Una sorpresa que en aquel momento me pareció inocua, pero que el tiempo no tardaría en demostrar que no lo era, me aguardaba cuando aquella misma noche llegué a mi casa, fatigado e inquieto después de pasar la tarde en compañía de Claudia. Acababa de ducharme y de cambiarme de ropa, y al vaciar los bolsillos del pantalón usado vi que me había quedado con las llaves del piso de mi amiga. Quizá pueda parecer curioso que mi primera reacción ante este hallazgo fuera sonreír, pero la verdad es que no bien sostuve en la mano el llavero me asaltó la imagen de la amiga psicoanalista de Claudia, la que había atribuido la huida de su marido a los celos que la aparición del hijo habían despertado en él, afirmando sin vacilación que mi descuido traicionaba el anhelo secreto de retener el afecto de Claudia. No hacía falta desde luego apelar a fantasías tan sofisticadas para dar con una explicación plausible de mi error, porque al fin y al cabo era lógico que la noche anterior, después de que Claudia consiguiera trabajosamente abrir la puerta de su casa y me entregase las llaves para que las devolviera a su bolso, desarbolado por la excitación de la noche y guiado por la costumbre yo me las llevara instintivamente al bolsillo. Lo cierto en cualquier caso es que tan pronto como caí en la cuenta de mi negligencia decidí telefonearla, para ahorrarle una búsqueda inútil, supongo, y quizá también para comentar jocosamente la jugada (ni se me ocurrió que mi descuido pudiera impedirle entrar en la casa: debí suponer que conservaría otra copia de las llaves; o que se la habría confiado al portero, o a algún vecino). Sin pensarlo dos veces marqué su número de teléfono.
—¡Diga!
—Ah, perdone —me apresuré a disculparme, seguro de que aquella furiosa voz de hombre no podía contestar el teléfono de Claudia—. Creo que me he equivocado.
Mientras con más cuidado marcaba otra vez el número, se me ocurrió sin embargo que Claudia podía malinterpretar el hecho de que yo la llamase apenas una hora después de habernos separado, sobre todo teniendo en cuenta que la llamada era en el fondo superflua: me parecía evidente que, en cuanto advirtiese la desaparición de las llaves, mi amiga no tardaría en recordar el episodio de la noche anterior y en adivinar dónde estaban; por eso, si lo necesitaba o lo juzgaba oportuno, ella sería con seguridad la primera en llamarme. Con piadosa condescendencia razoné, además, que si algo podía agradecer Claudia en ese momento no era precisamente que yo la importunase, sino que respetase el sosiego que sin duda necesitaba para poner un poco de orden en sus ideas. Sin acabar de marcar el número colgué el teléfono.
Naturalmente, quien necesitaba un poco de sosiego para poner en orden sus ideas era yo. No telefoneé a Claudia esa noche, y tampoco Claudia me telefoneó a mí. Pero durante las casi veinticuatro horas que transcurrieron desde que llegué a mi casa hasta que al atardecer del sábado me reuní con Luisa en el aeropuerto, ni un solo instante dejé de darle vueltas a mi encuentro con Claudia. Vívidamente reconstruí, una y otra vez, las horas que había pasado con ella y, quizá porque es imposible entender un hecho mientras lo estamos viviendo, o porque casi siempre vivimos negligentemente, sin prestar demasiada atención a lo que nos pasa, no sin alguna perplejidad empecé poco a poco a reconocer o a inventar una aparatosa discrepancia entre la forma en que yo había interpretado mi propio comportamiento y el de Claudia mientras estuvimos juntos y la forma en que ahora, retrospectivamente, los interpretaba. Un ejemplo bastará para definir el alcance de esa disparidad. Durante la tarde del viernes la actitud de Claudia me desconcertó por completo: aunque sin desvanecerse del todo, la espontaneidad ilusionada, burlona y cordial del día anterior se había trocado en una especie de calculada e incómoda tirantez, en una obstinada determinación de abrir de nuevo entre los dos el barranco de formalidades que la intimidad de la carne había salvado; además, Claudia proscribió de la conversación cualquier alusión a su marido, a Luisa o a la noche que acabábamos de pasar juntos y se contrajo a interrogarme acerca de mi trabajo, a hablar del suyo y, sobre todo, de Max, y sólo