9

Al día siguiente, cuando desperté, eran más de las once. No bien me senté en la cama advertí que las horas de sueño no habían paliado los estragos del desvelo; tampoco los síntomas del resfriado: a la turbiedad de la cabeza y el dolor en los músculos se sumaba ahora una fiebre tal vez ligera, pero evidente; la garganta me dolía al tragar. Como si quisiera arrancarme todo el sueño y el cansancio acumulados, con una mano enérgica me froté la frente, los ojos, el nacimiento de la nariz; luego me levanté y, mientras me afeitaba y duchaba, maldije en silencio el insomnio y, sobre todo, el tabaco y los paseos nocturnos, en pijama, por la casa, que aquél había propiciado. También me propuse, para no alimentar la inquietud, no pensar más en Claudia y diferir hasta la noche cualquier tentativa de ponerme en contacto con ella.

Cumplí el segundo propósito; no así el primero. Mientras en un desayuno frugal agotaba las existencias de la cocina (un par de naranjas que exprimí en un zumo; un poco de café, un par de galletas reblandecidas; un par de aspirinas), conseguí apaciguar la ansiedad; porque las aspirinas hicieron un efecto inmediato, o porque el instinto es sabio y evita siempre añadir al malestar físico un malestar moral, pensando en Claudia reflexioné: «Sólo hemos pasado cuatro días sin vernos. Además, estará trabajando. Debería darme vergüenza estar preocupado. Ya llamará». El recado único que había grabado en el contestador de Claudia también contribuyó a tranquilizarme, pues constituía una garantía de que, apenas llegara a su casa, mi amiga sabría que la estaba buscando.

Dispuesto a prepararme para una tranquila tarde de trabajo, salí a comprar. Hacía una mañana calurosa, pesada y gris; el sol se filtraba con dificultad a través de las nubes. Caminando con lentitud, escrupulosamente consciente de cada uno de los miembros de mi cuerpo, algo agobiado, tal vez, por el bochorno y la fiebre, fui a un supermercado cercano; me aprovisioné de comida y, cargado de bolsas, regresé a casa. Acababa de introducir la llave en la cerradura cuando oí el teléfono. Abrí la puerta, dejé las bolsas en el vestíbulo y eché a correr por el pasillo, y antes de que el contestador saltara descolgué.

—Diga —jadeé.

En ese momento vi que en mi ausencia el contestador había grabado un mensaje. «Mi suegra», conjeturé, sintiendo que un orden de simetrías rigurosas se había apoderado de mi vida. Oí:

—¿Tomás? —«Es curioso», pensé, todavía pendiente de la llamada que había en el contestador, extrañamente desinteresado de la que tenía entre manos. «Parece que esté esperando que salga de casa para llamar»—. Soy Alicia.

Hubo un silencio.

—¿Tomás? —repitió Alicia.

Por fin conseguí estornudar.

—Sí, Alicia —dije, sacando un paquete de kleenex del bolsillo del pantalón—. Soy yo.

—Todavía andas con ese resfriado —afirmó, como si me lo recriminara.

—Todavía —reconocí, sonándome la nariz—. Y lo peor es que me parece que la cosa va a más.

Alicia se demoró un rato con consejos sobre el modo de cuidarme el resfriado, y ya iba a preguntarle por el motivo de la llamada cuando, no sin algún asombro, la oí ir al grano.

—Por cierto —dijo, enfriando de golpe la voz—, ¿no te dije ayer que necesitaba el perfil de la plaza?

«El perfil», pensé, más sorprendido que contrariado, porque por un momento me pareció increíble haber pasado todo el día anterior con Marcelo y no haberle preguntado por él.

—Perdona, Alicia —dije—. Se me olvidó preguntárselo a Marcelo. Si quieres le llamo ahora mismo y…

—Ya lo he hecho yo —dijo—. Pero no está en casa, y al departamento no ha venido en toda la mañana.

—No te preocupes. Seguro que lo encontramos por la tarde.

