6

El domingo desperté muy tarde, y aún no se habían disipado los efluvios del último sueño cuando me asaltó el recuerdo de Claudia. Me dije que era verdad, que había vuelto a encontrarla y había dormido con ella, y tuve la certidumbre inapelable de que Claudia me quería, de que estaba deseando volver a verme. Me pareció un milagro. Pensé: «No me cambio por nadie»; también pensé que, para no malograr ese milagro, tenía que aclarar cuanto antes las cosas con Luisa. «Cuanto antes», subrayé mentalmente, intentando darme ánimos. Como si esta mezcla de temor y determinación la convocase, Luisa irrumpió en ese momento en el cuarto y me urgió a que me levantara y me arreglara: no quería llegar tarde a casa de su madre. Al sentarme en la cama noté que tenía la cabeza espesa y la nariz tapada, y que me costaba tragar; como conozco el funcionamiento de mi organismo, me resigné a convivir con un resfriado durante algunos días, alentado por la esperanza de que no degenerara en algo peor.

En la calle el aire pesaba, hacía un calor de bochorno y una lámina de nubes plomizas oscurecía el cielo; la atmósfera estaba saturada de humedad. Mientras bajábamos en coche hacia el centro Luisa vaticinó que iba a llover.

—Ojalá —dije.

Mi suegra nos recibió exultante, pero ni siquiera nos dejó felicitarla por su cumpleaños, porque mientras nos estampaba dos besos en la cara y nos retenía en el vestíbulo emprendió un relato minucioso, caótico y excitado de la noche aciaga en que había perdido trescientas mil pesetas y, entre apelaciones recriminatorias a una suerte tenazmente contraria, sin decidirse a abandonar el tono contrito que traducía la certeza de haber vivido una aventura extraordinaria y culpable y la voluntad de hacérsela perdonar, concluyó:

—En fin, una mala suerte espantosa, chicos. —Me cogió del brazo y me miró a los ojos, deshecha de gratitud, y, echando a andar pasillo adelante, con un gesto de complicidad se volvió hacia Luisa, que la miraba comida de impaciencia; añadió—: Menos mal que Tomás me ha echado una mano, porque me había quedado sin un duro. —Me palmeó tranquilizadoramente el hombro—. En cuanto cobre la semana que viene, te devuelvo el dinero.

—Por mí no se preocupe —le aseguré—. No tengo ninguna prisa.

—No sabes la que te ha tocado, Luisa —se rió mi suegra—: este hombre es una joya. —Se detuvo a la puerta del salón, resplandeciente de alegría. Vestía un blusón rosa con grandes botones de nácar, pantalones de popelina gris y zapatos grises; el pelo, que había sido distribuido por el cráneo con estratégica habilidad para ocultar los claros que había abierto en él la vejez, estaba teñido de color champán, los labios pintados de un rojo brillante y las cejas dibujadas con un lápiz marrón; de los lóbulos de las orejas le colgaban pesadamente dos pendientes dorados—. Bueno, y todavía no os he contado lo mejor.

Luisa y yo acogimos con alivio la aparición de Concha, sobre todo porque abortó el inminente relato de mi suegra, cuya imaginación tremebunda era capaz de dotar de una dimensión aventurera o escandalosa a las mayores trivialidades de su monótona vida de anciana. Después de saludarnos, Concha se interesó por el embarazo de Luisa.

—Ay, hija —suspiró contrariada mi suegra—. Cómo tengo la cabeza. Con tantas emociones se me ha olvidado preguntártelo. Bueno, a ver, cuenta, cuenta.

Luisa habló de su embarazo. Al rato la interrumpió un timbre.

—Es de abajo —dijo mi suegra—. Voy yo. —Y salió disparada hacia la puerta.

