ESPAÑA, PAÍS DEMOCRÁTICO

EL cambio de gobierno de 2004 cerraba así una etapa política de treinta años de democracia y de transformaciones decisivas de la vida española. La clave de esos treinta años radicó en que a lo largo de ese tiempo nunca se quebró el consenso —por usar la palabra acuñada al inicio de la transición— entre los grandes partidos (UCD, PP, PSOE) sobre el nuevo estado español construido desde 1975 y definido por la Constitución de 1978. Consenso sobre el estado no significó, nunca, ausencia de confrontación política, que la hubo, e intensa, en torno a todas las cuestiones esenciales: elecciones, gobiernos, ministros, legislación, política exterior, políticas sectoriales, temas vasco y catalán, sucesos catastróficos, corrupción, etcétera.

Problemas en treinta años hubo muchos. El paro, la temporalidad de muchos empleos, el envejecimiento de la población, la subcultura de alcohol y drogas de una gran parte de la juventud, la educación, la vivienda, y la violencia doméstica se constituyeron como los grandes problemas del país desde la década de 1980. ETA mantuvo —ya se ha visto más arriba— la presión terrorista, como resultado de su concepción estratégica hacia la independencia, esto es, por una opción deliberada, no como resultado de una necesidad inevitable, impuesta por las circunstancias o como prolongación de un conflicto secular y no resuelto. Los nacionalistas vascos y catalanes, aun gobernando en sus respectivas regiones desde 1980 y aun coadyuvando en algunos momentos —caso del nacionalismo catalán— a la gobernación de España, seguían en 2005 manteniendo por razones ideológicas sus aspiraciones a la constitución de Cataluña y Euskadi como naciones soberanas (el nacionalismo gallego constituye un caso distinto: el PP gobernó ininterrumpidamente en Galicia entre 1988 y 2005), y la transformación de España en un estado plurinacional.

Pero los grandes problemas que desde el siglo XIX habían condicionado la política del país —la democracia política, la forma del Estado, el atraso económico, la organización territorial, el ejército, la iglesia— parecían en buena medida resueltos. La monarquía no estaba en cuestión y la sucesión del rey don Juan Carlos quedaba asegurada en la figura de su hijo Felipe. El ejército era ya un ejército moderno, adecuado a las necesidades españolas de defensa y subordinado al poder civil. La iglesia, encabezada entre 1972 y 1981 por el cardenal Tarancón (1907-1994), había apoyado la transición —desde la memorable homilía que Tarancón había pronunciado el 27 de noviembre de 1975 en la misa que siguió a la proclamación como rey de don Juan Carlos— y había establecido aceptables relaciones de cooperación con el nuevo estado español. El giro conservador de la iglesia que, impulsado por los sucesores de Tarancón, pudo apreciarse desde mediados de los años 90, transformó la cooperación en progresivo distanciamiento —en razón de las muchas reservas de la iglesia hacia el laicismo del estado español y su frontal desaprobación de prácticas familiares y sexuales contrarias para la iglesia a la moral cristiana— pero sin que se rompiera, al menos dramáticamente, el clima de respeto mutuo existente entre iglesia y estado y definido por la Constitución del 78.

La reconversión industrial de los años 80, la privatización del viejo sector público del franquismo, las fusiones bancarias, la inversión extranjera y el auge de las grandes obras de infraestructura (autopistas de peaje y autovías, aeropuertos, líneas ferroviarias de alta velocidad) revolucionaron la economía española. Servicios, construcción, comercio, turismo, banca, transportes y comunicaciones eran, a principios del siglo XXI, los principales sectores de la economía nacional, la octava del mundo (aunque se tratase de una economía vulnerable y excesivamente dependiente del sector de la construcción). En 2004, la petrolera Repsol, Telefónica, los bancos Santander y Bilbao-Vizcaya, Endesa (compañía eléctrica), El Corte Inglés (cadena de grandes almacenes) e Iberdrola (otra eléctrica) eran, por ese orden, las primeras empresas del país. El turismo alcanzaba cifras extraordinarias: 55,3 millones de turistas en 1992, 82 millones en 2003. España había invertido en América Latina en la década de 1990 una cifra cercana a los noventa mil millones de dólares. Era un país desagrarizado. En 2005, la agricultura —el principal problema del país a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del XX, la causa histórica de su atraso y de su pobreza— representaba solo el 3 por 100 del valor añadido bruto de la economía (rondaba el 10 por 100 en 1975) y únicamente el 5,3 por 100 del empleo total (cuando casi una cuarta parte de los trabajadores españoles se dedicaba a la agricultura en 1975). El PIB había pasado de 47.868.900 millones de pesetas en 1976 a 908.450 millones de euros en 2005 (más de 150.000 billones de pesetas); creció a una media anual superior al 3 por 100 entre 2005 y 2008. El PIB por habitante había pasado de 5904 dólares en 1980 a 24.254 en 2004 y el número de coches, que en 1976 era de 7,6 millones, se había elevado hasta 22,4 millones en 1999. A pesar de que el desempleo hubiese alcanzado cifras cercanas al 20 por 100 en periodos como 1984-1988 y 1993-1996 (22,8 por 100, concretamente, en 1996), la población activa pasó de 12,6 millones de personas en 1975 a 19,8 millones en 2004. Solo entre 2001 y 2006 se construyeron 2,6 millones de viviendas nuevas.

