11

Yo no tenía las señas de Claudia; tampoco las recordaba. Lo único que recordaba era una calle breve y empinada, paralela a República Argentina, justo debajo del Putxet, con un bosque, un solar o un parque al fondo, y en algún lugar un edificio de ladrillos rojos, con una portería y un gran hall encristalados. Pese a ello, yo confiaba en que mi memoria, espoleada por la necesidad, de inmediato acertaría a orientarme. Me equivoqué.

Un taxi me dejó en la plaza Lesseps. Precipitadamente eché a andar República Argentina arriba, mirando a un lado y a otro, sin reconocer nada, quizá sin ver nada. Cuando acordé, había agotado República Argentina, y estaba junto a la estación de metro de Vallcarca, en un paseo con bancos y césped: a la izquierda y arriba se extendía la montaña del Putxet; a la derecha y abajo, el barrio de Vallcarca. Atardecía; gruesas nubes grises tapaban el cielo. Procurando fijarme en detalles circunstanciales que pudieran orientarme, en los nombres de las bocacalles que daban a República Argentina, desanduve camino. Pasé junto a dos callejones mínimos; luego crucé Agramunt, Travesía, Escipión. Justo en el cruce siguiente creí reconocer la panadería donde la semana anterior había comprado el desayuno; en la esquina un letrero anunciaba: Carrer de Ballester. Como el nombre de la calle me sonaba (o como creí que me sonaba), eché a andar por ella en dirección a Mitre. Llegué al cruce entre Ballester y Ferran Puig; miré arriba, hacia la montaña: un borroso macizo verde cerraba la calle. Sin convicción pensé: «El parque». Recorrí varias veces Ferran Puig, y no tardé en admitir que no era la calle de Claudia. Siguiendo el macizo verde, que me pareció una referencia segura, llegué a una verja de hierro, enorme, pintada de verde, que se abría sobre la entrada de un parque populoso de helechos, cipreses, palmeras y rocas enormes y semienterradas en el césped; aunque aún no era de noche, los globos de luz de las farolas, sucios de insectos muertos, difundían una luz dudosa, que apenas alcanzaba a envolver en un halo mortecino el tobogán, el semicírculo de hierro y la doble hilera de columpios que emergían del suelo.

Esta vez sí estuve seguro. Sofocado y con frío, con la camisa empapada de sudor pegada a la espalda, bajé corriendo la primera manzana; en la segunda reconocí el edificio; también, con una especie de gratitud, al portero, que, detrás de la ventana corredera de cristal, tenía la barbilla apoyada en una mano, mientras con la otra parecía estar rellenando un crucigrama. No pude evitarlo: porque a veces la mente actúa también de forma refleja, en vez de pensar en algo útil recordé a Jerry Lewis.

El portero me miró con una mezcla de desconfianza y aburrimiento, se levantó, salió de su garita, abrió la puerta del hall y, escrutando con sus ojos saltones al tipo jadeante y despeinado que tenía ante él, con su conocida falta de cortesía inquirió:

—Adónde va.

Sólo entonces me di cuenta de mi error. Comprendí que la impaciencia por dar con la casa de Claudia me había ofuscado; comprendí que hubiera debido esperar a que el portero se retirara de su garita e intentar entonces entrar inadvertidamente, pues sin duda en el manojo de llaves de Claudia debía de haber una copia de la que abría la puerta del edificio; o podría haber inventado una buena excusa que justificara mi presencia allí. Cualquier cosa menos ofrecerme como una víctima propiciatoria, sudorosa e inerme de la sevicia inquisitiva de aquel individuo fisgón. Todo esto debí de pensarlo o sentirlo en un instante; en cuanto a la pregunta del portero, opté por lo más fácil, y lo más fácil era decir la verdad.

—No la veo desde el fin de semana —me informó el portero, una vez le hube confesado que iba a ver a Claudia. La noticia no me sorprendió: apenas ratificó una sospecha que rápidamente se me había trocado en certeza—. Es raro: ayer empezaba a trabajar y todavía no ha dado señales de vida.

Con una celeridad y un aplomo que me llenaron de asombro, improvisé:

—No sé, a mí me ha llamado esta mañana para pedirme que venga a regarle las plantas de la terraza.