Entramos en el salón. Luisa y Concha siguieron hablando del embarazo hasta que volvió mi suegra, radiante y sosteniendo en los brazos un ramo de rosas rojas envuelto en papel de celofán. No venía sola. La acompañaba un anciano caedizo que avanzó hacia nosotros con una sonrisa amarillenta y averiada y un andar decrépito, que sin embargo conseguía mantenerlo extrañamente erguido, igual que un muñeco gobernado por un mecanismo interior que impidiera derrumbarse como un castillo de naipes el armazón senil de sus huesos. Aunque, según supe más tarde, era más joven que mi suegra, su aspecto sugería un mayor deterioro fisico: tenía las manos acartonadas por la artrosis y recorridas de gruesas venas, el pelo escaso y entreverado de ceniza, la piel floja y resquebrajada, la boca chica y sumida, los pómulos salientes y las mejillas cóncavas y, bajo las cejas de nieve, unas gafas de pesada montura rectangular combatían en vano el estrabismo de unos ojos desorientados. Por lo demás, su indumentaria apenas le alcanzaba para imitar el máximo grado de elegancia a que puede aspirar lo que suele llamarse una pobreza decente: vestía unos viejos zapatos marrones, de rejilla, pantalón de color crema, camisa celeste con los puños recosidos y blazer azul marino provisto de esos dorados botones metálicos, con un ancla diminuta grabada en el centro, que alguna vez estuvieron de moda entre los hombres de familia acomodada.

—Vicente: mi hija y mi yerno —anunció mi suegra, elevando mucho la voz—. A Concha ya la conoces. —Se volvió hacia nosotros y, como si quisiera imitar el tono de picardía con que una adolescente de hace cincuenta años presentaría a la envidia de las amigas al hombre de sus sueños, volvió a anunciar—: Éste es Vicente Mateos, chicos. —Hizo una pausa que trató de llenar de sobreentendidos; agregó—: Un amigo.

—Encantado —dijo Mateos, alargando una mano temblona—. Luisa me ha hablado mucho de ustedes.

Mientras le estrechaba la mano y le devolvía el saludo, advertí con extrañeza que Mateos rehuía mis ojos, fijando los suyos en algún punto situado encima de mi hombro izquierdo. Mateos estrechó después la mano de Luisa, que fue incapaz de suavizar con una sola palabra el malestar que delataba su silencio.

—¡Mirad qué ramo de rosas me ha regalado Vicente! —exclamó mi suegra, levantando las flores para que las contempláramos y, rozando una de ellas con la punta empolvada de la nariz y aspirando profundamente su aroma, añadió mirándonos a Luisa y a mí con coquetería—: Son preciosas, ¿verdad? —Volvió hacia Mateos el brillo de muchacha de sus ojos provectos y, soltando una risa fresca e incrédula, como si lo viera por primera vez se precipitó hacia él y le besó con fuerza en su boca arrugada. Mateos se ruborizó; Luisa, creo, también—. ¡Qué loco eres, Vicente! —continuó mi suegra y, separándose de Mateos, explicó—: En nuestra época se hacían estas cosas, los enamorados se regalaban flores y todo era muy romántico y muy bonito. A mí eso me gustaba mucho, pero ahora todo es distinto, ¿verdad? Ni mejor ni peor, sólo distinto, en realidad en muchas cosas es mejor. La gente ya no pierde el tiempo con bobadas, tiene más prisa y además los curas pintan bien poco, así que es mucho más fácil meterse en la cama, ¿no? —Se rió y volvió a aspirar el perfume de las rosas—. Total, que esto de las flores está como un poco anticuado, pero qué queréis, a mí sigue gustándome mucho, ya ni siquiera me acuerdo de cuánto hace que no me regalaban un ramo… Aunque claro —suspiró con fingida melancolía, como si se sintiera obligada a decir lo que iba a decir y al mismo tiempo deseara con todas sus fuerzas que alguien la contradijese—, a mi edad… En fin, supongo que cuando una ya ha pasado de los setenta debería renunciar a celebrar su cumpleaños.

Mateos y yo levantamos un coro de obligadas protestas, al que no se sumaron ni Concha ni Luisa. Ésta, en vez de hacerlo, sacó de su bolso un cilindro de papel verjurado y se lo ofreció a mi suegra.

—Es para ti, mamá —dijo, con una sonrisa resignada o indecisa—. Felicidades.

Mi suegra desenrolló el cilindro sin soltar el ramo de rosas, que crujía ruidosamente cuando ella se movía abrazándolo. Era una litografía del puerto de Amsterdam en el siglo XVII.