cuando ya nos despedíamos en el atardecer tibio y poblado de terrazas de la plaza del Sol me recordó la conversación que habíamos mantenido la noche anterior y me obligó a prometer que no le contaría a Luisa nada de lo que había ocurrido entre nosotros. Estoy seguro de que en aquel momento pensé que el inopinado desapego de mi amiga sólo podía ser la traducción de su arrepentimiento por haber cedido a la trivialidad de una aventura fugaz y, tal vez, una sinuosa advertencia para que yo descartara cualquier posibilidad de que algo semejante se repitiera —lo que acaso pueda en parte explicar que en el curso de la tarde yo fuera insensiblemente olvidando la idea de proponerle a Claudia que volviéramos a dormir juntos, cosa que en la exaltación propicia del despertar había descontado—, pero lo cierto es que el sábado, muchas horas después de separarme de ella, la ilusoria clarividencia que a veces confiere el deseo —siempre dispuesto a convencemos de que no es verdad lo que parece serlo, sino lo que queremos que sea verdad— me animó a interpretar cada silencio de Claudia como una amordazada confesión de amor y cada gesto de impaciencia, cada distracción o cada frialdad como un instrumento del orgullo de su independencia trabajosamente conquistada, que le vedaba cualquier manifestación de afecto que yo pudiera percibir como un chantaje y la obligaba a obrar de tal forma que me fuera imposible sentirme comprometido por un encuentro que (al menos eso es lo que debía de imaginar Claudia) no podía tener para mí otro significado que el de un postergado y saludable ajuste de cuentas con la adolescencia.
Fue así como la distancia de hielo que Claudia impuso entre nosotros durante la tarde del viernes dejó de constituir a mis ojos un testimonio inapelable de la naturaleza brutalmente efimera de la felicidad (o, a lo sumo, del desconcierto afectivo en que la separación de su marido había sumido a Claudia) para convertirse en una prueba inequívoca de que, de no ser porque yo era un hombre casado y porque hacerlo significaba incoar un conflicto de consecuencias imprevisibles, mi amiga hubiera deseado que nuestra relación no se agotase allí. En cuanto a mí, es posible que mi matrimonio no estuviera atravesando su mejor momento, y desde luego es cierto que hacía ya tiempo que había cambiado los hervores de la pasión por la regularidad de la costumbre y que nada parecía poder trastocar su discurrir agradable y vagamente anodino; no es menos cierto, sin embargo, que todos estamos siempre a la espera de encuentros maravillosos e inesperados y que, cuando una de esas raras ocasiones se presenta, a quienes no vivimos como si fuéramos a vivir para siempre desaprovecharla nos parece una frivolidad. Aunque mientras estuve con Claudia me entregué a ella con todo el fervor de que soy capaz, la verdad es que ni siquiera me pasó por la imaginación que aquella aventura pudiera poner en peligro mi matrimonio; apenas me separé de Claudia —y, sobre todo, apenas comprendí o creí comprender que ella estaba deseando volver a verme—, empecé íntimamente a sentir que era inevitable que lo hiciera: abrumado por una especie de nostalgia anticipada, nada me pareció más desalentador que la certidumbre de que no volvería a ver a Claudia. Quizá con la intención de evitarlo (o quizá porque lo que más me atraía secretamente era lo que más daño podía hacerme), me dije entonces que la única forma de ser fiel a Claudia era precisamente traicionándola, rompiendo la promesa de silencio que le había hecho antes de separarnos y contándoselo todo a Luisa. La idea me complació, porque pensé que delataba un instinto de honestidad. Ahora sé que no se trataba de honestidad, sino de fuerza; o de falta de fuerza, para ser más exactos: porque, para quien no ha contraído aún el hábito de la mentira, hay pocas cosas que exijan tanta energía como guardar un secreto, y pocas que alivien tanto como contarlo, quizá porque es verdad que en el fondo todo lo que hacemos lo hacemos para poder contarlo. Por lo demás, quién sabe si en aquel momento no juzgué más arriesgado esforzarme por guardar el secreto, exponiéndome al peligro de que Luisa lo descubriera por su cuenta, que revelárselo yo mismo y apechar con las consecuencias.
