí que ya no ibas a llamar —admití—. ¿Dónde estás?
—En Barajas todavía. Te llamo desde una cabina. Ahora no tengo tiempo de hablar: dentro de cinco minutos sale mi avión; a las ocho estaré en Barcelona.
—Iré a buscarte al aeropuerto.
—No. Espérame en el Oxford.
—¿Dónde?
—En el Oxford. Yo iré en coche hasta allí.
—¿Y para qué quieres ir al Oxford?
—Ya te lo contaré luego —dijo en un tono aplomado, con el que sin duda quería infundir confianza—. Tú estáte allí a las ocho, que yo llegaré en cuanto pueda.
—De acuerdo —accedí, y en aquel instante me cruzó por la cabeza el enredo sin solución de las oposiciones y, aunque sabía que ya era demasiado tarde para organizar una componenda, dije—: Por cierto, Marcelo, hay otro problema.
—¿Otro? ¿Qué ha pasado?
—Se trata de las oposiciones. Ha habido un error y…
—¡Déjate ahora de oposiciones y piensa en lo que tienes que pensar! —gritó Marcelo—. Que esto va en serio, coño.
—Tienes razón, Marcelo, perdóname —dije, avergonzado; y para demostrarle que había aceptado el reproche, pregunté—: ¿Quieres que lleve alguna cosa al Oxford?
—Sobre todo no te olvides de las llaves de la chica.
Iba a contarle que la policía ya estaba buscando a Claudia cuando a través del auricular oí confusamente una voz resonante, impersonal y remota, que anunciaba un vuelo.
—Maldita sea: voy a perder el avión —se lamentó Marcelo—. A las ocho en el Oxford, ¿de acuerdo?
Sin esperar respuesta colgó.