LA TRANSICIÓN A LA DEMOCRACIA

LA muerte de Franco, el 20 de noviembre de 1975, permitió la transición de España a la democracia. Posibilitada por el desarrollo económico de los años 1960-1974, la crisis del franquismo desde 1969, la necesidad de la nueva monarquía de liberarse de su origen franquista y dotarse de legitimidad propia y democrática, y el contexto internacional —caídas de las dictaduras portuguesa y griega, apoyo de Europa a una España democrática—, la transición española fue especialmente significativa.

En España se acertó en lo sustancial: en el hombre, Adolfo Suárez (un político procedente del franquismo, un hombre joven, con innegable atractivo político y personal, que supo entender muy bien el clima moral del país a favor de la democracia y, con el apoyo del nuevo rey, resolver la transición con audacia, decisión y desenvoltura sorprendentes); y en el procedimiento, reforma (y no ruptura) desde la propia legalidad franquista. La transición creó un nuevo consenso histórico en el país, que se configuró (Constitución de 1978) como una monarquía democrática y como un estado autonómico que confería un alto grado de autogobierno a regiones y nacionalidades (esto es: Cataluña, País Vasco y Galicia); y a pesar del terrorismo de la organización vasca ETA (unos ochocientos muertos entre 1975 y 2000), la democracia española cristalizó en un régimen estable y plural y en una de las economías más dinámicas de Europa.

España celebró sus primeras elecciones democráticas desde 1936 en junio de 1977. La izquierda, prohibida y reprimida durante los cuarenta años de la dictadura de Franco, llegó al poder en octubre de 1982. España se incorporó a la Comunidad Europea en junio de 1985.

La transición a la democracia no fue, sin embargo, en ningún caso ni fácil ni lineal. El proceso tuvo mucho de improvisado, y su desenlace dependió en todo momento de muchos factores y circunstancias. El comienzo de la transición, la etapa en que gobernó el gobierno continuista de Arias Navarro, último jefe de gobierno con Franco al que el rey Juan Carlos se vio forzado a ratificar en el cargo al asumir la corona, fue decepcionante. ETA mató en atentados entre 1975 y 1980 a un total de 236 personas. El 24 de enero de 1977, pistoleros de la extrema derecha asesinaron en Madrid a cinco abogados laboralistas próximos al Partido Comunista. El ejército vio con considerable reserva durante estos años el proceso hacia la democracia.

El rey Juan Carlos y su círculo de asesores impulsaron la evolución hacia una monarquía constitucional y democrática, proceso que se aceleró, en efecto, con el nombramiento de Suárez como presidente del gobierno en julio de 1976, tras la decepción que fue el periodo continuista de Arias Navarro entre noviembre de 1975 y julio de 1976. La gestión de Suárez —que permaneció al frente del gobierno, con distintos gabinetes, y ganó las elecciones de 1977 y 1979— fue ciertamente decisiva. Suárez empezó por plantear una reforma política, para la que logró el asentimiento de las propias cortes franquistas, respaldado por el referéndum popular celebrado el 15 de diciembre de 1976 en apoyo de su reforma política —reforma en buena medida diseñada por Torcuato Fernández Miranda, otro prohombre del franquismo, presidente de las cortes a la muerte de Franco y, en su día, uno de los preceptores del entonces príncipe Juan Carlos—; a continuación, legalizó los partidos políticos y los sindicatos (incluido el Partido Comunista, con gran malestar de los militares), en abril de 1977; liberó a todos los presos políticos del franquismo, convocó elecciones constituyentes (15 de junio de 1977) que ganó creando un heterogéneo partido de centro, la Unión de Centro Democrático, y logró un amplio consenso político con la oposición (Partido Socialista Obrero Español, Partido Comunista, partidos nacionalistas catalanes y vascos) en torno a las dos cuestiones entonces fundamentales: la economía y la Constitución.