Lo cierto es que para el sábado por la tarde, cuando aparqué el coche frente a la terminal de vuelos internacionales del aeropuerto, yo ya había resuelto no ocultarle a Luisa mi encuentro con Claudia. Como aún no eran las siete y media cuando entré en la terminal, después de verificar en el panel que anunciaba las llegadas que el vuelo de Luisa aterrizaba a las ocho, según lo previsto, me llegué hasta el bar. Recuerdo que había bastante gente y que dos camareros de uniforme blanco atendían a los clientes de la barra, mientras otro circulaba frenéticamente entre las mesas. Me senté a una de éstas y encendí un cigarrillo, que enseguida apagué, porque cada chupada me llenaba la boca de un sabor de ceniza mojada; este hecho, unido a la dificultad de tragar que notaba desde que me despertara en casa de Claudia y que desde entonces había tratado de ignorar (como si ignorarla fuera una forma eficaz de luchar contra ella), me obligó a enfrentar la desagradable evidencia de que había contraído un inicio de resfriado. Mentalmente maldije las noches de verano, las terrazas y las brisas del Putxet y, por aquello de que conviene alimentar el resfriado, cuando finalmente conseguí atraer la atención del camarero ambulante le pedí un café con leche bien caliente y un paquete de magdalenas.
Aún no había dado cuenta de las magdalenas cuando apareció Luisa acompañada por un tipo que empujaba un carrito cargado con dos maletas. Al verlos me ruboricé, menos porque me hubieran sorprendido devorando magdalenas a dos carrillos, con injustificable urgencia, que porque por un momento sentí que mi rostro delataba la noche de dormida con Claudia. Logré sin embargo sortear las trampas de la mala conciencia y, forzando una sonrisa de bienvenida, precipitadamente me levanté, le di un beso a Luisa, le pregunté cómo estaba.
—Cansada —dijo, devolviéndome la sonrisa. Me pareció que estaba un poco pálida. Iba a decírselo cuando, señalando a su acompañante sin mirarlo, preguntó—: ¿Os conocéis?
—No —se apresuró a contestar el otro, alargando por encima del carrito una mano morena y nudosa. Me fijé en él. Era un hombre espigado, algo más joven que yo (y desde luego que Luisa, que me sacaba cinco años), corpulento y fibroso, de piel tostada por el sol, de pelo dorado, abundante y ligeramente alborotado, de pupilas oscuras y escrutadoras, que flotaban en el iris como peces en una pecera, inquietando los cristales de unas gafas de fina montura metálica; lucía una expectante sonrisa de suficiencia y vestía con ese falso aire de descuido juvenil que a veces comparten los profesores de las buenas universidades norteamericanas y los pijos de Barcelona: mocasines de verano, ajustados vaqueros negros, camiseta Lacoste y jersey mostaza colgado a la espalda—. Me llamo Oriol Torres —añadió—. Hemos hablado alguna vez por teléfono, no sé si te acuerdas.
Me acordaba. Torres era profesor ayudante en el departamento de Luisa, y más de una vez había llamado a casa preguntando por ella, que invariablemente lo había descrito como un joven brillante. Le estreché la mano y, con un escalofrío de asco, noté que estaba sudada: por un momento pensé que estaba sujetando un pescado. No había tenido tiempo de soltar la mano de Torres cuando oí que éste me daba la enhorabuena. Lo miré sin entender.
—Por el embarazo, quiero decir —aclaró, señalando a Luisa.
Improvisé una frase de agradecimiento, farfullando y confundido por el hecho increíble de que yo no hubiera recordado el embarazo, y tal vez también por una anomalía que entonces no acerté a identificar y que más tarde olvidé, aunque en aquel momento sin duda debí de intuir que la confianza que Luisa había depositado en Torres al revelarle su embarazo traicionaba la discreción que ambos habíamos decidido guardar por el momento sobre ese asunto.
—Bueno, la verdad es que hace tan poco que lo sabemos, pueden pasar todavía tantas cosas… —Mientras divagaba en busca de una explicación que justificase la sorpresa que me había producido la felicitación de Torres, advertí que aún estaba sujetando la mano sudada de éste y, como si un calambre me recorriera de pronto el brazo, la solté—. En fin, no sé si nos hemos hecho ya a la idea.
