—Bueno, ya está —dijo Marcelo—. Todo arreglado.
—¿Tú crees? —pregunté, sólo porque necesitaba que siguiera tranquilizándome.
—Claro —accedió, dejando colgar de la comisura de los labios un cigarrillo, mientras con los ojos entornados por la molestia del humo examinaba el funcionamiento del Zippo plateado con el que acababa de encenderlo—. Ya te dije que Marieta no es lo que aparenta. A veces saca su carácter de sargento, pero es natural: si no lo saca se la comen. —Sonrió, cerró el Zippo y lo dejó sobre el mantel, se quitó el cigarrillo de los labios—. O nos la comemos. Lo que es seguro es que hará lo que le pidamos desde el departamento, que al fin y al cabo es lo lógico, ¿no? —Hizo una pausa y, alzando las cejas, me miró con una diáfana admonición en los ojos—. Ahora sólo falta que tú cumplas tu parte del trato.
En el patio del restaurante Casablanca hacía calor. Ya eran más de las cuatro, y sobre el mantel sucio de migas sólo quedaban los platos del postre, tres tazas de café vacías, un cenicero con colillas y dos vasos largos y mediados de whisky, arriba, por encima de nuestras cabezas, una enramada cuya sombra lamía el filo de la mesa nos defendía apenas del asedio del sol, que calentaba la gravilla y ponía en el aire espeso del patio una trémula incertidumbre de espejismo.
La decana acababa de marcharse. Marcelo, que había hablado con ella al mediodía, en su despacho, la había convencido de que viniera a comer con nosotros. Fue una buena idea, porque la comida resultó un éxito. Marcelo y la decana hablaron sin tregua, se rieron y evocaron episodios de su juventud con un humor casi desprovisto de melancolía, cuidándose visiblemente de sortear las trampas que a cada paso les tendía la nostalgia. La decana no parecía la misma persona que yo había conocido por la mañana: se interesó por mí, se mostró alegre y afectuosa, procuró no excluirme de la conversación; por mi parte, no me importó sacar a relucir el fondo de fantoche que llevo dentro, para congraciarme con ella. Apenas hablamos de la universidad, por lo demás, y todos evitamos cuidadosamente mencionar las oposiciones, pero desde que nos sentamos a la mesa deduje de la actitud de la decana que la animadversión que había concebido hacia mí a raíz del estropicio de junio había sido enterrada, y que se hallaba en la mejor disposición de ofrecerme su apoyo en las oposiciones, si el departamento lo juzgaba oportuno. Creo que sólo me sentí incómodo un momento. Fue hacia el final de la comida, cuando la decana, con un impudor que me dejó atónito y que (pensé) ni siquiera justificaba su antigua intimidad con Marcelo, refirió con patetismo los últimos instantes que su marido había pasado con vida. Lo hizo de una forma tan precisa y ordenada que pensé: «Seguro que no es la primera vez que lo cuenta». También pensé: «Quizá ya no cuenta lo que recuerda, sino lo que recuerda que ha contado otras veces». Me faltó compasión para entender la verdad: por entonces yo creía que la gente cuenta sus desgracias porque no halla una forma mejor de atraer el interés o la piedad de los otros; ahora sé que lo hace porque quiere librarse de ellas.
—¿Qué trato? —pregunté.
—¿Qué trato va a ser? —se impacientó Marcelo—. Las oposiciones. Todavía no las has ganado. Que la decana no vaya a ponerte palos en las ruedas no significa que las hayas ganado. Si las envían ahora se publicarán en diciembre o enero. Antes del verano será dificil que pueda celebrarse el concurso, y entre unas cosas y otras seguro que podemos posponerlo hasta diciembre del año que viene. Lo cual significa que tienes tiempo más que suficiente para prepararlas. Y también, dicho sea de paso, para que publiques un par de cosillas, que buena falta te va a hacer. A ver, ¿cómo va lo de Martínez Ruiz?
—Bien —dije, cogiendo la cartera del suelo y abriéndola para buscar el esquema del artículo—. Ya he recogido todo el material, pero aún no he empezado a redactar.
