EL COMIENZO DE LA POSTRANSICIÓN

LA transición había cambiado España. En 2005, España era, como acaba de indicarse, un país democrático y plenamente europeo y occidental, una economía desarrollada y dinámica, un país urbano y moderno, y un país de inmigrantes. Era una sociedad dominada por el peso de las clases medias urbanas, vinculadas a la gestión empresarial, a las profesiones liberales y al funcionariado, con niveles relativamente altos de bienestar y afluencia económica, como reflejaban sus elevados gastos en educación, vivienda y consumo; una sociedad progresivamente igualitaria y definida por un alto grado de homogeneidad en gustos, valores y actitudes ante la vida y la sociedad. La cristalización, a partir de 1975, de un régimen de libertades en el ámbito de la prensa y de los medios de comunicación se tradujo en la aparición de periódicos nuevos en toda España (El País, El Mundo…) y, tras la posterior autorización de televisiones autonómicas y privadas, en una renovación radical de la oferta de radio y televisión. Prensa y medios de comunicación fueron parte fundamental, a veces determinante, de la nueva democracia española. Como las demás sociedades occidentales desarrolladas, España se instaló así en una cultura generalista, atenta a la actualidad inmediata y efímera —hecha de política pero, sobre todo, de deportes, vida sentimental de los «famosos», concursos de radio y televisión, formas de entretenimiento banal, escándalos y sucesos dramáticos— y dependiente de la excitación del momento. Las personalidades de la prensa, la radio y la televisión marcaban ahora la agenda de la actualidad del país y, en buena medida, los temas e ideas vigentes.

En la década de 1990, empezaron a cristalizar ya de forma evidente los cambios generacionales que se habían ido produciendo desde la transición. Para entonces, unos diez millones de españoles habían nacido después de 1975. A mediados de los años 90, las señas de identidad de los jóvenes menores de treinta años eran los atuendos de cazadoras, sudaderas, vaqueros y botas, los tatuajes y aros en orejas, nariz y labios, el consumo masivo de alcohol como forma colectiva de diversión los fines de semana y el gusto por determinadas músicas y ritmos, los cómics, los videojuegos y los videoclips; las drogas, el sexo y el alcohol eran los problemas de las nuevas generaciones españolas. La transición, las preocupaciones políticas, morales e históricas que habían impregnado a generaciones anteriores, y singularmente a las generaciones moldeadas por el espíritu de oposición al régimen de Franco, eran para las nuevas generaciones que emergían en los 90, si no inexistentes, al menos progresivamente irrelevantes y, en todo caso, nada urgentes y muy poco significativas.

En ese contexto, el terrible atentado perpetrado en Madrid por terroristas islámicos el 11 de marzo de 2004, que produjo la muerte de 191 personas y cerca de dos mil heridos, fue como el fin trágico y brutal de los treinta magníficos años que España había vivido desde 1975. España asimiló con serenidad admirable el atentado de Madrid. Pero el clima emocional creado por el atentado —que buena parte de la opinión asoció a la participación del país por decisión del gobierno Aznar en la impopular guerra de Irak— cambió el equilibrio político del país. El atentado y la posterior gestión que el gobierno y la oposición hicieron de los sucesos del 11-M, dieron la victoria en las elecciones generales celebradas solo tres días después al PSOE, a cuyo frente se encontraba, desde 2001, una nueva generación encabezada por el nuevo líder del partido, José Luis Rodríguez Zapatero.

Reforzada por los cambios de gobierno que se produjeron en Cataluña en 2003 (gobierno Maragall) y en el País Vasco en 2009 (gobierno López) —gobiernos socialistas que pusieron fin a la hegemonía que los nacionalismos catalán y vasco había ejercido en aquellas regiones desde 1980—, la llegada al poder, en 2004, de Zapatero, un hombre nacido en 1960, tuvo, en efecto, mucho de cambio generacional. Ciertamente, el nuevo gobierno continuó la política económica de gobiernos anteriores, con excelentes resultados en los cuatro primeros años de su gestión (el PIB español creció el 3,6 por 100 en 2005, el 3,8 en 2006, el 4 por 100 en 2007 y el 2,7 en 2008). Pero el nuevo socialismo español, el socialismo de Zapatero, era un vago sentimentalismo progresista, asociado más a valores morales comunitarios que a grandes reformas económicas y sociales. Su política se orientó, de esa forma, en tres direcciones: políticas de igualdad de género y de ampliación de derechos cívicos de los ciudadanos, política de apaciguamiento internacional y ante el terrorismo de ETA, y política de entendimiento con la izquierda y con los nacionalismos, como fundamento de un nuevo orden democrático.