—¡Qué bonito! —exclamó sin convicción, recorriéndola de un rápido vistazo y entregándosela a Concha—. Toma, la haremos enmarcar.

Le dio las gracias a Luisa y a mí me guiñó un ojo cómplice.

—Tú ya me hiciste el regalo, Tomás —dijo; y abarcando el salón con un ademán de la mano que tenía libre, añadió—: Bueno, sentaos de una vez, que Concha y yo vamos a preparar el aperitivo. A ver, ¿qué os apetece beber?

Vicente Mateos pidió vino y, pensando que me ayudaría a combatir el resfriado, yo pedí un whisky. En cuanto a Luisa, con la excusa de ayudar con el aperitivo se escabulló precipitadamente hacia la cocina. Mi suegra y Concha la siguieron y quedamos los dos hombres a solas. Nos sentamos. Mateos habló del tiempo y, cuando agotó el tema, me ofreció un cigarrillo, que acepté, no porque me apeteciera (tenía la garganta dolorida, y la primera calada me dejó en la boca un sabor sucio), sino por ocupar con algo las manos y, quizá, por ver si el tabaco obraba los prodigios de sociabilidad que sus defensores suelen atribuirle. No los obró, por supuesto, y para evadirme de la incomodidad del silencio y de la ingrata presencia del viejo, pensé en Claudia: la imaginé tomando el sol en la playa, nadando en el agua, jugando en la arena con su hijo. Pensé: «Querer a alguien es estar en dos sitios a la vez». Una sensación aún más incómoda que el silencio me arrancó entonces de mi ensimismamiento, y era que Mateos, que parecía haber renunciado a entablar conversación conmigo y aguardaba la llegada del aperitivo con las manos cruzadas sobre los muslos y la boca torcida en una sonrisa hueca, tenía clavados en los míos unos ojos duros e inmóviles. En el apremio por librarme de ellos sólo acerté a aventurar una hipótesis que era también una pregunta.

—Así que hace poco tiempo que se conocen, usted y mi suegra —dije.

Nadie había mencionado el asunto, desde luego, pero por algún sitio había que empezar. Transcurrieron segundos interminables, durante los cuales, para mi sorpresa, Mateos no dijo nada; lo único que hizo fue apartar sus ojos de los míos y volverlos a fijar en algún punto situado por encima de mi hombro izquierdo; luego, increíblemente, sonrió. Comprendí entonces que la vista defectuosa de Mateos me había confundido; también comprendí que estaba sordo. Tranquilizado, repetí en voz más alta la pregunta.

—No, no, qué va, hace muchos años —respondió, tal vez menos feliz porque me interesara por su vida que porque me hubiera resuelto a romper el silencio—. En realidad desde que éramos chicos. Lo que pasa es que, bueno, hágase cargo, eso fue antes de la guerra.

La entrada en el salón de Luisa y mi suegra, precedidas por Concha, que cargaba con la bandeja del aperitivo, interrumpió la explicación de Mateos.

—Fíjate, Luisa, ya se han hecho amigos —comentó con alegría mi suegra, poniendo sobre el mármol de un aparador el jarrón en el que había metido el ramo de rosas—. A ver: de qué estabais hablando.

Mi suegra se sentó al lado de Mateos, le cogió del brazo y le repitió al oído la pregunta.

—Le estaba hablando a Tomás de los años que hace que nos conocemos —dijo Mateos.

—¡Si sólo hiciera años! —exclamó mi suegra, entrecerrando unos párpados apesadumbrados y sonriendo con una suerte de piadosa ironía, mientras soltaba el brazo de Mateos y tomaba con sus manos de uñas pintadas de rosa un vaso de vino blanco. Concha se retiró a la cocina, y Luisa, tensa y correcta, permaneció de pie, con un vaso de cerveza en una mano y un inquieto cigarrillo enredado entre los dedos de la otra—. ¡Siglos hace, siglos! Pero lo que son las cosas: quién nos iba a decir que después de tanto tiempo volveríamos a vernos, ¿verdad, Vicente?