Los pactos de la Moncloa del 27 de octubre de 1977 —un acuerdo entre el gobierno, los sindicatos mayoritarios y los partidos, equivalente a un plan de estabilización para combatir la inflación y el paro, reducir el gasto público, devaluar la moneda, limitar los aumentos salariales y acometer la reforma y liberalización de la economía, preparado por el vicepresidente del gobierno, el economista Enrique Fuentes Quintana— fueron providenciales. Como toda Europa, España experimentó una muy grave crisis económica desde 1974-1975. Con una inflación en 1977 del 24,5 por 100, una deuda exterior para 1973-1977 de doce mil millones de dólares, la economía en recesión y el paro en aumento constante, la democracia parecía seriamente amenazada. El PIB pasó de crecer el 5,7 por 100 en 1974 a crecer apenas dos décimas en 1977 y a decrecer medio punto porcentual en 1982. Entre 1974 y 1984 se destruyeron un total de 2,2 millones de puestos de trabajo; se pasó de 367.000 parados en 1974 a 832.000 en 1977. Los pactos de la Moncloa, cuyos efectos paliativos empezaron a percibirse pronto, propiciaron así la estabilidad económica que la implantación de la nueva democracia española requería.

La Constitución de 1978, aprobada por el senado y el congreso el 31 de octubre y por los españoles en referéndum el 6 de diciembre de ese año, configuró, como ya se ha dicho, una monarquía parlamentaria y un estado autonómico con nacionalidades y regiones autónomas (de las que se formaron en los años siguientes hasta un total de diecisiete, más las ciudades de Ceuta y Melilla), cuyo derecho a la autonomía quedaba de esa forma garantizado. La Constitución, consensuada por todas las fuerzas políticas y elaborada por una ponencia de personalidades notables (Peces Barba, Roca i Junyent, Solé Tura, Cisneros, Pérez-Llorca, Herrero de Miñón, Fraga Iribarne) reconocía y garantizaba todas las libertades democráticas, los partidos políticos y los sindicatos, abolía la pena de muerte, fijaba la mayoría de edad en los dieciocho años, diseñaba un estado aconfesional pero reconocía el significado de la iglesia católica en la historia española, legalizaba el divorcio y reconocía la libertad de empresa y la economía de mercado. España se redefinía, en suma, como un estado social y democrático de derecho, como una democracia plena y avanzada.

MAPA 1. Las regiones autónomas tras la Constitución de 1978.

Suárez logró, además, unos acuerdos especiales para Cataluña, donde en 1977 restableció la Generalitat, el régimen histórico catalán reconocido por la Segunda República y abolido por Franco, a cuyo frente puso al presidente de Cataluña en el exilio, Josep Tarradellas, que regresó triunfalmente a su región en octubre de aquel año. Solo tropezó en el País Vasco —pese a que también allí se estableció a finales de 1977 un régimen de preautonomía— debido al efecto combinado de tres realidades: la violencia de ETA, cuyas acciones terroristas alcanzaron su máxima violencia en 1979-1980; los planteamientos maximalistas del nacionalismo vasco histórico, el Partido Nacionalista Vasco (PNV) —a cuyo frente apareció un nuevo liderazgo cuya personalidad más destacada fue Xavier Arzallus—, que no votó la Constitución porque en ella no se reconocía la soberanía vasca; y la espinosa cuestión de la relación entre el País Vasco y Navarra, provincia que a partir de 1977 optó por separarse del País Vasco, como ya ocurriera en los años de la Segunda República, y constituirse como comunidad autónoma (foral) propia.

Pese a la decepción de los que habían querido una más profunda ruptura con el franquismo, pese a la crisis económica, pese a la presión terrorista de ETA y de algunos grupos de la extrema derecha, la democracia española estaba en marcha. Los estatutos de autonomía vasco y catalán fueron aprobados en octubre de 1979. En marzo de 1980 se celebraron elecciones autonómicas en ambas regiones: en Cataluña, donde venció el nacionalismo moderado liderado por Jordi Pujol, y en el País Vasco, con triunfo del PNV. Los gobiernos vasco y catalán quedaron ya formalmente constituidos en abril, presididos respectivamente por Carlos Garaicoetxea, del PNV, y Jordi Pujol, el líder de Convergencia i Unió. Galicia tuvo estatuto de autonomía en 1980 y elecciones regionales y gobierno gallego en octubre de 1981, elecciones que ganó la derecha española, Alianza Popular, y gobierno que presidió Gerardo Fernández Albor. Tras un complicado proceso hacia la autonomía, Andalucía celebró sus primeras elecciones autonómicas en mayo de 1982, las cuales supusieron una gran victoria del PSOE, por lo que su líder en la región, Rafael Escuredo, formó así el primer gobierno andaluz de la historia.

