Ya era noche cerrada cuando llegué a casa. Dejé en mi despacho la cartera y las dos maletas con los libros que Marcelo me había prestado, me cambié de ropa y fui al salón. En el contestador automático había un recado; lo puse y, sin duda porque habían empezado a hablar antes de que el pitido anunciara que podían hacerlo, sólo oí: «Luisa. Llámame, Tomás. Tengo que hablar contigo». No era la voz de Luisa, sino la de su madre. Supuse que quería hablar del dinero que le había prestado, o de un nuevo préstamo o, más probablemente, de Luisa y de mí. Ninguna de las tres posibilidades me atraía, pero la última —que por lo demás apenas encajaba con el carácter desenvuelto e independiente de mi suegra, aunque sí con su propensión al melodrama— me ponía los pelos de punta. Fue todo uno imaginar la conversación y decidir que no le devolvería la llamada.
Fui a la cocina a preparar la cena. Del congelador saqué un paquete de espinacas y lo puse a hervir; piqué un tomate, un trozo de pepino y un trozo de lechuga, lo coloqué todo en un plato y lo aliñé. Luego puse la mesa en el salón, frente al televisor, y mientras esperaba que la verdura acabara de hervir, abrí una cerveza y encendí un cigarrillo. Aunque el alcohol de la tarde y el resfriado me enturbiaban la cabeza, me sentía feliz: pensaba que el artículo sobre Azorín estaba prácticamente escrito, que después de cenar llamaría a Claudia y que la encontraría en casa, de vuelta de su primer día de trabajo. Entonces sonó el teléfono. En un segundo me cruzaron la cabeza dos ideas sucesivas y contradictorias. Primero pensé que era la madre de Luisa y que, si no quería exponerme a una conversación por lo menos incómoda, no debía contestar. Después pensé que era Claudia; me dije: «Cuando oiga la voz de Luisa en el contestador, no se atreverá a grabar el recado y colgará». El argumento me decidió: dejé el cigarrillo apoyado en el filo del mármol, fui al salón, descolgué.
—Diga.
Una voz remotamente conocida inquirió:
—¿Es el restaurante Bombay?
«Mierda», pensé, y tuve la tentación de colgar. No lo hice, quizá porque me dije que podía haber sido peor, o porque recordé que no hacía mucho alguien había preguntado también por ese mismo restaurante y yo me había arrepentido de haber sido desagradable con él.
—No —dije finalmente—. Se equivoca de número.
—Perdone. —La voz se volvió compungida—. Es que estoy buscando un restaurante nuevo. Bombay, se llama. Está en la calle Santaló, pegando a Vía Augusta.
—Le digo que se equivoca —porfié—. Aquí no hay ningún restaurante.
—¿Pero no es éste el 3443542?
—Sí, señor. Pero aquí no hay ningún restaurante que se llame…
—Bombay.
—En mi vida he oído ese nombre —mentí.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—Bueno, es natural —dijo la voz, indulgente—. Acaban de inaugurarlo. Un amigo me ha asegurado que la comida es excelente, ¿sabe? Y el precio muy ajustado: nada de ese engañabobos de «precios según mercado». Por eso llamaba.
—Claro, claro —dije—. Lo siento mucho, pero ya le he dicho que tiene que haber un error. Su amigo ha debido de darle un número equivocado.
—Seguro que ha sido eso —convino. Con exquisita amabilidad se disculpó—: No sabe cuánto lamento haberle molestado.
Estúpidamente aseguré:
—No ha sido ninguna molestia.
Después de sustituir en el aviso del contestador la voz de Luisa por la mía, volví a la cocina. Con un tenedor exploré las espinacas: aún no estaban a punto. Recogí el cigarrillo, que había oscurecido con la brasa el filo del mármol, y le di una chupada. «Qué raro», reflexioné, mientras bebía un trago de cerveza, pensando otra vez en el hombre que se había equivocado de teléfono y en el que lo había hecho días atrás. «A lo mejor son el mismo», pensé. Caprichosamente imaginé que esa doble y casi idéntica llamada telefónica en pocos días no era casual, pero al instante la idea me pareció absurda. Me dije entonces que tales recurrencias sólo se dan en las películas o en las pesadillas, y reflexioné que basta un hecho extraordinario o anómalo, como el encuentro con Claudia, para sumirnos en la irrealidad. En un instante de vértigo reviví entonces todas las cosas que en esa semana me habían ocurrido, y todo me pareció distinto y anómalo y ligeramente atroz, y por un momento me ganó la certidumbre de que en los últimos días mi vida se había ido adentrando de forma insensible en una pesadilla. Pensé: «Quizás ha sido siempre una pesadilla y ha tenido que aparecer Claudia para que yo lo descubra». Esta idea, que ahora me parece ominosa, entonces me alegró: tal vez porque todo lo importante se olvida, o porque enamorarse es dejarse deslumbrar por un fogonazo instantáneo e ilusorio, que con el tiempo avergüenza recordar, tal vez porque ni siquiera quería reconocer que alguna vez había estado enamorado de mi mujer, pensé que Luisa nunca había ejercido una influencia similar sobre mi vida y juzgué este hecho como una prueba irrebatible de la mayor veracidad de mi amor por Claudia.