Mi suegra contó que había conocido a Mateos durante los remotos veraneos de su juventud en Caldetes. Según ella, Mateos, cuyo padre poseía una tienda de comestibles que ella solía frecuentar en el centro del pueblo, era por aquella época un muchacho entorpecido por todas las timideces de la adolescencia. Este hecho, pero sobre todo el de que su condición de hijo de una familia humilde le excluyera de la adinerada colonia de veraneantes de que formaba parte mi suegra, privó a Mateos de ingresar en el círculo privilegiado de jóvenes que invertían los interminables veraneos de entonces en cortejarla, pero no de concebir por ella una pasión abrasadora y sin esperanza, silenciosa, deslumbrada, distante y fiel. Las escaseces de la guerra le ofrecieron una oportunidad, que no desaprovechó, de salir del anonimato y hacer méritos ante ella, distrayendo alimentos de la tienda de su padre y haciéndoselos llegar personalmente a la familia Eceiza, hambrienta y recluida por el miedo en su finca de las afueras del pueblo. Mateos nunca fue más feliz que en aquellos días atroces, cuando a la hora de la siesta salía a escondidas de su casa cargado con cestas de comida, pero sobre todo cuando al anochecer regresaba de vacío acompañado hasta la entrada de la finca por la muchacha inaccesible que desde siempre se había resignado a codiciar en silencio. Al acabar la guerra el padre de Mateos fue represaliado y su familia obligada a iniciar una nueva vida en Barcelona, y cuando mi suegra regresó a Caldetes, después de vencer a la tuberculosis que durante cuatro años la encerró en un sanatorio de la sierra de Collserola, se habían evaporado juntamente la tienda de comestibles, el muchacho enamorado en secreto, su juventud asediada de pretendientes y la opulenta irrealidad en la que su familia había flotado hasta entonces, enterrada para siempre bajo el orden rapaz de la posguerra por la diligencia expoliadora de los vencedores. Durante casi cincuenta años no volvieron a verse. Al igual que mi suegra, Mateos se había casado, había tenido hijos, había enviudado, pero ni la erosión del tiempo ni sus otros amores habían conseguido borrar de su imaginación el recuerdo de mi suegra, y el domingo anterior, exactamente una semana antes de que ella cumpliera setenta y seis años, con un vértigo de incredulidad y gratitud había reconocido sin posibilidad de error, bajo las formas desbaratadas de aquella anciana rutilante y transfigurada por la excitación del juego, los esplendores de la muchacha que inflamó su adolescencia. Con el corazón palpitándole en la garganta la abordó y le dijo quién era, y dos horas más tarde y más de cincuenta años después de haberlo concebido le declaró su amor.

—¡Cómo iba a negarme! —exclamó mi suegra con la voz anegada de ternura; devolvió a la mesa el vaso de vino, en cuyo borde habían dejado sus labios una mancha colorada de carmín, y se pasó un dedo cuidadoso y efectista por el rabillo de los ojos agrandados por el rímel—. Bueno, y aquí estamos —concluyó, cogiendo entre las suyas una mano de Mateos y palmeándole el dorso—. Como dos tortolitos, ¿verdad, Vicente?

No recuerdo qué es lo que contestó Mateos después de hacerse repetir la pregunta, pero sí que mientras mi suegra contaba la historia de su postergado amor otoñal yo era consciente de que su sentimentalismo senil la estaba adornando con invenciones románticas que Mateos no pudo o no quiso desmentir. También recuerdo que me sentí humillado. (La verdad es que entonces no entendí del todo el motivo de esta humillación, que ahora me parece transparente. La idea de que nuestro destino no es único, de que lo que nos pasa les ha pasado también a otros, de que no hacemos sino repetir una y otra vez, hasta la saciedad, una aventura idéntica y ajada, nos resulta intolerable. Por eso en aquel momento padecí como un ultraje —y tal vez también como un anuncio de decadencia, como un negro heraldo— el hecho de que un hombre ruinoso, estrábico y sordo y una mujer devastada por la agonía de su lucha contra la vejez estuvieran viviendo una historia que entonces se me apareció como un avatar crepuscular de la que yo estaba viviendo con Claudia). Por su parte, Luisa aprovechó la primera pausa que le brindó la conversación para arrastrar de nuevo a su madre a la cocina y abandonarnos otra vez a Mateos y a mí trabados en un silencio embarazoso y multiplicado por el bullicio reciente de mi suegra. Mateos vació de un trago su copa y, poniéndola sobre la mesa, recuperó la actitud modesta y expectante y la sonrisa extraviada por encima de mi hombro que habían precedido a la irrupción de las mujeres. «Acabarás como él», pensé, inopinadamente. La idea me sorprendió tanto que por un momento pensé que no había sido yo quien la había formulado, sino que me había sido dictada por alguien y, como impulsado por un resorte, me levanté, forcé una sonrisa tibia y, con la excusa de rellenar las copas vacías, salí del salón.