—El perfil hay que enviarlo arriba esta mañana. Ahora mismo. Por eso te llamo. Llorens me ha pedido que te pregunte si es igual que el del año pasado.

—¿Cuál es el del año pasado?

Me lo dijo. Tras una pausa aventuré:

—Digo yo que será igual, ¿no te parece?

—¡Y cómo coño quieres que yo lo sepa!

Hubiera sido razonable atribuir a mi negligencia la responsabilidad del exabrupto de Alicia, pero opté por cargarlo en la cuenta de los periodos de susceptibilidad que seguían a sus rupturas con Morris. Por otra parte, debo reconocer que por entonces yo solía exhibir en público una ignorancia altiva tanto de los mecanismos académicos que rigen las oposiciones como de los pormenores burocráticos que jalonan su celebración; una ignorancia que, dicho sea de paso, era sólo una forma inútil de intentar exorcizar el pavor que la sola mención de las oposiciones me infundía. No aduzco este último hecho como una disculpa, pero sí como una explicación de la ligereza insensata con que, como si quisiera devolverle a Alicia sus consejos sobre el resfriado, paternalmente afirmé:

—Mira, Alicia, vamos a hacer una cosa. Tú envía el mismo perfil. Y luego hablas con Marcelo: si él te dice que lo cambies, lo cambias. Y ya está. ¿Qué te parece?

—A mí me da lo mismo. Quien va a presentarse a la oposición eres tú.

—Entonces no te preocupes y haz lo que te digo —insistí, dejándome ganar por el agrado imprevisto de haber conseguido invertir la relación que habitualmente me unía a Alicia, pues ahora era yo quien intentaba calmar su alarma—. Tú envía ese perfil, y por la tarde hablas con Marcelo. Él sabrá lo que hay que hacer.

—¿Y si no encuentro a Marcelo por la tarde?

—Lo encontrarás.

—Eso espero.

—Y si no lo encuentras me llamas. —Intenté concluir—: Bueno, Alicia, ahora perdóname, es que tengo algo de prisa. Y gracias por todo.

Creí notar una leve sombra de rencor en su voz cuando dijo:

—No hay nada que agradecer, tú. Que yo sólo hago mi trabajo.

—Claro, claro —admití—. Pero… en fin. —Me sentí obligado a añadir algo. Me oí añadir—: ¿Sabes una cosa, Alicia? Algún día deberíamos tomarnos una copa juntos.

—¿Qué has dicho?

La verdad es que me inquietó el tonillo incrédulo de la pregunta, pero aun así no me acobardé.

—Que a ver si algún día salimos a tomar algo juntos. Ya va siendo hora después de tantos años, ¿no crees? —Aproveché su sorpresa para impedirle contestar—. Bueno, Alicia, mañana nos vemos.

Colgué y, como sabía que la puerta de casa estaba abierta, contuve a duras penas la impaciencia por saber qué es lo que decía el recado del contestador. Volví al vestíbulo, recogí las bolsas, cerré la puerta con el pie; luego dejé las bolsas en la mesa de la cocina y puse el contestador. Se oyó un rumor siseante y lejano, que podía confundirse con el del mar, o con el que hace la gravilla al ser pisada o, quizá, con el de un gemido continuado y débil; no se oyó ninguna voz. El ruido se cortó enseguida, y al colgar pensé que la llamada podía haber sido de la madre de Luisa, incapaz una vez más de grabar correctamente un recado; también pensé que podía ser de Claudia, que, tras unos instantes de vacilación, y pese a que la voz del contestador ya no era la de Luisa, sino la mía, había cedido al temor de que mi mujer pudiera oír lo que quería decirme y había colgado sin grabar nada. Como me ahorraba la mala conciencia de no devolverle la llamada a mi suegra, la primera hipótesis no me desagradó; tampoco la segunda, porque permitía suponer que el silencio de Claudia estaba ya a punto de romperse. Confortado por esta última figuración —que la esperanza confundía con una certidumbre—, deseoso de empezar a trabajar pronto esa tarde, ordené en la nevera y los armarios de la cocina las cosas que había comprado en el supermercado, y ya me disponía a salir a comer a Las Rías cuando volvió a sonar el teléfono. «Claudia», pensé, antes de descolgar.