Muchas de las nuevas medidas del gobierno Zapatero —la retirada de las tropas españolas de Irak (abril de 2004), la regularización de los inmigrantes, las leyes contra la violencia de género y de igualdad, la legislación antitabaco, el salario mínimo, las ayudas por dependencia, los matrimonios homosexuales (junio de 2005)— fueron bien asimiladas por la sociedad española. El laicismo del gobierno, sus medidas en educación —supresión de la obligatoriedad de la asignatura de religión en la educación pública, creación de una asignatura de educación para la ciudadanía— provocaron malestar en la iglesia y en la opinión católica. La retirada de Irak enemistó al gobierno español con Estados Unidos; la pomposa Alianza de Civilizaciones que el gobierno patrocinó, y que fue recibida con interés solo por países como Irán y Turquía, alejaba a España de sus posiciones atlantistas. La ley de Memoria Histórica (2007) abrió de nuevo la polémica sobre la Guerra Civil, un debate que España había superado admirablemente desde 1975 y que había quedado ubicado ya en el ámbito de la historia académica (que se había ocupado de la guerra de forma casi inundatoria). El nuevo estatuto de Cataluña (2006), que hablaba de Cataluña como nación y que establecía una especie de relación bilateral entre Cataluña y España, estatuto elaborado por el gobierno Maragall del que formaba parte Esquerra Republicana de Catalunya, el partido del independentismo catalán (el mismo presidente catalán, el socialista Maragall, excelente alcalde de Barcelona entre 1981 y 1997, parecía obsesionado con la idea de hacer de España un país federal y plurinacional) y asumido por el gobierno español, reabría la cuestión de la organización territorial del Estado. Andalucía, Valencia, Aragón, Castilla-La Mancha y Baleares plantearon la reforma de sus estatutos. El gobierno vasco, presidido de 1999 a 2009 por Juan José Ibarretxe, un nacionalista vasco soberanista y radical, aprobó en diciembre de 2004 un nuevo estatuto vasco —que rechazaría el parlamento español en 2005— destinado a hacer de Euskadi un estado libre asociado. Lo más grave: la apertura en junio de 2006 por el presidente Zapatero de un proceso de negociaciones de paz con la organización terrorista ETA —después de que ETA declarara el 22 de marzo una tregua indefinida—, rompió los acuerdos previos entre los partidos sobre el terrorismo, dio a ETA y a la izquierda «abertzale», esto es, al entorno político de la banda terrorista aglutinado en torno a Batasuna, una inesperada legitimidad y un excepcional protagonismo político, y fue un fracaso: el proceso de paz terminó cuando ETA decidió en junio de 2007 relanzar la «lucha armada» (el gobierno tuvo que rectificar radicalmente: en los primeros meses de 2008 detuvo, con la colaboración de Francia, a los principales líderes del aparato militar de ETA, ilegalizó a los partidos independentistas derivados de Batasuna, y procesó y encarceló a varios de sus dirigentes).

Zapatero supuso, pues, la ruptura de consensos básicos vigentes, tácita o explícitamente, desde la transición. El PSOE parecía identificar ahora democracia con izquierda y nacionalismos; la idea parecía ser que, treinta años después de la muerte de Franco, las circunstancias españolas no eran ya las circunstancias de la transición. Con su victoria en las elecciones de 9 de marzo de 2008, Rodríguez Zapatero y el PSOE lograron un segundo mandato para gobernar el país. Zapatero basó buena parte de su campaña electoral en la negación sistemática de que la economía española pudiera verse afectada por la crisis financiera y económica que en 2008 habían empezado a manifestarse ya en Estados Unidos y en distintos países europeos —y que los expertos temían podía tener dimensiones tan graves como la crisis de 1929—, y en la promesa de lograr mayor desarrollo y más y mejor empleo para el país. Fue una falacia. En los meses inmediatamente posteriores a las elecciones cambió, vertiginosamente, el signo de la economía española. En los dos primeros trimestres de 2008, la economía creció solo un 0,1 por 100, la tasa más baja desde 1993. En agosto, el paro alcanzó el 11,3 por 100, un tercio más que en agosto de 2007, el peor registro en treinta años. En el primer trimestre de 2009, España había entrado técnicamente en recesión, lo que no había sucedido desde la crisis de 1991-1994. La Bolsa cayó alarmantemente. A principios de 2009, el paro, que afectaba a todos los sectores, pero de forma especial a la construcción, a los servicios y a la industria, aumentaba en unos doscientos mil parados cada mes; el número total de desempleados se aproximaba a la cifra de 3,5 millones. El PIB español siguió cayendo en 2009 y en 2010; en 2011 se rozaban los cinco millones de parados. The party is over, se acabó la fiesta, escribía el 11 de noviembre de 2008 The Economist, en un nuevo informe especial sobre España.

El fin de la prosperidad y de la bonanza económica pareció también confirmar el fin de la transición. Cuando el Partido Popular, liderado por Mariano Rajoy, llegó al poder tras ganar las elecciones en noviembre de 2011, su gran tarea era nada menos que la reconstrucción de una economía en quiebra. Al menos ETA, ante el creciente rechazo del terrorismo por la sociedad vasca y la división de la «izquierda abertzale» en torno a la «lucha armada», anunció poco antes, el 20 de octubre de 2011, el cese definitivo de la violencia.