Luisa y mi suegra discutían en la cocina mientras Concha se ocupaba con indiferente diligencia de la comida. Está claro que llegué en el momento menos adecuado, porque a mi suegra le faltó tiempo para refugiarse en mí.

—Haz el favor de escuchar un momento, Tomás —me pidió, cerrándome el camino de la nevera y asiéndome de un hombro.

Más que una petición era una orden. Por miedo a romper las copas levanté instintivamente los brazos.

—Mamá, déjale en paz —imploró Luisa—. Tomás no tiene nada que ver con esto.

—Claro que tiene que ver. Él también es de la familia, ¿no? —«Quién sabe por cuánto tiempo», pensé. Luisa asintió con un gesto de cansancio—. ¿Sabes lo que me está pidiendo Luisa? —No había que ser un genio para adivinarlo, pero no dije nada—. Que eche de casa a Vicente.

—Te he pedido que dejemos la comida para otro día. No que le eches.

—Pues a eso yo le llamo echarle —porfió mi suegra—. Le he invitado a comer y de aquí no se va en ayunas. Sólo faltaría eso. Además, quiero que conozca a mis hijos.

—¿Para qué?

—¿Cómo que para qué? Para que los conozca. Porque son mis hijos. Y si me apuras para que vea que os revienta que vuestra madre intente ser feliz los últimos días de su vida.

—Mamá, por favor, no te pongas melodramática.

—Me pongo como me da la gana. Y además es verdad: os revienta. —Se volvió hacia mí con el rostro fruncido por la irritación, buscándome los ojos—. A ellos lo que les gustaría es que me pasara el día encerrada en casa, cosiendo y viendo la tele como una idiota, o rodeada de vejestorios que están todo el día quejándose. Para viejas bastante tenemos con nosotras, ¿verdad, Concha?

Concha estaba limpiando una lechuga bajo el chorro del grifo del fregadero; moviendo apenas la cabeza preguntó:

—¿Cómo dice, señorita?

—Ay, hija, te estás quedando sorda.

—Perdóneme que le diga —replicó, cerrando de golpe el grifo y volviéndose para encarar mansamente a mi suegra—, pero aquí el único sordo que hay es su novio.

—No seas celosa, Concha, que no está bien. Además —se acercó a ella, le hizo un gesto de complicidad, la cogió de un brazo—, ya verás qué pronto vas a encontrar tú también a alguien.

Concha se encogió de hombros, nos dio de nuevo la espalda y, abriendo otra vez el grifo del fregadero, aseguró:

—Si es como el novio de la señorita, prefiero quedarme como estoy, la verdad.

—Pues no sé qué tiene de malo Vicente —prosiguió mi suegra, invulnerable a la displicencia de Concha—. Es un hombre bueno, amable y cariñoso. Y está enamorado de mí. Eso se nota enseguida, ¿verdad? —Nadie contestó—. Mirad, os voy a contar una cosa que no pensaba contaros —anunció como si acabara de ceder por fin a una presión agobiante, y acto seguido mantuvo suspendida de un hilo la atención de su auditorio mediante un silencio como el que fabrican los abogados en los juicios de las películas antes de desvelar la sorpresa que probará definitivamente la inocencia de su cliente. Articulando con cuidado unas palabras que sin duda no necesitó elegir, explicó—: Me ha pedido que me case con él.

Luisa abrió unos ojos de pasmo y sonrió sin separar los labios, como si estuviera sujetando con los dientes un temblor imperceptible.

