Había una vez una gran actriz.
Sus triunfos habían sido inauditos, y sus admiradores eran legión.
Durante largo tiempo, la embriaguez de esta gloria y de esta adoración le ocultó la vista de las demás cosas, de suerte que no deseaba ninguna.
Un día, sin embargo, he aquí que se encontró con un hombre al que amó con toda su alma. Desde ese momento, ni su arte, ni sus triunfos, ni el incienso de sus adoradores contaron ya para nada. Puede decirse que no vivió sino para su amor.
No obstante, el hombre a quien amaba veíase devorado por una extraña tortura: estaba celoso del público, que ya no importaba lo más mínimo a la actriz.
Pidió a ésta que renunciase a su carrera y abandonase para siempre el teatro. Ella consintió sin dificultad, diciendo:
—El amor es mejor que el arte, mejor que la gloria, mejor que la vida misma.
Pasó el tiempo, y el amor del hombre se fue debilitando poco a poco. La mujer, que había renunciado a todo por este amor, lo comprendió.
Se estremeció, como si hubiera sentido caer sobre sus hombros la bruma helada del anochecer. Se sintió como envuelta en el sudario gris de la desesperación.
Pero era valiente y fuerte, y afrontó sin flaquear su estupor. Comprendió que la hora era decisiva y que de su valor dependía la suerte de su vida. Una clarividencia cruel le desgarraba el corazón.
Ella había sacrificado su carrera a su amor, y el amor ahora la abandonaba. Si ella no conseguía reavivar la luz que se apagaba, he ahí que no le quedaría sino su dolor en medio de las ruinas de su vida.
La mujer, que había sido una gran actriz, comprendió que su arte no podía serle ni un socorro ni una inspiración. Por el contrario, su arte no le era más que una traba. Faltábanle las ideas y las palabras de los autores, las indicaciones del director de escena. Ahora, que se veía obligada a pensar y obrar por sí sola, sentíase impotente, semejante a una niña.
Pasaba el tiempo, y la necesidad de obrar hacíase apremiante. Un día, en que la desesperación embotaba su corazón, vino un hombre a verla. En otro tiempo había dirigido el teatro en que ella conociera sus triunfos, y le ofreció que representara, así, de pronto, sin preparación, un papel de un drama nuevo que seguramente le valdría un éxito. Pero, ¿cómo poder simular sentimientos ficticios cuando el dolor la torturaba? Rehusó, pues.
Pero el hombre se obstinó, y, cansada de luchar, consintió en leer el drama, en cuyas páginas encontró reflejada la tragedia misma de su vida.
Pocas horas más tarde representó la obra ante un público numerosísimo.
Su fervor rayó en los límites de lo genial. Jamás había trabajado con tanta alma como aquella noche, y los aplausos de los espectadores fueron como un trueno incesante.
Cuando todo hubo terminado, ella volvió a su casa, abrumada de fatiga y de tristeza, aturdida aún por las aclamaciones de la muchedumbre. Pero su corazón estaba cansado y vacío.
Al entrar en su casa, con los brazos llenos de flores, vio la mesa puesta para la cena, con sus dos cubiertos, y se acordó de que había llegado el momento que debía decidir su destino.
El hombre a quien tanto amara entró súbitamente, todo presuroso, y preguntó anhelante:
—¿Llego a tiempo?
Ella levantó los ojos hacia el reloj y contestó:
—Sí… aunque demasiado tarde.