—¿Cuándo tienes que entregarlo?
—En noviembre.
—¡Pues déjate ahora de redactar, coño! Si lo entregas en enero, lo entregas en enero. Y no pasa nada. Lo importante es que no sea una porquería, y para eso lo que hay que hacer es trabajar sin prisa. ¡Festina lente!, joven, ¡festina lente! ¿Has traído un esquema?
Se lo entregué. Marcelo dio un largo trago de whisky y, fijando la vista en el papel, masculló:
—Vamos a ver las tonterías que has escrito.
Mientras Marcelo examinaba el esquema encendí un cigarrillo y dejé que mi vista errara por el patio. Un rato antes todas las mesas estaban ocupadas; ahora, aparte de la nuestra, sólo lo estaban dos. Cerca de nosotros, acogido también al reparo de la enramada, un grupo de profesores de biología —uno de los cuales, alto, de aire lánguido y con la mano izquierda vendada, se había acercado a saludar a Marcelo al entrar— conversaba sin prisa en el sopor de la sobremesa. Más allá, junto a la barda de cañas que cerraba el recinto, acababan de sentarse un hombre y una mujer: la mujer era joven, muy rubia, muy guapa, de grandes ojos claros y pestañas espectaculares; el hombre me resultó de inmediato familiar, sobre todo su cara, una de esas caras que, aunque no las haya visto nunca, a veces cree uno borrosamente distinguir en la confusión de los sueños: era grande y ósea y estaba dominada por un bigote escrupuloso y una insegura sonrisa de seductor que apenas conseguía suavizar la dureza de las facciones. Como en el Casablanca comen a menudo actores que trabajan en los estudios de televisión de Sant Cugat, pensé que el tipo del bigote, que vestía ropa muy cara y por lo demás era bastante mayor que la chica, sería uno de ellos. Todavía estaba intentando identificarlo cuando me interrumpió Marcelo.
—Tonterías, en efecto —dictaminó sin levantar la vista del esquema del artículo y, sin soltar el cigarrillo, con una torpe mano de niño buscó a tientas el vaso de whisky, a punto estuvo de tirarlo, finalmente lo asió; al llevárselo a los labios, un jirón de sol filtrado a través de la enramada traspasó el líquido: fue como si dentro del vaso se hubiera prendido un incendio en miniatura, efímero y rubio—. Mira, Tomás —me reconvino Marcelo agitando el esquema, después de un momento en que pareció discutir consigo mismo—. Martínez Ruiz no es un gran novelista. Te pongas como te pongas. No digo que no sea un buen escritor: lo es; pero no es un buen novelista. Baroja sí es un buen novelista, pero no es un buen escritor. Como Dumas. Son dos cosas distintas, y no hay nada que hacerle; acuérdate de lo que decía Hemingway sobre Dostoievski: no escribe como un artista, pero todo lo que escribe está vivo. A Martínez Ruiz le pasa lo contrario: escribe como un artista, pero casi todo lo que escribe está muerto. Un escritor es un artesano; un novelista es un inventor. Encontrar un buen artesano es muy difícil; casi tanto como encontrar un buen inventor. Pero que los dos se den en la misma persona es casi un milagro. Flaubert es casi un milagro; Hemingway, a su modo, también, aunque menos. Pero no Martínez Ruiz, por Dios. Y conste que La voluntad no me parece una mala novela; en todo caso es la mejor que escribió nunca. Más vale de todos modos que te olvides de los análisis formales, que eso ya lo hizo mi paisano Beser hace treinta años.
—Entonces, ¿qué hago?
Marcelo volvió a fijar la vista en el esquema y por un momento pareció reflexionar, pero enseguida alzó una mirada de éxtasis zumbón que después de resbalar por mi rostro se perdió más allá del verde de la enramada, y con un gesto declamatorio de la mano que sostenía el whisky abarcó el patio del Casablanca.
—«La genealogía de Antonio Azorín» —proclamó, engolando burlonamente la voz—. ¿Qué te parece el título?
