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Pasamos toda la tarde encerrados en el despacho de Marcelo, una habitación amplia y bien iluminada cuyas paredes, como las del resto de la casa, están forradas de libros. Hundido en su viejo sillón de orejas, Marcelo hablaba, fumaba y bebía whisky con agua, a sorbos muy pequeños; de vez en cuando se levantaba y, sin dejar de hablar, estiraba las piernas delante del ventanal que da al jardín, o sacaba de las estanterías algún libro o alguna revista que yo examinaba brevemente antes de añadirla a la pila de papeles que me iba a llevar. Marcelo rehizo por completo el esquema del artículo sobre La voluntad, y yo me dediqué a tomar nota de las ideas que él fue desgranando, con vistas a aprovecharlas cuando llegara el momento de redactar.

—No sé si conoces la contraposición tradicional entre carácter y destino —explicó en algún momento Marcelo—. De ella surgen las dos grandes categorías de personajes de la literatura, y tal vez también de la vida. Walter Benjamin escribió un ensayo precioso sobre esto… Espera un momento. —Se levantó, fue hasta la columna de libros que se erguía encima de un taburete, se agachó para examinarles el lomo y, levantando los que había encima de él, cogió uno de tapas de color blanco azulado; lo hojeó un momento, murmurando algo, y finalmente dijo—: Sí, aquí está. —Regresó al sillón y, después de dar otro sorbo de whisky, prosiguió—: Ferlosio lo explica muy bien. Te leo lo que dice: «Personajes de carácter son los arquetipos, generalmente cómicos, de pura manifestación, que no nacen, ni crecen, ni mueren, sino que siempre se repiten en situaciones frente a las cuales confirman su carácter». Ejemplos de Ferlosio: Charlot, en la ficción; y, en la vida, el Bobo de Coria o cualquiera de los demás bufones de la corte de Felipe IV que pintó Velázquez. En cambio, continúa Ferlosio, «los personajes de destino son los héroes épicos o trágicos, de plena actuación, que nacen o comienzan o parten y mueren o acaban o vuelven a lo largo de una peripecia en que se cumple su destino». No pone ningún ejemplo de personaje de destino en la ficción, pero cualquier héroe sirve; sí pone un ejemplo histórico: Richelieu. Y concluye: «Los personajes de carácter alientan en el distenso ahora del tiempo consuntivo; los personajes de destino corren sin tregua a través del tenso trecho fugaz entre el ayer y el mañana del tiempo adquisitivo». Dicho de otro modo: el personaje de carácter es el que vive instalado en el presente puro, en el puro borbollear del instante, sumergido en el gozo permanente y sin finalidad de la pura afirmación vital. El personaje de destino, en cambio, no vive para el presente, sino para el futuro, porque sólo halla satisfacción en la empresa cumplida, una empresa que, por lo demás, una vez cumplida pierde todo su atractivo y debe ser sustituida por otra; de tal forma que el personaje de destino cambia el sosiego del personaje de carácter por la ansiedad sin fondo del logro permanente. La conclusión de todo esto parece clara. En la medida en que vive en el puro presente, el personaje de carácter es el único que de verdad vive, por la simple razón de que el presente, que por un lado es inasible (basta mencionarlo para que desaparezca: basta que yo diga que este instante es el presente para que automáticamente se haya convertido en pasado), por otro lado es la única realidad, porque el pasado es sólo memoria y el futuro apenas conjetura. Para el personaje de carácter el presente tiene un valor por sí mismo; para el personaje de destino, en cambio, el presente es sólo el instrumento de que se vale para cumplir sus propósitos. Por eso el personaje de destino apenas vive, o lo hace agónicamente, a horcajadas entre logro y logro, entre el pasado y el futuro, e ignorando el presente, que es la única realidad.