Todo ello suponía un cambio radical, una profunda reestructuración del poder político y territorial en España. La democracia, en efecto, se consolidaba. Suárez dimitió el 29 de enero de 1981. La joven democracia española superó sin problemas la caída del hombre clave de la transición, el hombre que (y esto fue lo más importante) derrotó el intento de golpe de estado que se había producido el 23 de febrero de 1981, encabezado por el teniente general de la Guardia Civil, Antonio Tejero, y el capitán general de la región de Valencia, el general Miláns del Bosch. Suárez, todavía presidente en funciones, y su vicepresidente, el general Gutiérrez Mellado, se enfrentaron con valor admirable a los guardias civiles armados que habían penetrado en el propio edificio de las cortes; muchos observadores situaron el detonante de este intento de golpe de estado en el terrorismo de ETA. El rey Juan Carlos actuó con decisión para detener el golpe. Al rey, a sus asesores y a altos mandos del ejército y de los cuerpos de seguridad, se debió el mantenimiento de la disciplina militar: ninguna de las otras regiones militares secundó a Valencia. Millones de personas se movilizaron en toda España contra el golpe y en defensa de la democracia en las gigantescas manifestaciones que, como respuesta, se celebraron en los días posteriores al 23 de febrero.

Normalizada la situación durante la etapa de gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo (1981-1982), que sucedió a Suárez al frente del ejecutivo, la sociedad española asumió ya sin dificultad alguna el retorno de la izquierda al poder —por primera vez desde la Guerra Civil—, que se produjo tras la histórica victoria de los socialistas, dirigidos por Felipe González y Alfonso Guerra, en las elecciones de octubre de 1982, en las que el PSOE logró diez millones de votos (Alianza Popular, el segundo partido, 5,4 millones de votos y UCD, 1,4 millones) y 202 de los 350 escaños del Congreso.

La larga etapa de gobierno socialista (1982-1996), consolidada con las nuevas victorias electorales que el partido, con Felipe González al frente, logró en 1986, 1989 y 1993, tuvo importancia extraordinaria. Suárez, como acabamos de ver, restableció la democracia, aprobó la Constitución e inició el proceso autonómico. Calvo Sotelo recuperó la normalidad política tras el intento de golpe de 23 de febrero de 1981, pactó con el PSOE la racionalización del proceso autonómico —y bajo su mandato se aprobaron los estatutos de autonomía de Galicia, Asturias, Cantabria, Andalucía, La Rioja, Murcia, Comunidad Valenciana, Aragón, Castilla-La Mancha, Canarias y Navarra— y definió la «transición exterior» con la entrada en la OTAN, decidida por su gobierno en mayo de 1982, decisión que alineó inequívocamente a España en el mundo occidental.

Pues bien, entre 1982 y 1996, Felipe González y los socialistas —que tuvieron que hacer frente a grandes desafíos inmediatos: el declive de las industrias tradicionales, como siderurgia, minería y construcción naval, y el desempleo, cercano en 1982 al 20 por 100, y que ratificar en referéndum el mencionado ingreso del país en la OTAN— propiciaron la entrada de España en Europa, la reconversión industrial, la reforma militar, la modernización de las infraestructuras del país, la terminación del estado autonómico, la recuperación del papel internacional de España y varios años (1985-1991 y 1993-1996) de fuerte crecimiento económico. Muy al principio de su mandato, habían procedido, además, a liquidar la prensa y los medios de información públicos, herencia del franquismo, y a despenalizar (1983) varios supuestos de aborto recogidos en el código penal. Muy pronto también acometieron reformas para reforzar el derecho a la educación primaria y secundaria pública y cambiar la estructura y funcionamiento de la universidad.