Sonriendo sin fuerza, me encogí de hombros.
—No, hablo en serio, Tomás —subrayó Marcelo—. Por ahí es por donde tienes que meterte, entre otras cosas porque nadie se ha preocupado de hacerlo. Pero además es interesante. Quiero decir: sabemos que Antonio Azorín, el protagonista de La voluntad, es un intelectual tocado por el mal du siècle; sabemos en qué consiste la enfermedad: en un exceso de intelectualismo que conduce a la abulia, a la incapacidad de actuar; conocemos incluso a los propagandistas teóricos de la enfermedad: Nordau en Francia, Altamira y Genet en España… Muy bien. Pero no sabemos casi nada de los antecedentes del personaje, de los progenitores de Antonio Azorín, por así decir, y es imposible conocer de verdad a alguien sin conocer a sus padres. Lo cual, dicho sea de paso, vale tanto para la literatura como para la vida. En todo caso Martínez Ruiz no inventa nada; no es un inventor, recuérdalo: es un artesano. Todo el mundo habla del Pío Cid de Ganivet. Y es verdad. Pero qué me dices del Antonio Reyes y el Narciso Arroyo de Clarín; o de los protagonistas de las novelas de Altamira, sobre todo el Guillermo Moreno de Fatalidad. Para no hablar de los que, más que padres, son hermanos de Antonio Azorín. Y naturalmente habría que ver otras cosas: algunos cuentos de Silverio Lanza o de Emilio Bobadilla, alguna novela de Tomás Carretero o de Francisco Acebal… Qué sé yo. A fines de siglo hay montones de relatos protagonizados por intelectuales desorientados o indecisos. Es la moda. Y la moda, ya se sabe, viene siempre (o venía) de París.
—Charles Demailly —conseguí apuntar, aprovechando que Marcelo se quedaba atascado en una tos pedregosa, que le hizo expulsar a trompicones el humo que acababa de inhalar.
—Sí, pero no sólo Charles Demailly —replicó, apagando el cigarrillo con una mueca de disgusto, después de aclararse la voz—. Mucho más cerca de Antonio Azorín está el Guillermo Eindhart de Nordau, o el Choulotte de Anatole France, o el Robert Greslou de Bourget, o el protagonista de Snob, de Paul Garault, ahora no recuerdo cómo se llama… Hasta en el gran Des Esseintes hay algo de esto. Es toda una tradición, una linea narrativa bastante bien definida. Lo que hay que hacer es estudiar qué es lo que Martínez Ruiz toma de ella y cómo lo aprovecha. No es dificil: trabajando bien en tres meses lo hemos liquidado. ¿Qué te parece?
—Bien, bien, pero…
—Incluso podríamos atrevemos a ir más allá —me interrumpió Marcelo, como si el chisporroteo de sus propias ideas le impidiera prestar atención a lo que yo tenía que decir, o como si simplemente no quisiera oír mis objeciones. Me resigné a seguir escuchándole: vacié el whisky que quedaba en mi vaso y apagué el cigarrillo; mientras lo hacía miré distraídamente hacia el fondo del patio y, a través del reverbero del sol, vi al tipo del bigote acariciando entre risas la mejilla de la muchacha, que sonreía complacida y se dejaba hacer. Por un momento creí identificar al tipo del bigote con un presentador de televisión; apenas Marcelo empezó a hablar de nuevo, esta certidumbre se evaporó—. En el fondo, en la figura del intelectual finisecular desembocan o confluyen dos figuras de la tradición decimonónica —explicó—. Por un lado, la figura del sabio, que es sobre todo ridícula, porque el sabio vive en las nubes y desconoce el funcionamiento de la realidad; para entendernos: el Balthazar Claës de La Recherche de l’Absolu; o Máximo Manso. La segunda figura, quizá más ilustre que la anterior, es la del joven que abandona la provincia animado por el sueño de conquistar la capital; mi maestro Trilling escribió sobre ella. A diferencia de la primera, ésta es sobre todo una figura trágica, porque su