—Te ha pedido… ¿Qué te ha pedido?

—Que me case con él.

—Mamá, por favor —se desesperó Luisa—. ¡Pero si sólo hace una semana que os conocéis!

—De una semana nada, rica: cincuenta años, ya te lo he contado —precisó mi suegra—. Pero aunque hiciera una semana. ¡A ver si no voy a tener derecho a rehacer mi vida con quien me plazca!

—Claro que tienes derecho, mamá, pero…

—¡Pues entonces! —zanjó mi suegra, y de nuevo me buscó los ojos—. Y conste que todavía no le he dado una respuesta a Vicente. Él es muy apasionado y dice que tenemos que recuperar todo el tiempo que hemos perdido. Y tiene razón. Pero yo quiero pensármelo tranquilamente, figúrate, no es una decisión que se pueda tomar a la ligera, ¿no te parece?

Asentí.

—Bueno, mamá, haz lo que quieras —dijo Luisa en tono conciliador—. Tú sabrás lo que te conviene. Lo único que te pido es que no compliques las cosas más de lo que ya lo están. Si quieres casarte con ese señor, cásate con él.

—Yo no he dicho que quiera casarme con él —la corrigió mi suegra—. He dicho que me lo estoy pensando.

—Es lo mismo —continuó Luisa—. ¿Pero no te das cuenta de la que se va a armar cuando llegue Juan Luis y le vea? En cambio, si aplazas la comida tendremos tiempo de hablar con él y de prepararle… Si quieres le llamo ahora mismo y me invento una excusa.

—Ni hablar —la atajó mi suegra—. Eso sí que le pondría furioso. Y con razón. Mira, Luisa, te voy a decir la verdad: me parece mal que desconfíes de Juan Luis; él tiene sus cosas, como todo el mundo, pero en el fondo es un trozo de pan. ¿Quién va a conocer a un hijo mejor que su madre? Además —añadió, bajando la voz—, ¿le dije yo algo cuando trajo a casa a la pánfila de Montse? Pues entonces. Tú no te preocupes: al principio a lo mejor está un poco incómodo, es natural, quería tanto a su padre que le parecerá raro verme con otro hombre. ¿Por qué te crees que no le he presentado nunca a mis amigos? Pero ya verás qué buenas migas hace enseguida con Vicente. —En ese momento sonó el timbre—. Mira, ahí está.

Mi suegra fue a abrir la puerta mientras Luisa apoyaba su desaliento en el mármol de la cocina y suspiraba, resignando la cabeza, antes de que Concha la apartara para abrir la nevera. Yo bajé los brazos, que habían empezado a dolerme porque incomprensiblemente los había mantenido en vilo durante toda la discusión, llené la copa de Mateos, añadí a la mía un chorro de whisky y un par de trozos de hielo y, como quien se dispone a asistir a la representación de una obra de teatro que sabe que puede gustarle o disgustarle, pero que en ningún caso le apasionará, porque la historia que cuenta apenas le concierne, fui al salón y me acomodé frente a Mateos, en lo que calculé que iba a ser un asiento de privilegio.

Lo fue. Y mentiría si dijera que la función defraudó mis expectativas. Sentí que el telón se levantaba cuando, alertado por el rumor del pasillo, Mateos alzó de la butaca su frágil armazón de huesos, mientras en el salón irrumpían con estrépito y empujones los cuatro hijos de Juan Luis impecablemente vestidos y peinados de domingo; detrás de ellos, escoltándolos, apareció Montse, con el pelo fosilizado por la permanente y el cuerpo ceñido por el verde esmeralda de un vestido de una pieza, con volantes, que redondeaba sus carnes ingentes confiriéndole la apariencia de una muñeca de feria o, tal vez, de una mujer de Botero. Montse no tuvo tiempo de saludar a Mateos, porque cuando iba a hacerlo apareció Juan Luis acompañado por su madre en la puerta del salón. No la traspasó: se quedó allí, bajo el dintel, perforando a Mateos con una mirada de orate, paralizado por la incredulidad, la sonrisa convertida en una mueca de estupor agriada por el labio leporino. Luego levantó un índice acusador contra Mateos y, con voz temblorosa de ira, preguntó:

—¿Se puede saber quién es éste?