—Eso también es raro, porque antes de marcharse de vacaciones me encargó a mí que lo hiciera. —Dos inmensos globos oculares me enfocaron, y por un momento me sentí desnudo—. ¿Desde dónde dice que le ha llamado?

—Desde Calella. Está pasando allí unos días de vacaciones con sus padres. —En ese momento se me ocurrió una idea. «Gracias, Dios mío», pensé, en un maravilloso instante de alivio. «No está muerta»—. Supongo que habrá venido a trabajar a Barcelona y se habrá vuelto con sus padres, para alargar las vacaciones.

—Ni hablar —contestó tajante el portero—. Antes tendría que haber pasado a recoger sus cosas por aquí. La habría visto. Además —añadió, acabando de convertir en añicos la esperanza que yo había abrigado por un momento—, sus padres sólo habían alquilado la casa de Calella durante el mes de agosto. Y ya estamos a dos de septiembre.

—Pues no sé —sonreí, devuelto de golpe al abatimiento y la confusión—. Quizá…, quizá me ha llamado desde otro sitio. La habré entendido mal. El caso es que le he prometido que hoy mismo regaría sus plantas. Y aquí me tiene… —El portero se acarició la nariz con un dedo desconfiado y, juntando con esfuerzo los labios, tapó los dos dientes frontales, que un momento después, cuando los labios se retiraron como una doble cortina de carne, volvieron a quedar a la vista. Como no acababa de decidirse a franquearme el paso, lo aparté con una mano y dije—: Con permiso. La verdad es que tengo un poco de prisa.

Ya había echado a andar por el hall cuando oí a mi espalda:

—¿Quiere que suba con usted?

Me volví de golpe.

—No, no, muchas gracias, no se moleste —respondí, precipitadamente—. Puedo arreglármelas solo.

—¿Y cómo piensa entrar en la casa?

Saqué las llaves de Claudia y se las mostré.

—Me ha dejado una copia —dije, y añadí, absurdamente—: Por si pasaba algo, supongo.

Entré en el ascensor, apreté el botón del ático y subí acompañado por un leve bordoneo mecánico y por una imagen deplorable: un tipo de pelo caótico y pegajoso, de piel sudada, de aspecto desvalido, casi implorante; la fiebre brillaba en sus ojos, le agrandaba las pupilas, parecía afilarle los pómulos, la nariz, la barbilla. Los espejos no mienten: la imagen que reflejaba éste era la mía. Uno nunca sabe cómo va a reaccionar en momentos de tensión; en aquella oportunidad a mí sólo se me ocurrió arreglarme un poco (el pelo, la americana, la camisa, los pantalones), como si creyera que alguien iba a estar esperándome arriba.

No me esperaba nadie, por supuesto. Lo que me esperaba era un breve descansillo con una única puerta de madera, blanca, sólida, con una única cerradura, y una escalera que bajaba hacia el piso inferior y otra, más corta, que, después de recalar en un descansillo aún más breve (cuyas paredes rompían varios pequeños rectángulos de cristal translúcido), subía hasta la azotea; también me esperaba un silencio perfecto, que me sobrecogió. No era la primera vez que estaba frente a aquella puerta, pero me pareció que la veía por vez primera. La angustia me cerraba la garganta. Me propuse dominar los nervios, actuar con calma. Mi primer movimiento desmintió este propósito: menos porque esperara una respuesta que por librarme de la opresión del silencio, apreté el timbre; el sonido —lúgubre, hueco, brutalmente estridente— me sobresaltó: porque tuve la impresión de que resonaba por todo el edificio, me pareció una forma inútil, si no peligrosa, de llamar la atención del vecindario. En todo caso, nadie respondió, como había previsto. Cuando el eco del timbre se hubo apagado, sobrevino un silencio ya no opresivo, sino inquietante. La imaginación se me disparó: vi el cuerpo de Claudia, como un garabato de trapo, en el suelo del salón, tendido en las baldosas de la cocina, hundido hasta la frente en un agua de color sangre, en la bañera. Aunque sabía que al otro lado de la puerta me esperaba una imagen no muy distinta de esa imagen de pesadilla, haciendo un esfuerzo conseguí ahuyentarla, intenté calmarme, inspiré y espiré varias veces, me insté a proceder con método. Primero examiné con cuidado la cerradura. Hice lo mismo, después, con el copioso manojo de llaves de Claudia; seleccioné tres; con manos temblonas las probé: sólo una de ellas encajaba en la cerradura. Entonces me dispuse a intentar el milagro que mis torpes manos se habían ofrecido sin éxito a obrar apenas una semana atrás, en compañía de Claudia. No necesité más de quince minutos de sudor y forcejeos, durante los cuales hube varias veces de volver a encender la luz de la escalera, que se apagaba automáticamente, para convencerme de que con esa llave nunca conseguiría abrir una puerta que a Claudia, pese a su destreza y a su familiaridad con la cerradura defectuosa, tanto trabajo le había costado abrir. Sin embargo, no permití que me venciera el desaliento. Quizá porque con el esfuerzo me había crecido, a la desesperada determiné indagar otra vía de acceso al ático de Claudia. No ignoro que, en este contexto, la expresión «a la desesperada» corre el riesgo de que a más de uno le parezca inconveniente, por cómica o por exagerada; no lo es: ¿a quién que no esté desesperado puede ocurrírsele la idea de entrar en un ático por un lugar distinto de la puerta que ha sido incapaz de abrir con la llave adecuada? Sé que la pregunta es retórica; también, que la expresión define con exactitud mi estado de ánimo en aquel trance.