aventura siempre acaba en fracaso, o en pesadilla; para entendernos: Lucien Rubempré, o Frédéric Moreau. —Hizo una pausa—. Hasta el mismísimo D’Artagnan, si me apuras. Sí, sí, D’Artagnan, no me mires así. D’Artagnan también es un joven que deja su pueblo y se marcha a París a triunfar. Sólo que, claro, D’Artagnan es como el negativo de los otros, incluido su remoto descendiente Antonio Azorín, porque tiene todo lo que a los otros les falta: el instinto del bien, o de la virtud, y el coraje. Y por eso, al contrario de los otros, triunfa. Acuérdate por ejemplo del episodio del convento de los Carmelitas descalzos, casi al principio de la novela. D’Artagnan es un muchacho de apenas diecinueve años, inculto y bastante atolondrado, que acaba de llegar a París, donde no conoce a nadie. Bueno: pues ese mismo día se ve obligado a tomar la decisión más trascendental de su vida. Cuando la guardia del cardenal aparece en la explanada donde D’Artagnan iba a batirse con Athos, Porthos y Aramis, el chaval tiene que decidir en un momento entre hacerles caso a los guardias y retirarse (o ponerse de parte de ellos) y unirse a los mosqueteros. Y D’Artagnan duda, claro que duda; pero, quizá porque se acuerda de lo que su padre le dijo al despedirse de él («Quiconque tremble une seconde laisse peut-étre l’appát que, pendant cette seconde justement, la fortune lui tendait», y luego: «Ne craignez pas les occasions et cherchez les aventures»), porque se acuerda de eso, decide quedarse. Podría haberse ido, pero se queda. Ahí está el coraje. Pero acuérdate también de que su padre le había dicho que respetase por igual a Richelieu y al Rey, y de que cuando llegó la guardia él estaba a punto de batirse con los mosqueteros. No hubiera sido raro que se pusiese de parte de la guardia. Pero no. Colocado en la disyuntiva de escoger entre la guardia y los mosqueteros, entre Richelieu y el Rey, entre el Mal y el Bien, escoge el Bien. Ahí está el instinto de la virtud. No es la inteligencia, sino el corazón quien le dicta la decisión. Y por eso, cuando el zoquete de Porthos le dice que no tiene por qué jugarse la vida con ellos, puesto que no es un mosquetero, D’Artagnan le contesta: «Je n’ai pas l’habit, mais j’ai l’âme». ¡Con dos cojones! —gritó, golpeando la mesa con un puño exaltado. Luego vació de un trago el vaso de whisky y agregó—: Ni abulia ni indecisiones ni hostias. Si la gente leyera más a Dumas otro gallo nos cantara. Por cierto, ¿de qué estábamos hablando?
No pude recordárselo, porque en ese momento el biólogo de la mano vendada se acercó de nuevo para despedirse, mientras sus colegas desfilaban perezosamente hacia la salida del patio. Marcelo y el biólogo conversaron un momento, y cuando éste se fue Marcelo volvió a repetir la pregunta.
—De la genealogía de Antonio Azorín —dije.
Marcelo asintió. Dijo:
—Bueno, vamos a mi casa y acabamos de hablar del asunto. —Garabateando en el aire el gesto de escribir, le indicó al camarero que nos trajera la cuenta. Después preguntó—: Oye, y al coche qué es lo que le ha pasado.
—Nada —dije—. Luisa me ha dejado sin él.
Algo raro debió de notar en mi voz o en mi expresión, porque la frente se le llenó de arrugas y frunció las cejas en un ademán interrogativo. De golpe me sentí cansado y con sueño, vagamente aturdido por el calor y, tal vez, por el whisky; tenía la nariz tapada y una lejana punzada de dolor me aflojaba los músculos. Miré al otro lado del patio. La pareja seguía arrullándose, pero ya no estaban sentados frente a frente, sino uno al lado del otro; sus rostros se hallaban tan próximos que parecía que iban a besarse, o que acababan de hacerlo. Recuerdo que pensé en Claudia antes de anunciar:
—Nos hemos separado.