Por el servicio de megafonía una voz femenina anunció en ese momento un vuelo. Luego hubo un silencio raro. Miré de reojo a Torres, que no miraba a Luisa ni me miraba a mí, sino, extrañamente, a mis pantalones; la extrañeza se transformó en turbación cuando me di cuenta de que estaba secándome en ellos la mano que acababa de darle. Por fortuna Luisa rompió el silencio.
—Ya tendrás tiempo de acostumbrarte. —Le agradecí que añadiera—: ¿Nos vamos?
Luisa y Torres conversaron entre ellos durante el trayecto de vuelta. No recuerdo de qué hablaban (tal vez de Amsterdam, o del congreso; o de algún proyecto que pensaban llevar a cabo en común), pero sí que el tema me excluía; esto no me molestó, porque juzgué que era el precio que tenía que pagar para aplazar la incomodidad o el miedo de estar a solas con Luisa. Por lo demás, me costaba atender a lo que decían. Pensaba en la forma en que le contaría a Luisa mi encuentro con Claudia. Pensaba en Claudia y, quizá por su insistencia de la tarde anterior en hablar sobre Max, supuse que, como ella misma había insinuado antes de separarnos, optaría finalmente por volver a Calella durante el resto del fin de semana, junto a su hijo y sus padres, y aun a riesgo de que el marido pudiera aparecer por allí; luego la imaginé en la soledad de su piso, regando las plantas de la terraza o viendo aburridamente la televisión. Esta última imagen me cerró la garganta; también reforzó mi decisión de ser franco con Luisa.
Como si en ese momento acabara de advertir que yo también viajaba en el coche, al entrar en Barcelona Torres desvió la conversación hacia mí y, en un tono de interés que me pareció genuino, preguntó por mi trabajo, por mi situación laboral en la Autónoma y por Marcelo Cuartero, a cuyas clases al parecer había asistido cuando era estudiante. Todavía estaba contestando a sus preguntas cuando, a la altura de Vilamarí, Torres señaló una esquina y ordenó:
—Para ahí mismo.
Paré y, posándome en el hombro una mano sudada y amistosa, Torres se despidió de mí. Luego se dirigió a Luisa:
—Entonces nos vemos el martes, ¿no?
—El martes —repitió Luisa, volviéndose hacia Torres—. Y no olvides las fotocopias.
—En cuanto entre en casa las aparto —prometió, antes de abrir la puerta del coche, y ya tenía un pie en la calzada cuando añadió, sonriendo y mirándome por el retrovisor—: Y cuídate mucho, Luisa.
Al llegar a casa, mientras Luisa deshacía el equipaje y se duchaba, yo estuve entreteniendo el tiempo en mi despacho, dejando resbalar la vista por el esquema del artículo sobre Azorín, fumando ansiosamente mientras desde la ventana miraba apagarse los últimos rescoldos del atardecer tras los edificios de enfrente, tratando de darme ánimos. Inseguro y con la conciencia sucia, incapaz de pensar en nada que no fuera la temida reacción de Luisa cuando le contara mi aventura con Claudia, pensaba: «Cuanto más tarde en contárselo, peor». Recuerdo que en algún momento, presa de una emoción indefinible, reparé en el manojo de llaves de Claudia, que estaba ostentosamente a la vista, en una esquina de la mesa de trabajo; la sola idea de que Luisa entrara al despacho y preguntara por él me aflojó las piernas, de modo que lo escondí en una caja destinada a guardar los disquetes del ordenador. Superado el susto, hojeé mi agenda y descubrí que, además de ser el primer día del curso, el martes era también el día del primer examen de septiembre; el del segundo examen era el jueves, y el del último el lunes siguiente. Para distraerme conecté el ordenador y me obligué a componer los tres exámenes. Luego los imprimí, los archivé en un portafolios y los metí en la cartera.