—¿Está Luisa? —oí.

Dije que no.

—Ah, eres tú, Tomás. Soy Oriol Torres. No sé si te acuerdas de mí.

—Sí, claro —dije—. ¿Cómo estás?

—Bien. Llamaba porque ayer tenía una cita con Luisa, en el departamento, pero no se presentó. ¿Le ha pasado algo?

—No, no —me apresuré a contestar—. Lo que pasa es que, bueno, la verdad es que no sé por qué no fue. Supongo que se le olvidaría.

—Qué raro. ¿Sabes cuándo podría hablar con ella?

—No sé. —Dudé un momento—. No va a venir a comer, pero si quieres puedes llamar a casa de su madre. A lo mejor está allí.

—¿Tienes el número?

Se lo di.

—Gracias —dijo Torres, y añadió—: La llamaré allí.

Me llegué hasta Las Rías pensando en la llamada de Torres, que me había extrañado bastante, pues conocía la puntualidad suiza con que Luisa solía atender a sus compromisos. Como apenas era la una, Las Rías estaba casi vacío: sólo había un camarero joven, preparando las mesas para la comida, y un individuo de dudosa catadura —cetrino, de ojos muy separados, con la cara picada por una especie de viruela— que tomaba un vermut encaramado en un taburete, frente a la barra. Me senté a una de las mesas que ya estaban preparadas y pedí el menú y, mientras sin demasiado apetito daba cuenta de él, apareció el patrón. Me saludó y comentó desde la barra:

—Otra vez te han dejado solo, ¿eh, Tomás?

El individuo del taburete abandonó por un instante el vermut y se volvió hacia mí: una sonrisa despectiva le separó los labios, mostrando unos minúsculos dientes negruzcos. Creo que me ruboricé.

—Sí —dije, por decir algo—. Últimamente no hay manera de que Luisa coma dos días seguidos en casa. —Pensando en el individuo del taburete, me pareció apropiado agregar—: Mujeres.

El patrón debió de advertir que su comentario me había incomodado, porque salió de la barra y durante un rato estuvo conversando conmigo. Fue un error. Más que por la calidad de la cocina, yo disfrutaba de las comidas en Las Rías porque me ahorraban la molestia de cocinar y porque me permitían leer a mis anchas el periódico; privado de este último placer, abrevié la colación y, mientras los habituales del local empezaban a ocupar las mesas, con alguna irritación pagué y salí.

La siesta fue breve, compacta y reparadora, pero me dejó en la boca un regusto digestivo. No eliminó, desde luego, el malestar físico, pero contribuyó a atenuarlo, reforzando el efecto de las dos aspirinas del desayuno; para no dar respiro al resfriado («Si lo dejo seguir su curso, quién sabe si puede acabar degenerando en pulmonía», me dije), con un café bien caliente empujé otras dos aspirinas.

Fui al despacho. Y algo inesperado ocurrió entonces. Durante casi tres horas estuve trabajando con una eficacia y una lucidez que me asombraron, y al acabar había pasado en limpio el esquema del artículo sobre La voluntad y todas las notas que había tomado en casa de Marcelo; también había redactado un par de folios que, según pensé entonces, debían servir como introducción al trabajo, y que me gustaron mucho. Dejándome arrastrar por la euforia del éxito, me hice esta reflexión: «Una de las ventajas de escribir es que acaba confiriendo a quien escribe una inteligencia que en realidad no posee». La frase me pareció tan feliz que la juzgué una confirmación de la idea que formulaba. Así que, para celebrar el recién descubierto placer de sentirme inteligente y la fecundidad de mi primera tarde de trabajo, que deseé que anticipase muchas otras, inaugurando un nuevo periodo de fructífera tranquilidad, decidí tomarme un descanso antes de continuar trabajando por la noche.