Subí el tramo de escalera que me separaba del primer descansillo y al llegar a él se apagó la luz. Bajé otra vez al descansillo del ático, la encendí, volví a subir. No recuerdo cómo llegué a la conclusión de que detrás de los rectángulos de cristal translúcido alineados en la pared se abría la terraza donde Claudia y yo habíamos estado conversando y bebiendo la noche del jueves. Por un momento consideré seriamente la posibilidad de romper como fuera uno de los cristales y colarme en la terraza; por fortuna, la alarma que el ruido despertaría en el vecindario y el tamaño de los rectángulos de cristal, que en modo alguno admitirían un cuerpo como el mío, me disuadieron de ese propósito insensato. «La azotea», pensé inmediatamente. Lo admito: debí de imaginarme colgado por las manos de una cornisa, balanceándome enérgicamente en el vacío y dejándome caer con agilidad, con las piernas flexionadas y la mirada alerta de hombre habituado al peligro, en la terraza de Claudia… Es posible que alguna vez pensemos como adultos, pero la verdad es que casi siempre imaginamos como niños. Lo cierto es que subí el último tramo de escalera, empujé una puerta de color crema, que apenas estaba encajada en el marco, y salí a la azotea: vasta, cuadrangular, ceñida por un pretil de piedra arenisca, de piso colorado, cuya suave pendiente confluía, como un embudo, en un desagüe que le horadaba el centro.