Durante la cena hablamos sobre todo del embarazo de Luisa. Ella describió con detalle algunos de los desarreglos del cuerpo que había empezado a experimentar (la alteración del gusto en las comidas, las náuseas y mareos ocasionales, la hipersensibilidad del olfato) y se demoró en exaltar las ventajas que en todos los órdenes tendría el hecho de que la criatura fuera a nacer hacia final de curso. Recuerdo que, mientras la oía hablar, en algún momento pensé que Luisa estaba tan enfrascada en la ilusión del hijo inminente que aún no había mostrado el menor interés por la semana que yo había pasado solo en Barcelona. Esta mínima descortesía me extrañó y me alivió al mismo tiempo (lo primero porque no encajaba en los hábitos conyugales de mi mujer, y lo segundo porque me permitía posponer de momento la revelación que le reservaba para esa noche), pero sobre todo me enfrentó a la perturbadora impresión, que quizás había estado apartando desde que volví a ver a Luisa en el aeropuerto y que en aquel momento se me impuso con la fuerza de una certidumbre, de que la mujer que tenía delante no era Luisa, sino alguien que minuciosamente usurpaba sus rasgos y sus gestos y su voz, una impostora a quien sólo la helada indiferencia con que yo creía oír sus palabras había podido desenmascarar. Procuré sin embargo no dejarme dominar por esta idea de pesadilla y, tal vez con la intención de alejarla (o porque la discusión acerca del embarazo me incomodaba más de lo que estaba dispuesto a admitir), me las arreglé para interrumpir el monólogo de Luisa y desviar la conversación hacia el congreso de Amsterdam. Esta añagaza inocente sirvió al menos para disolver el espejismo que un momento antes me había inquietado, porque mi indiferencia y con ella el temor inverosímil de que otra mujer hubiera suplantado a mi mujer se hicieron pedazos en cuanto Luisa empezó a desgranar la retahíla de elogios que dedicó a Torres, en la que no faltaron encarecimientos de la audacia de sus ideas, la solidez y amplitud de sus conocimientos y el rigor de sus argumentaciones, y cuando finalmente, después de haber intercalado en el panegírico de mi mujer varios sarcasmos o impertinencias, mencioné el hecho repugnante de que a Torres le sudaban las manos, Luisa parpadeó varias veces, confusa, y tardó todavía unos segundos en reconvenirme. Lo hizo con suavidad, pero, como si de forma brusca o involuntaria acabara de descifrar un enigma trivial, enseguida una mezcla de incredulidad y regocijo sustituyó en su rostro al enojo. Preguntó:
—No irás a estar celoso, ¿verdad?
Ahora tal vez atribuiría la pregunta de Luisa al hecho de que recorremos la vida solos, de que para nadie existen demasiado los otros, salvo como engorros con los que no queda más remedio que lidiar; en aquel momento la cargué en la cuenta del abismo que la irrupción de Claudia había abierto entre Luisa y yo, o de la carcoma que roía los cimientos de mi matrimonio, cuyo trabajo premonitorio y hasta entonces inadvertido sólo el encuentro con Claudia había acertado a revelar. Lo cierto es que me pareció increíble que Luisa hubiera podido concebir semejante sospecha, y que fue precisamente entonces, quizá porque ya me pesaba demasiado el secreto, o por ese instinto absurdo y ciego de crueldad que a veces nos impulsa a herir a las personas queridas, cuando, después de ridiculizar la conjetura de Luisa, junté coraje suficiente para anunciar:
—Tenemos que hablar de un asunto cuanto antes, Luisa.
La frase restalló en el salón como la cuerda de un violín al romperse. Un silencio angustioso la siguió, durante el cual se evaporó el coraje que había acumulado, y me sentí sin fuerzas para afrontar una discusión. Por fortuna las de Luisa tampoco alcanzaban para iniciarla, pero eso sólo lo supe después de que su réplica a mi anuncio me obligara a superar un viacrucis de tres sensaciones dispares y sucesivas: pánico primero; después, perplejidad; finalmente alivio.
—Ya lo sé, Tomás —dijo con una mezcla de fatiga y disgusto, como si hubiera estado esperando mis palabras—. Pero ahora no me apetece hablar de eso. Además —añadió sin demasiada lógica, tras una pausa— le prometí que mañana iríamos a comer a su casa.
Apenas me oí a mí mismo cuando con un hilo de voz pregunté:
—¿A casa de quién?
—De mi madre. ¿De quién va a ser?
Porque las horas pasadas con Claudia lo habían borrado todo, o porque todo se olvida, yo había olvidado que el miércoles Luisa me había telefoneado desde Amsterdam para confirmar el día y la hora de su regreso, y que había aprovechado la ocasión para contarle, en ese tono de pesadumbre que tan bien disfraza el placer de cometer una maldad gratuita, que su madre había perdido trescientas mil pesetas en un casino y que, como había ocurrido en ocasiones parecidas, había apelado a mí, en ausencia de Luisa, para obtener un préstamo que le permitiera llegar a fin de mes si no mediaba otra infausta noche de juego.