Señalando a Mateos por encima del hombro de Juan Luis, mi suegra explicó con afecto:

—Es Vicente Mateos, hijo. Un amigo de mamá.

Entonces tronó Juan Luis:

—¡Pues o se larga ahora mismo o me largo yo!

Giró en redondo con todo el ímpetu de su cólera y se perdió airadamente por el pasillo. Luisa y mi suegra salieron tras él, mientras Mateos, de pie todavía en medio del salón, como si buscara una explicación o un refugio volvió hacia mí una sonrisa blanda, atónita y desvalida. La verdad es que el primer acto de la representación debió de entretenerme bastante, porque consiguió borrar de mis preocupaciones no sólo la amenaza del incipiente resfriado, sino también la de la dificil conversación que tenía pendiente con Luisa; unido al hecho de que el segundo whisky estaba empezando a ejercer su efecto euforizante y a la conciencia agridulce y confusa de estar asistiendo quizá por última vez a un altercado de mi familia política, esto tal vez pueda en parte explicar que no se me ocurriera otra cosa, como respuesta a la petición de auxilio de Mateos, que levantar el vaso de whisky y echar un trago con un ademán que sólo podía significar: «Ánimo, compañero. Esto es sólo el principio». Sin embargo, para compensar este gesto ladino o para limpiar mi conciencia, intenté alertar discretamente a Mateos sobre un peligro en el que su ignorancia no le había permitido reparar. Y es que justo antes de que Juan Luis lo anatematizara con su baladronada de botarate, el viejo había dado un par de tímidos pasos hacia él con la ilusa intención de saludarlo, y este gesto inocente le había colocado al alcance de la cuádruple amenaza de los niños, cuyo disciplinado silencio de acecho nada bueno auguraba. Montse también debió de intuir el peligro y adelantándose a él trató de atenuar la tensión del momento.

—Vamos, niños —instó a sus hijos—. Saludad a este señor, que es un amigo de la abuelita.

Para mi sorpresa Mateos pareció entender a la primera las palabras conciliadoras de Montse y, lleno de visible gratitud por el respiro que le concedían, se inclinó hacia los niños con su mejor sonrisa. Bastó sin embargo una mirada disuasora del mayor de ellos —un mocoso de nueve años y de nombre Ramón, en el que convivían la mala leche del padre y la obligada astucia de mujer sometida de la madre— para que el amigo de mi suegra admitiera la conveniencia de cambiar el beso previsto por una reticente caricia en el pelo de los niños, que obedeciendo a Montse lo saludaron con displicencia. Con la misma falta de entusiasmo me saludaron a mí, y a continuación rompieron filas y se reagruparon por parejas en un extremo del salón, donde se enfrascaron por turnos en las complejidades audiovisuales de dos Gameboy. Mientras Concha cruzaba una y otra vez ante la puerta del salón, cargada de platos, cubiertos, vasos y servilletas, en dirección al comedor, y se oía el rumor crispado y cercano de la reyerta que Juan Luis, mi suegra y Luisa mantenían en la cocina, Mateos y Montse se pusieron a conversar a gritos sobre el verano, sobre las vacaciones y sobre los niños, cuyos Gameboy llenaban el salón de una musiquita de feria.