Fuera ya era de noche; el cielo estaba vacío de estrellas y sobre la azotea caía silenciosamente una lluvia fina y negra, helada. Quizá porque la lluvia y la noche alteran nuestra percepción de las cosas, de pronto tuve la impresión de que estaba en otra ciudad; la idea, aunque absurda, me inquietó y cuando no sin alguna aprensión me asomé al pretil por la zona bajo la que, según calculé, se hallaba la terraza de Claudia y enfrenté el vacío de nueve pisos que me separaba del suelo, lo que vi no contribuyó a tranquilizarme. Un rato antes la calle de Claudia me había parecido un lugar apacible, casi doméstico; ahora, desde la altura de la azotea, me pareció un malvado hervidero de animales minúsculos, o una maqueta viva, perversa, vagamente amenazadora: las cúpulas móviles y negras de los paraguas eran como caparazones de escarabajos con un aguijón metálico clavado en el centro; los coches, disciplinados y relucientes igual que hermosas máquinas de guerra, poseían bajo la lluvia una serenidad de leopardo en reposo; los árboles eran como diminutas flores monstruosas, copudas y goteantes, y un contenedor de basura semejaba una inmensa oruga de aluminio, con la panza llena y la boca todavía anhelante; y las farolas, que tejían en torno a ellas una telaraña luminosa, blancuzca e impalpable, parecían luciérnagas irguiendo con altivez el tronco y humillando la cabeza. Recuerdo que, como si formulara una idea que antes sólo había borrosamente entrevisto, pensé: «Para viajar, para visitar otra ciudad, a veces no hace falta salir de la propia». También pensé: «Me encuentro mal. Tengo visiones. Tengo fiebre». Otra inquietud me distrajo de ésta: me imaginé colgado en el vacío, precariamente aferrado con las manos al resbaladizo pretil; la idea me aflojó las piernas. Bruscamente consciente de la lluvia, que me estaba empapando, regresé a la escalera. De nuevo la hallé a oscuras. Di la luz y, porque comprendí que estaba actuando con precipitación, me senté en un peldaño y traté de poner en orden mis ideas. «Una cosa es segura», pensé, cuando me hube serenado un poco. «Claudia está muerta. Ahí, al otro lado del umbral, en la cocina, en el salón, en la bañera; en cualquier otro sitio. Muerta». Era la primera vez que formulaba con claridad esta idea. Aún más que el hecho de que Claudia estuviera muerta, me desconcertó comprender que no volvería a verla nunca. Creo que por un instante estuve a punto de echarme a llorar. Haciendo un esfuerzo, recapacité; me dije que no podía escoger peor momento para dar rienda suelta a las emociones, que debía dominarlas. «Hay que pensar con claridad, atenerse a los hechos. Y el hecho es que Claudia no existe», pensé otra vez, como si a base de repetirla fuera a habituarme a esta idea, o a atenuar su realidad espantosa. «Está muerta». Era evidente que el marido se había apresurado a cumplir su amenaza; recordaba su nombre: Pedro; no su apellido: ¿Bugeda, Uceda, Utrera? También recordaba las palabras de Claudia: «Está desquiciado… Ha llegado a darme miedo. Yo le conozco bien, cómo no voy a conocerle, y enseguida me digo que no tengo por qué asustarme, al fin y al cabo siempre ha sido un fanfarrón y un bocazas, pero no sé, a veces tengo la impresión de que se ha convertido en otra persona, de que es capaz de cualquier cosa». No le conocía bien: no era un fanfarrón ni un bocazas. Y era capaz de cualquier cosa. Pensé: «El muy hijo de puta. ¿Lo habrá hecho él, con sus propias manos? ¿O le habrá pagado a alguien por hacerlo? Qué importa: está muerta y ya está. Ni siquiera importa cuándo ocurrió. Quizás el mismo viernes, inmediatamente después de despedirme de ella, cuando yo llegaba a casa y me duchaba y me cambiaba de ropa y descubría que me había quedado con las llaves de Claudia, pero también podía haber ocurrido después, en cualquier momento, en cualquiera de las casi veinticuatro horas que pasaron desde que llegué a mi casa hasta que me reuní con Luisa en la tarde del sábado, en el aeropuerto, y también mientras esperaba a Luisa en el bar o mientras acompañábamos a Torres a su casa, o incluso al día siguiente, durante la comida de cumpleaños de mi suegra, o cuando el altercado con Luisa…». De golpe caí en la cuenta: recordé que el viernes, después de descubrir que me había quedado con las llaves de Claudia y antes de decidir que era preferible no telefonearla, para que tuviera tiempo de digerir nuestro encuentro, yo había marcado su número de teléfono y, al contestarme una voz de hombre, furiosa y perentoria, había colgado sin contestar, convencido de haberme equivocado. «No me había equivocado», pensé con angustia. «El tipo que había contestado el teléfono era él, el marido. Por eso el sábado por la noche, cuando volví a llamar después de que Luisa se acostara, me pareció reconocer la voz del contestador automático. Era su voz sonando en el piso vacío. Para entonces Claudia ya estaba muerta. En la cocina, en el salón, en la bañera; en