—Mañana es su cumpleaños —prosiguió Luisa—. Creí que te lo había dicho. —En tono de disculpa añadió—: Le prometí que lo celebraríamos en su casa.
Pocas perspectivas podían ser menos gratas para mí en aquel momento que la de una fiesta familiar. Quizá debí haberme opuesto a ella, y hasta es posible que estuviera tentado de hacerlo, pero lo cierto es que, tal vez porque el susto involuntario que acababa de infligirme Luisa me había dejado como secuela esa sensación de gratitud que gana al cuerpo cuando se disipa una amenaza, nada objeté al compromiso.
Luisa se fue casi enseguida a la cama. En cuanto a mí, después de fregar los platos me serví un poco de whisky y me senté frente al televisor. Recuerdo que por un canal retransmitían un partido de fútbol; durante un rato lo seguí: distraídamente. En algún momento tomé la decisión de telefonear a Claudia (me apetecía comentar con ella el descuido de las llaves, ardía en deseos de explicarle la decisión que había tomado, pensaba decirle que la quería) y, cuando calculé que Luisa se había dormido, haciendo un esfuerzo por dominar los nervios marqué su número de teléfono. Al cabo de unos segundos de espera saltó el contestador y una voz masculina y metálica inició un anuncio, que no le permití acabar, porque pensé que me había equivocado de número. «Qué raro», pensé. «Con ésta van dos veces». Colgué y, con más cuidado, marqué de nuevo. Volví a esperar, volvió a saltar el contestador, volví a oír la voz metálica, que por un momento me pareció familiar. Quizá por ello esta vez la dejé acabar: con amabilidad a un tiempo meliflua e impersonal invitaba a grabar un recado. Colgué sin grabarlo.
Resignado a no poder hablar con Claudia, fui a la cocina, me serví otro whisky y regresé al comedor. El partido de fútbol había concluido. Recortado contra el verde intenso del césped y el hormiguero semivacío de las gradas, un periodista calvo interrogaba a un jugador jadeante y con la camiseta pegada por el sudor al pecho. Cambié de canal. Un individuo de mejillas gordas y sonrosadas y perfil porcino contaba chistes sentado en un taburete. En otro canal ponían un anuncio de cerveza. Robert Taylor, en otro canal, conducía en blanco y negro una caravana de carretas bajo el sol polvoso del desierto. En otro canal los componentes de una banda de rock agradecían con desganadas reverencias los aplausos de un público entregado. En otro canal una fila de chicas enfundadas en bañadores relucientes posaba contra un fondo azul de agua para un concurso de belleza. Me quedé en el concurso de belleza. Mientras desfilaban por la pantalla las sonrisas esforzadas de las mises, reflexioné que la voz masculina del contestador automático sólo podía ser la voz del marido de Claudia, cosa que por algún motivo no me extrañó tanto como el hecho de que una fotografla del mismo individuo presidiera aún el comedor de mi amiga. También pensé que mis sospechas se confirmaban: Claudia no había contestado el teléfono porque, sin duda vencida por la nostalgia del hijo, había decidido regresar a la playa, al lado del niño y de sus padres. Por lo demás, no tardé en convertir la ausencia de Claudia, que tanto me había contrariado poco antes, en una nueva manifestación de la buena estrella que en los tres últimos días parecía guiar mis pasos, pues creí comprender que hubiera cometido un error hablando con ella sin haberlo hecho antes con Luisa. El anuncio de un banco había sustituido en la pantalla al concurso de mises. Cambié varias veces de canal, hasta que me detuve en la película de Robert Taylor, que en aquel momento conversaba con John McIntyre junto a un fuego nocturno. Encendí un cigarrillo y poco después lo apagué, porque al tragar el humo me dolía la garganta. Al rato apagué también el televisor, fui al cuarto de baño y con un resto de whisky empujé un par de aspirinas. Entré a oscuras en el dormitorio, me desnudé a oscuras, a oscuras me metí en la cama. No bien lo hice comprendí que iba a tardar en dormir. Acerté.