Así concluyó el entreacto, y tan pronto como volvió a levantarse el telón los hijos de Juan Luis decidieron sumarse al rifirrafe que había iniciado su padre y pulverizar la calma saturada de malos presagios que por un momento había reinado en el escenario. Aún no debían de haber transcurrido diez minutos desde la entrada triunfal de Juan Luis cuando advertí que uno de los niños —en realidad la única niña, Aurelia se llamaba— salía corriendo del salón perseguida por su hermano Juan Luis, que mascullaba entre dientes amenazas y confusos insultos, de lo que deduje que Aurelia se había cansado de esperar su turno y le había arrebatado el Gameboy a su compañero de juego. Pese a que su instinto fogueado en mil emboscadas le había impedido bajar la guardia mientras conversaba con Mateos, Montse no pudo reaccionar a tiempo, y apenas había salido del salón a la caza de los niños cuando nos llegó desde el comedor un estropicio inconfundible de vajilla trizada. Ni siquiera este estruendo de guerra consiguió apagar la discusión de la cocina, pero sí obligó a Concha, que justo en ese momento cruzaba ante la puerta del salón con una bandeja erizada de copas de champán, a dar media vuelta para al rato volver cruzar la puerta armada de una escoba, un recogedor y el blindaje de paciente fatalismo con que la habían acorazado sus muchos años de servicio en la familia. Para entonces sonaba ya en el comedor un llanto doble, rabioso y sincrónico, que era sin duda (pensé) fruto de los modernos métodos pedagógicos que Montse empleaba para domesticar a sus hijos. Recuerdo que en ese momento Mateos se volvió hacia mí con una mezcla de alarma y desconcierto, y estoy seguro de que iba a preguntarme qué pasaba cuando el mayor de los niños, que había permanecido en el salón esperando su turno con el Gameboy, decidió cambiar la paciencia por la astucia, se acercó a Mateos y con aire seráfico y voz de plata le pidió que le permitiese observar de cerca sus gafas. Antes de que yo alcanzara a gritarle que no lo hiciese, el infeliz accedió a la petición, seguramente deseoso de congraciarse con una parte decisiva de su futura familia. Las consecuencias previsibles de esta temeridad no se hicieron esperar, pero al menos la desnudez de sus ojos deteriorados le ahorró al pobre viejo la imagen del niño regresando junto a su hermano para ofrecerle las gafas a cambio del Gameboy. El hermano, que se llamaba Daniel y era el menor y el más candoroso de los cuatro, se avino de momento al trueque, pero en cuanto examinó las gafas del derecho y del revés comprendió el error del intercambio y la sagacidad de estafador de su hermano, y las arrojó contra el suelo con una violencia de adulto. Por fortuna, el regreso de Montse con los dos gimoteantes responsables del destrozo de la vajilla impidió o aplazó la represalia del hermano engañado, que se limitó a sentarse junto al timador en actitud de paciente expectativa, y, tal vez porque me sentía en parte responsable de la tribulación del viejo, yo intenté aprovechar la tregua para recoger del suelo lo que quedaba de las gafas, pero apenas me levanté de la butaca vi aparecer a Juan Luis por la puerta del salón con aire de querer ponerle al segundo y último acto un final digno de las pirotecnias del resto de la obra. Demudado por la derrota que (comprendí) le había infligido la testarudez de su madre, ordenó:

—Montse, coge ahora mismo a esos niños. Que nos vamos.

Montse lo miró con su mansedumbre de oveja e inició una protesta.

—No te excites, Juan Luis —le pidió—. Que es el cumpleaños de tu madre y luego vas a arrepentirte.

—Me da lo mismo: he dicho que nos vamos y nos vamos.

—Pero Juan Luis, por favor, cómo podría convencerte…

Su marido se cruzó de brazos y la atajó en seco:

—No puedes.

Dando un hondo suspiro de resignación, Montse pastoreó a los niños, petrificados por el pánico del padre, y los sacó del salón después de obligarlos a despedirse de mí y de Mateos, quien no bien sintió la proximidad de Juan Luis se puso de pie y, con gesto de disculpa o de ruego, dirigía hacia lo que sin duda no eran para él más que el bulto borroso de Juan Luis y el mío una sonrisa muda y deslumbrada por la ausencia de las gafas. Una vez desfilaron ante él su mujer y sus hijos, Juan Luis descruzó los brazos, clavó la mirada en mí —que contesté al desprecio habitual de sus ojos entornando los párpados y encogiéndome de hombros— y luego en Mateos, y por fin, sin una sola palabra y sin mudar la desencajada expresión que le agarrotaba el semblante, partió.

Entonces me levanté y recogí del suelo las gafas de Mateos, que de milagro estaban intactas. Se las devolví. El viejo se las puso, me miró con una ansiedad visible y, como yo no reaccionaba, con una sonrisa de perplejidad preguntó:

—Algo va mal, ¿no?

Le contestó un portazo, que tal vez no oyó.