»Los ejemplos que pone Ferlosio son curiosos. El pobre Armand-Jean du Plessis ha tenido mala suerte. Volvemos a Dumas: si no hubiera sido porque él tuvo la idea de convertirlo en el villano de Los tres mosqueteros, la gente tendría una idea menos nefasta de Richelieu. El mismo Dumas, que seguramente se arrepintió de la relativa injusticia que cometió con él, intentó arreglarlo después. Pero ya era demasiado tarde. Por eso a cualquiera que no sea francés le cuesta mucho trabajo aceptar que Richelieu fue un gran primer ministro. Y la verdad es que lo fue. Que se lo pregunten si no a Felipe IV, que tuvo que padecerlo. Es verdad que debió de ser un hombre antipático y frío, y que le odió mucha más gente de la que le quiso. Pero también es verdad que siempre sirvió con fidelidad al rey y que puso a Francia a la cabeza de Europa. Esto lo reconocían hasta sus propios enemigos. Antes hablábamos de La Rochefocauld. Bueno, pues en sus memorias, donde por cierto se despacha a gusto con la duquesa de Chevreuse, La Rochefocauld, a quien como ya te he dicho el cardenal había encerrado en la cárcel, se deshace en elogios de él. Richelieu es el personaje de destino casi puro. Se pasó la vida enfermo. Padecía constantes dolores de cabeza y le sobrevenían violentos accesos de fiebre que le postraban en cama durante semanas. Hasta es posible que fuera epiléptico. Pero al parecer lo peor era una espantosa enfermedad de la piel que le tenía el cuerpo hecho una pura llaga. En fin: una cosa horrorosa. De manera que no es raro que volcase en una excluyente ambición de modificar el futuro su resentimiento de hombre incapaz de disfrutar del presente.

»En cuanto al Bobo de Coria… Bueno, en realidad se llamaba Juan de Calabazas y se le conocía por El Bizco, o por Calabacillas. Era uno más de los bufones que pululaban en el entorno de Felipe IV y que, como gozaban de libertad para decir todo lo que los demás cortesanos no podían decir, debían de constituir una especie de válvula de escape de las asfixiantes rigideces de la corte. A este Calabacillas, Velázquez probablemente lo pintó dos veces, y digo probablemente porque por lo visto hay quien duda de que el primero de los dos cuadros sea de Velázquez… A mí me parece que sí lo es, pero bueno. En ese retrato Calabacillas es un hombre joven, estrábico, con una mirada astuta y una sonrisa inteligente; está de pie, y sostiene en una mano el retrato en miniatura de una mujer, y en la otra un molinillo de papel, que por esa época era un símbolo de la locura. El segundo retrato es el que tradicionalmente se ha conocido con el título de El Bobo de Coria; también es el más famoso de los dos. Calabacillas ya es aquí un hombre maduro. Está sentado en una banqueta de madera, entre dos grandes calabazas que, claro está, aluden a su nombre, y tiene una pierna doblada debajo de la otra y las manos retorcidas en un gesto imposible… En fin, una postura forzadísima, bastante rara. En realidad, casi todos los signos de cordura o de normalidad han desaparecido del personaje: no es sólo la forma en que está sentado, o el gesto de las manos, sino también la cabeza, blandamente caída a un lado, los ojos extraviados, la sonrisa vacía… Claro, las diferencias entre los dos Calabacillas son tan aparentes que algunos han pensado que en realidad son dos personas distintas. Pero, incluso si dejamos de lado las evidencias documentales, que son concluyentes, ¿por qué van a ser dos personas distintas? Hay más de diez años de diferencia entre un cuadro y otro. ¿No es lógico pensar que los dos retratos reflejan dos momentos distintos de la vida de una misma persona? Recuerdo haberle leído a un médico en alguna parte que, por su fisonomía, el Calabacillas del primer retrato, más que un bobo, es un truhán. Nada nos impide imaginarlo como a un joven ambicioso, ladino y sin escrúpulos que, para poder gozar de los privilegios que la corte concede a los bufones, finge que está mucho más loco de lo que está en realidad (lo cual explicaría el énfasis del molinillo, innecesario en un verdadero loco), y que, con el tiempo, acaba desarrollando la locura que fingió durante años y que quizás, incipientemente, ya estaba desde el principio en él. El primer Calabacillas sería, de este modo, un personaje de destino; el segundo, porque vive en el puro presente sin memoria ni proyectos de la locura, un personaje de carácter. Hasta podríamos preguntarnos si lo que Velázquez quiso al pintar esos dos retratos no fue mostrar cómo una misma persona puede sucesivamente ser dos personajes; dos personajes antagónicos, además. De lo que en todo caso estoy seguro es de que ésa fue la intención de Martínez Ruiz al escribir La voluntad. Más exactamente: lo que Martínez Ruiz quiere es mostrar cómo y por qué un personaje de destino se convierte en un personaje de carácter. Y por eso, contra lo que todo el mundo dice, yo no creo que el final de Antonio Azorín en la novela sea un final trágico.