En cuanto acabé de cenar marqué el número de teléfono de Claudia y, durante unos segundos de mal reprimida ansiedad, esperé. Finalmente saltó el contestador automático y la voz conocida y metálica me invitó a hablar; no hablé. Volví al sofá, encendí un cigarrillo, intentando no pensar en nada estuve un rato viendo la televisión. Luego apagué el cigarrillo y el televisor, recogí las cosas de la cena, las llevé a la cocina, las lavé y fui al despacho. Me llevó unos minutos ordenar los exámenes y los libros y artículos que me había prestado Marcelo; también eché una ojeada al esquema del artículo sobre Azorín y a las notas que había tomado, y me prometí pasarlos en limpio al día siguiente. Luego intenté leer. Pronto advertí que era incapaz de concentrarme, así que decidí meterme en la cama de inmediato, para poder levantarme temprano al día siguiente, fresco y despejado y con una larga mañana de trabajo por delante.
Tan pronto como entré en la cama comprendí que no iba a dormir. En realidad lo sabía desde antes, desde que había colgado el teléfono sin conseguir hablar con Claudia y me había sentido hostigado por un desasosiego indefinido que me persiguió mientras veía la televisión y fumaba y arreglaba mis papeles e intentaba leer, y que inútilmente traté de aplacar luego, cuando me cepillaba los dientes y me ponía el pijama y programaba el despertador para que sonara a las siete. Durante todo ese tiempo estuve sordamente intentando explicarme el silencio de Claudia, pero cuando empecé a dar vueltas en la cama las conjeturas se multiplicaron de una forma obsesiva. Imaginaba que algún imprevisto la retenía en la playa: una indisposición de su hijo, o de sus padres, o de ella misma. Con aprensión, con una especie de pánico, admití la posibilidad de que hubiera sufrido un accidente. Barajé e intenté descartar muchas otras conjeturas; increíblemente, ninguna de ellas era la más obvia o razonable, la que a cualquiera en mi lugar se le hubiera ocurrido. Varias veces me levanté de la cama: fumaba, paseaba, encendía el televisor, me asomaba a la ventana. Agoté todos los métodos que conocía de conciliar el sueño, pero no podía desprenderme de la presión minuciosa de la realidad; oía, o creía oír, todos los ruidos: el tráfico invisible, escaso y constante de la madrugada, el estrépito de vidrio y hierro de la puerta del portal al cerrarse, el fragor higiénico de una cisterna cercana, el rumor oculto del agua circulando por las cañerías; la vigilia exageraba hasta el estruendo el segundeo inexorable del reloj, y recuerdo que pensé: «Un pájaro que picotea el tiempo con su tictac de hielo». Tratando de no pensar en Claudia, pensaba en Luisa y, para no pensar en Luisa, pensaba, con la dolorosa lucidez del insomnio, en Marcelo, en Antonio Azorín, en la decana, en Renau y en Bulnes, en Richelieu y en Juan de Calabazas; sobre todo pensaba en las oposiciones; me decía: «Ojalá no tenga que competir con nadie». Creo que fue también durante esa noche de insomnio, cuyo interminable suplicio suaviza el recuerdo, cuando me asaltó por vez primera la sospecha de que había sido un error hablarle a Luisa de Claudia; ahuyenté de inmediato la idea, porque me asustó, y quizá también porque en mi fuero interno estaba convencido de que siempre podría regresar con Luisa. En algún momento el sueño debió de vencerme brevemente: me vi en una inmensa sala rectangular de paredes desconchadas y llenas de oscuros lamparones de humedad, delante de un gigantesco estrado de madera tras el que estaban sentados Luisa, Vicente Mateos y alguien que a ratos parecía el tipo del bigote que había visto en el patio del Casablanca y a ratos Oriol Torres; los tres tenían la cabeza cubierta de pelucas blancas, espesas y rizadas como pieles de cordero, y estaban transidos de una gravedad legisladora, porque iban a juzgarme por un delito que una y otra vez nombraban, pero cuya naturaleza yo no acertaba a identificar. En otro momento vi a Luisa y a Claudia caminando a la orilla del mar, bajo un cielo de plomo o ceniza, hacia un pueblo del que se alzaban densas columnas de un humo azul que saturaba el aire; las dos mujeres llevaban de la mano a un niño y se volvían hacia mí, alegremente me invitaban a seguirlas como urgiéndome a vencer mi timidez, y yo trataba de alcanzarlas sin conseguirlo o sin querer conseguirlo, quizá como si llegar a ese pueblo devastado y remoto fuera para mí algo tan exaltante que ni siquiera me atreviera a desearlo. La última vez que miré el reloj marcaba las cinco; creí oír cantar un pájaro; me pareció que estaba amaneciendo. Exasperado, presa de un desaliento huérfano de ruidos, obsesiones o recuerdos, me dije que había perdido la noche y que, deshecho por la falta de sueño, también iba a perder el día. Pensé entonces en la conveniencia de ganar tiempo: me levantaría, me daría una ducha, tomaría un café, me pondría a trabajar. Creo que fue en ese momento cuando me dormí.