cualquier otro sitio. Muerta. El muy hijo de puta. Fue el viernes, entonces. Inmediatamente después de despedirme de ella. Quizás el hijo de puta esperó a que saliéramos y ella volviera sola. O quizá no y quizás es sólo cosa del azar que yo esté aquí fuera, mojado y febril, pensando, y no ahí dentro, en la cocina, en el salón, en la bañera, en cualquier otro sitio, junto a ella, como ella. El azar. Buena palabra: ahorra muchas explicaciones. También fue cosa del azar que Luisa estuviera en Amsterdam, que yo acabase el esquema del artículo aquella tarde y que se me ocurriera precisamente ir a ver La mujer del cuadro, encontrarme a Claudia y enamorarme otra vez de ella y que me llevara a su casa y que justamente al día siguiente, mientras yo todavía estaba allí, el hijo de puta llamase… A la mierda con el azar. Por la mañana Claudia había hablado con él y, quizá para alejarlo definitivamente, o para vengarse de él, le había contado lo nuestro. Los celos habrán acabado de desquiciarlo». Me pareció que esta hipótesis era verosímil; también, que era insoportable, porque me atribuía parte de la responsabilidad de la muerte de Claudia, y añadía a la atrocidad del hecho en sí la atrocidad de la culpa. Sin proponérmelo pensé: «Como una pesadilla». La idea debió de confortarme; como si quisiera prolongarla, conjeturé: «Esto es un sueño. Estoy durmiendo. Ahora despertaré». No desperté. Comprendí de golpe, en cambio, que lo importante no era que yo me creyera responsable de la muerte de Claudia, sino que alguien pudiera creerlo. Apenas registré mi memoria, la evidencia me venció: con alguna incredulidad, con angustia, sobre todo con miedo, acepté que todos los indicios apuntaban a mí. Lo de menos era que hubieran podido vernos tomando cerveza en la terraza del Golf o, poco después, cenando en el restaurante de Aragón y Pau Claris; ni siquiera me preocupaba el taxista que nos llevó hasta la casa de Claudia: dificilmente podría reconocerme. Pero el mensaje que yo había grabado en el contestador automático de Claudia no tardaría en poner a la policía sobre aviso; otros indicios se encargarían de adensar la sombra de sospecha que esa pista arrojaba sobre mí. El cine y la literatura nos han acostumbrado a creer en las huellas dactilares como infalibles instrumentos para identificar delincuentes, pero hasta aquel día nunca pasaron de ser para mí un pobre recurso narrativo; el pánico me hizo cambiar de opinión: juzgué que mis huellas, insidiosamente diseminadas por toda la casa, constituían un inequívoco indicio acusatorio, que no podrían contrapesar las del verdadero asesino, pues éste habría tenido buen cuidado de no dejarlas, o de borrarlas. «Además», pensé, «está el portero. Averiguarán que Claudia murió el viernes y él declarará que ese día me vio entrar y salir varias veces del edificio, que estuve con Claudia, declarará que hoy he vuelto y le he mentido, que le he dicho que he hablado por teléfono con ella cuando ya no podía hablarse con ella, porque ya estaba muerta». Inesperadamente concluí: «Declarará que yo la maté». Para mí la situación era una pesadilla; comprendí que para los demás sería apenas un rompecabezas donde todas las piezas encajaban. Intenté reflexionar con calma, pero la desesperación me lo impidió. En el momento de mayor ofuscación se fue otra vez la luz. Me levanté para darla de nuevo cuando, más que pensar, sentí que no debía hacerlo, pues corría el riesgo de llamar la atención del portero, o de los vecinos, sobre mi presencia en la escalera; también sentí que me faltaba el aire, y que me haría bien salir a la calle. Extremando el sigilo y las precauciones, empecé a bajar a tientas la escalera; a cada paso temía toparme con alguien, que una puerta se abriera de golpe, que se encendiera la luz; de los pisos llegaban apagados ruidos domésticos: los falsos disparos de una serie de televisión, el tintineo de unos cubiertos, retazos incongruentes de una conversación cercana. Cuando llegué a la planta baja, me asomé con cautela al hall: en la garita del portero no había nadie. Con el corazón latiéndome en la garganta crucé el hall, abrí la puerta y precipitadamente salí.

En la calle seguía lloviendo. Como si no me importara mojarme, o como si la lluvia pudiera aclarar las ideas o borrar el miedo, eché a andar sin una dirección precisa. Caminé durante algún tiempo; procurando concentrarme en mis pasos, no pensaba en nada, no reparaba en nada. Sin duda imaginaba que, mientras más me alejara de la casa de Claudia, más seguro estaría, porque al cabo de un rato de andar sin rumbo me sorprendí en el cruce de Muntaner y Mitre, frente a una gasolinera como una isla de luces estridentes —rojas, verdes, blancas, anaranjadas, azules— en la noche negra y lluviosa. Me detuve. Sentí frío y fiebre y, mientras me subía la solapa mojada de la americana, al otro lado de la calle divisé un taxi libre, parado frente a un semáforo en rojo; crucé la calle y subí al taxi.