La población española había pasado de 35,8 millones de habitantes en 1976 a 44, 1 millones en 2006, en razón fundamentalmente de la inmigración —estimada en 2006, en unos cuatro millones de personas, casi el 10 por 100 de la población total—, un hecho nuevo y sorprendente en la historia de España, un país de emigrantes hasta avanzada la década de 1960. A 1 de enero de 2005 vivían en España 511.000 marroquíes, 497.000 ecuatorianos, 317.000 rumanos, 271.000 colombianos y miles de bolivianos, búlgaros, chinos, peruanos, ucranianos, dominicanos e inmigrantes de otras nacionalidades (entre ellos, 226.000 jubilados británicos, 135.000 alemanes y 35.000 escandinavos retirados en localidades costeras del sur y del Mediterráneo). Tres de cada cuatro españoles vivían en 2005 en las grandes áreas urbanas del país. En 2007, cuarenta ciudades tenían más de 150.000 habitantes. Madrid, que vivió desde 1990 una auténtica explosión urbana, económica, cultural y social, y Barcelona eran las ciudades más pobladas; Valencia, Sevilla, Zaragoza, Málaga, Murcia, Las Palmas, Palma de Mallorca y Bilbao tenían entre 350.000 (Bilbao) y 800.000 habitantes (Valencia).

El papel de la mujer también había cambiado de forma evidente y decisiva (aunque en 2005 o 2010 existieran aún diferencias palmarias entre hombres y mujeres y subsistiesen ámbitos laborales con escasa presencia femenina y episodios, graves, de violencia machista). Desde mediados de los años 80, eran ya más las mujeres que los hombres que cursaban estudios universitarios. La tasa de ocupación femenina se duplicó entre 1983 y 2008. En 2008, trabajaban cerca de ocho millones y medio de mujeres, la mitad de la fuerza laboral española. El número de empresarias creció en un 37 por 100 entre 2000 y 2007. En 2004, las mujeres eran el 64 por 100 del total de jueces del país y en ese mismo año había un total de 12.205 mujeres en las fuerzas armadas españolas (de un total de 119.698 efectivos).

España era, por último, un país europeo. Tras un largo proceso de difíciles negociaciones iniciado en 1977, España firmó su adhesión a la Comunidad Económica Europea el 12 de junio de 1985, y se convertía en miembro de pleno derecho de la CEE a partir del 1 de enero de 1986. En 1993, quedaba plenamente integrada en el mecanismo financiero europeo y aplicaba ya los aranceles comunes europeos a sus productos industriales y agrícolas y la normativa común y las directrices comunitarias en todas las cuestiones económicas, comerciales y financieras. España fue parte activa en todo lo actuado por la Unión Europea entre 1986 y 2006: tratado de Maastrich de 1991, unión monetaria, ampliaciones de 1995 y 2004, el euro, los tratados de Ámsterdam y Niza (que diseñó la ampliación de 2004 hacia los países de la Europa del Este). Los gobiernos españoles se atribuyeron especial responsabilidad en el desarrollo de la llamada «Europa de los ciudadanos» (ciudadanía europea, pasaporte europeo), en la «Europa social» (políticas de empleo y cohesión social de la UE), en la construcción de la unión monetaria y económica, en la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico y en la creación de Europa como un espacio de justicia, libertad y seguridad.

España asumió, desde luego, un papel relevante en la cooperación de la UE con los países del Mediterráneo y en la institucionalización de las relaciones de la Unión con América Latina. Entre 1986 y 2006, Europa iba a ser una formidable operación económica. Entre 1986 y 2006, España recibió, en fondos para la agricultura, para el desarrollo regional y para la cohesión, una cifra cercana a los 150.000 millones de euros. Casi todos los cambios infraestructurales que el país experimentó en esos veinte años —autovías, trenes de alta velocidad, puertos, desaladoras, presas— se financiaron con fondos europeos: cuatro de cada diez kilómetros de los casi seis mil kilómetros nuevos de autovías y treinta y ocho de cada cien euros invertidos en España en ferrocarriles de alta velocidad se hicieron con dinero procedente de Europa.

Con la entrada en Europa, complementada por la incorporación a la OTAN, España resolvía, además, el problema de su identidad como nación y su papel en el contexto mundial. La democracia significó, en efecto, la afirmación de la identidad española como país europeo. Por primera vez en dos siglos, España contaba en el mundo. En 1989 presidía la Comunidad Europea. En 1990, participó, si bien muy limitadamente, en la guerra del Golfo Pérsico, desencadenada por la invasión unilateral de Kuwait por parte de Irak. En total, desde 1989 a 2006, las tropas españolas participarían en un total de 47 operaciones militares internacionales (en Bosnia, en Kosovo, en Afganistán, en Irak…), comandadas o por la ONU o por la OTAN o por la propia UE: operaciones de «paz y ayuda humanitaria», pero en escenarios de guerra activa. España tuvo un papel principal en la creación, en 1991, de las Cumbres Iberoamericanas —reuniones bianuales de los jefes de estado y de gobierno latinoamericanos, español y portugués para tratar asuntos comunes—; apoyó decididamente la democratización del continente (Perú, 1979; Bolivia, 1982; Argentina, 1982; Brasil y Uruguay, 1985; Chile y Paraguay, 1989), donde su propia transición democrática había otorgado a España considerable prestigio, y los procesos de paz, procesos electorales y negociación con las guerrillas en Nicaragua (1990), El Salvador (1992-1994) y Guatemala (1993-1995). El pesimismo crítico sobre la condición nacional que había impregnado la visión de muchos intelectuales de los siglos XIX y XX (de Blanco White y Larra, a Unamuno, la generación del 98, Ortega y Azaña) parecía ahora, entre 1975 y 2005, un anacronismo.