Naboth y Jezabel

Desde la terraza de mármol, la reina contemplaba el riente paisaje en torno del palacio.

Las dos trenzas rojas de su cabellera encuadraban la palidez de su rostro. Una vestidura tejida de oro envolvía su cuerpo ondulado. Como serpientes verdes, los joyeles de esmeralda centelleaban a los fulgores del poniente. Sus dedos finos y largos brillaban cuajados de gemas, y en su belleza resplandeciente semejaba un ídolo suntuoso.

Jezabel exhaló un hondo suspiro que hizo preguntar al rey Achab:

—¡Oh Reina de la Belleza! ¿Por qué suspiras? ¿Hay algo en la tierra y bajo el cielo que no tengas y tu corazón ansíe? ¿No posees, acaso, todo lo que el oro puede comprar de lo que el hombre hace con el trabajo de sus manos? Si hay algo aún que tu alma desee, ¿no estoy yo aquí para dártelo, yo, rey de Siria y esclavo tuyo?

Con voz lenta y lánguida, habló la reina, como cansada por una intolerable fatiga y mortalmente triste por la saciedad de los deseos cumplidos.

—¡Oh Rey! Verdad que tengo todo lo que puede dar la tierra: el oro, las piedras preciosas, las túnicas de plata, los mantos de púrpura, los palacios de mármol llenos de danzarinas y de esclavas. Sí, todo eso tengo. Y también los jardines de palmeras, los vergeles de rosas, los bosquecillos de naranjos, cuyo perfume embriaga a la hora pesada del mediodía. Sí, los camellos de paso cadencioso atraviesan el desierto cargados de aromas y tesoros para mi deleite. Mi belleza me da la omnipotencia, y todos los hombres son mis esclavos, y tú mismo, ¡oh Rey!, te prosternas ante mí en el polvo, no obstante ser Achab, soberano de Siria. Pero a la puerta de mi palacio se extiende una viña de verde follaje, en el que anidan las palomas, y pertenece a otro. He aquí por qué suspiro.

—No suspires más, ¡oh Jezabel! —repuso Achab—. Pues ciertamente que la viña de verde follaje en que anidan las palomas será tuya. Es la viña de Naboth, mi abanderado y el amigo más caro a mi corazón, pues por dos veces ha salvado mi vida.

Y envió a buscar a Naboth el Sirio.

Naboth era un mozo de veinte años, hermoso de rostro y apuesto de cuerpo.

El Rey le dijo:

—La reina desea la posesión de tu viña. Yo la cubriré, pues, de monedas de oro y de piedras preciosas que tú te llevarás al país de tu nacimiento. Y sea lo que fuere que exijas además en riquezas o en honores, tuyo será, pues la reina desea la posesión de tu viña.

—¡Oh Rey! —contestó Naboth—. Mi viña fue la viña de mis padres, y es todo lo que heredé de ellos. No me sería posible separarme de ella, ni aun a cambio de todos los tesoros del mundo.

Entonces, la reina Jezabel habló con voz acariciadora y dulce como la brisa de estío en el aire del crepúsculo.

—¡Oh Rey! —dijo—. Su viña es suya y no debe serle arrebatada. Permite que vaya en paz.

El Rey se fue y Naboth le siguió. Pero más tarde, aquel mismo día, Jezabel hizo llamar a Naboth, que compareció ante ella. Y ella le dijo:

—Ven a sentarte junto a mí en este trono de oro y marfil.

—¡Oh Reina! —respondió Naboth—. Este tronó de oro y marfil es el de Achab, monarca de Siria, y sólo el Rey puede tomar asiento en él junto a ti.

—Yo soy Jezabel la reina, y te ordeno que tomes asiento en él.

Y él tomó asiento junto a ella en el trono de marfil y oro.

Entonces la reina dijo a Naboth:

—Apura esta copa tallada en una sola amatista.

—Es la copa de Achab, Rey de Siria —repuso Naboth—, y nadie sino el Rey puede beber en ella.

—Yo soy Jezabel la reina, y te ordeno que bebas en esa copa.

Y Naboth apuró la copa tallada en una sola amatista.

—Hermosa soy —continuó la reina—, y ninguna mujer es tan hermosa como yo. Toma mis labios.

—Tú eres la esposa de Achab, soberano de Siria —replicó Naboth—. Nadie sino el Rey puede tomar tus labios.

—Yo soy Jezabel la reina, y tú besarás mis labios.

Y anudó sus brazos en torno al cuello de Naboth, de tal suerte que no pudiera escapar. Luego, llamó en voz alta:

—¡Achab! ¡Achab!

El Rey oyó y acudió para ver los labios de Naboth sobre los labios de la reina. Enloquecido de rabia, atravesó con su lanza el cuerpo de Naboth el Sirio, cuya sangre enrojeció las losas de mármol.

Cuando el Rey vio ensangrentado y muerto a su amigo más querido, muerto a manos suyas, su furor le abandonó y su corazón desbordó de remordimiento, y la angustia hizo presa en su alma.

—¡Oh Naboth, el amigo más querido a mi corazón, el que por dos veces salvó mi vida! ¿Es verdad que te he dado la muerte con mis propias manos, y la sangre que las mancha es la sangre de tu corazón generoso? ¡Pluguiera al cielo fuese el mío, y fuera yo el que yaciese ensangrentado en tu lugar sobre esas losas!

Sus lamentos llenaban las salas del palacio y su aflicción le torturaba el alma.

Pero la reina Jezabel sonrió con una sonrisa extraña y tierna. Y su voz, acariciadora y dulce como la brisa de estío en el crepúsculo, dijo a Achab:

—¡Oh Rey! Tus lamentos son vanos y tus lágrimas superfluas. Antes bien, deberías regocijarte, pues la viña de verde follaje en el que anidan las palomas es ya mía…