Simón el Cirineo

Baja la cabeza y los lomos pacientes, el anciano continuaba sentado sobre el escabel, asordados los oídos por las fútiles recriminaciones de su esposa.

Sin tregua, la enfadosa comadre gruñía una y otra vez los mismos reproches:

—¡Viejo idiota! ¿Por qué perdiste el tiempo en ir papando moscas por el camino? Tu padre, y el padre de tu padre y todos los que vivieron antes de ellos fueron guardas de la puerta del Templo. Si te hubieses dado más prisa cuando te mandaron a buscar, seguro que tú también habrías sido nombrado guarda de la puerta del Templo. Pero como tardabas, eligieron a otro más diligente que tú. ¡Ah, viejo estúpido! ¿Por qué te demoraste? ¿Qué necesidad tenías realmente de llevar la cruz de ese mozo carpintero, sedicioso y criminal?

—Es cierto —reconoció el anciano—; me crucé en el camino con el mozo que iban a crucificar, y el centurión me requisó para llevarle la cruz. Y una vez que la subí hasta la cima del monte, me demoré, lo confieso, a causa de las palabras que profería aquel mozo. Derrengado de dolor iba; pero lo curioso es que no se dolía de sí mismo, y sus palabras extrañas me hicieron olvidar todo el resto.

—Bien dices que olvidaste todo el resto, incluso el poco sentido común que tuviste nunca, hasta el punto de llegar demasiado tarde para ser nombrado guarda de la puerta del Templo. ¿No te da vergüenza el pensar que tu padre, y el padre de tu padre, y todos los que vivieron antes de ellos fueron guardas de la puerta de la Mansión del Señor, y que sus nombres se hallan grabados en letras de oro y perpetuados por los siglos de los siglos en la memoria de los hombres? En cambio tú, viejo mentecato, serás el único de tu linaje que caerá en el olvido. ¿Pues quién, una vez que hayas muerto, oirá jamás hablar de Simón el Cirineo?