»Me explico. Antes decía que el personaje de carácter vive la vida con plenitud, porque vive sólo en el presente y para el presente, mientras que el personaje de destino apenas vive de verdad, o lo hace de una forma agónica, a horcajadas entre el pasado y el futuro, entre lo que hizo y lo que hará. Ahora la pregunta se impone: ¿por qué entonces nos hemos acostumbrado a pensar que el personaje de destino es moralmente superior al personaje de carácter, que el personaje trágico o épico es superior al personaje cómico o que, a pesar de Dumas y de Los tres mosqueteros, Richelieu es superior a Juan de Calabazas? La respuesta también se impone: porque nos han convencido de que el afán de los primeros favorece ante todo a la sociedad, mientras que el afán de los segundos ante todo les favorece a ellos mismos Pues bien: la trayectoria de Antonio Azorín puede interpretarse como una rebelión contra esta falacia patente, contra esta falsa, absurda y nociva imposición social. Al principio de la novela Azorín es un joven saturado de ambiciones políticas, literarias y periodísticas; al final de la novela es un hombre que no aspira a nada, ni desea nada, y que incluso ha renunciado a pensar. Al principio de la novela Azorín es un personaje casi trágico, dolorosamente escindido entre impulsos contradictorios y espoleado sin saber hacia dónde por una ansiedad permanente e inconcreta; al final de la novela es un personaje casi cómico, un calzonazos apaciguado y contemplativo, dominado por una mujer de hierro y reconciliado con su realidad de pueblerino sin aspiraciones. Al principio de la novela Azorín es un personaje de destino; al final, un personaje de carácter. ¿Por qué va a ser esto un final triste? Hay una derrota, es verdad, pero es la derrota del destino: una derrota por goleada. Bueno, eso es lo que yo llamo un final feliz. Al todopoderoso cardenal Richelieu lo han derrotado de nuevo, pero esta vez no ha sido un gascón orgulloso, sino un humilde bufón: Calabacillas. ¿Y quién no se alegra de esto? ¿Quién no se alegra de que el bufón que había en Antonio Azorín se haya impuesto al hombre ambicioso y desdichado que también había en él? La gente habla mucho de lo importante que es preservar el pasado, pero a mí me parece todavía más importante preservar el presente. A Montaigne también se lo parecía. En uno de los primeros ensayos habla de que los hombres somos incapaces de gozar el milagro asiduo del presente, porque el temor, el deseo y la esperanza nos arrojan permanentemente hacia el porvenir, robándonos la conciencia y el sentimiento de lo único que tenemos para lanzarnos a la búsqueda de lo que aspiramos a tener. «Nous ne sommes jamais chez nous», dice Montaigne. «Nous sommes toujours au dela». Nunca estamos en casa… Bueno, pues lo único que hace Antonio Azorín al final de la novela es eso: volver a casa. En la realidad me temo que este prodigio no es posible, pero en La voluntad lo es. No me parece un final triste, la verdad. A mí, por lo menos, no me importaría en absoluto terminar así.