Su gestión fue, pues, amplísima y, sin duda, determinante. En efecto, pese a las numerosas huelgas y disturbios laborales que sus medidas desencadenaron, los socialistas llevaron a cabo —para combatir la crisis económica— una dura política de ajuste económico y acometieron la reconversión industrial del envejecido y deficitario sector público creado por el franquismo, reconversión que afectó sobre todo a los sectores siderúrgico y minero y a la construcción naval. Apostaron abiertamente por la liberalización de la economía e iniciaron el desmantelamiento y privatización del INI, el gran holding de empresas públicas del estado. En la lucha contra ETA —otro de los grandes problemas, como sabemos, de la nueva democracia española—, los socialistas lograron, primero, la colaboración decidida de Francia. Buscaron luego la distensión con el PNV: entre 1987 y 1996, el País Vasco autónomo estuvo gobernado por gobiernos de coalición PNV-Partido Socialista de Euskadi, presididos por el nacionalista Ardanza. En 1998, tras haber explorado antes, manteniendo conversaciones en Argelia con los líderes de ETA, la posibilidad de algún acuerdo con la organización, impulsaron la firma de pactos políticos (pactos de Madrid, Ajuria-Enea y Pamplona) con todas las fuerzas políticas democráticas para reafirmar el compromiso de la democracia española en la lucha contra el terrorismo. La policía logró, además, éxitos notables como la detención en marzo de 1992 en el sur de Francia de la «cúpula» de la organización (Francisco Múgica Garmendia, José L. Álvarez Santacristina, José Arregui Erostarbe), si bien ETA asesinó entre 1982 y 1996 a cerca de trescientas personas y cometió algunos de los atentados más sanguinarios de su historia durante esos años, con la colocación de cochesbomba en una plaza de Madrid en julio de 1986 (doce muertos), en un supermercado de Barcelona en junio de 1987 (quince muertos) y en los cuarteles de la Guardia Civil de Zaragoza ese mismo año (once muertos) y Vic en mayo de 1991 (nueve muertos).

La política exterior socialista fue especialmente ambiciosa. Antes de 1982, los ministros de Exteriores Areilza (ministro en la etapa Arias, 1975-76) y Oreja (ministro con Suárez, 1976-80) habían ido normalizando las relaciones diplomáticas con casi todos los países del mundo y habían contribuido decisivamente al restablecimiento del crédito internacional de España, seriamente dañado durante los años de la dictadura de Franco. Con todo, Suárez, no obstante la labor de su ministro Oreja, y pese a haber iniciado en 1977 el proceso de incorporación de España a Europa, expresó muchas dudas acerca de un eventual ingreso de España en la OTAN y se sintió particularmente cómodo con los países del llamado «Tercer Mundo» y no-alineados. Su sucesor, Calvo Sotelo y su ministro de Exteriores, Pérez-Llorca, fueron, ya lo hemos visto, decididamente atlantistas y europeístas y llevaron a España a la OTAN en mayo de 1982. González —y sus equipos ministeriales— fueron mucho más lejos: trataron de definir los principios permanentes de la política exterior española, fijar el «sitio» internacional de España, materializar el nuevo sistema exterior español. La política exterior global española definida a partir de 1982 supuso, de esa forma, la integración en Europa y en la OTAN, la universalización de las relaciones exteriores del país, relaciones especiales con Marruecos y Portugal, cooperación también especial y privilegiada con América Latina, atención particular al área mediterránea, relación equilibrada de ayuda económica y defensa mutua con los Estados Unidos, y replanteamiento del tema de Gibraltar negociando con Gran Bretaña. España firmó el tratado de adhesión a la Comunidad Europea el 12 de junio de 1985.

España encontraba así su papel en el mundo y resolvía un problema que parecía arrastrar desde 1898. El ingreso en la OTAN tenía un valor adicional: venía a dar al ejército la misión exterior de que carecía en la práctica, desde que España perdiera definitivamente su imperio en 1898 y desde que en 1956 finalizase el protectorado colonial sobre Marruecos. Ello se completó con la reforma militar llevada a cabo por el gobierno socialista y por su ministro de Defensa, Narcís Serra —titular entre 1982 y 1991— que amplió y culminó la «transición militar» iniciada en la etapa Suárez por el vicepresidente para Asuntos de la Defensa y ministro de Defensa entre 1977 y 1979, el general Gutiérrez Mellado (tras él vendrían Rodríguez Sahagún y Alberto Oliart, primeros civiles a cargo del ejército). Entre 1977 y 1982, se unificaron los ministerios militares del franquismo (Aire, Marina y Ejército) en un único ministerio de Defensa, se institucionalizó la figura de los jefes de estado mayor de las distintas armas y se aprobó una primera ley de bases de la defensa nacional. Entre 1984 y 1992, en la etapa socialista, se reformaron las plantillas de los tres ejércitos, se reformó el código penal militar, se diseñó un nuevo Plan Estratégico Conjunto, se reformaron las leyes del régimen del personal militar y del servicio militar y, ya en 1992, se aprobó una nueva Directiva de Defensa Nacional.

Todo ello significó la vertebración de las fuerzas armadas bajo la dirección política del gobierno y la reestructuración en profundidad de los tres ejércitos, sobre la base de la reducción de sus oficiales y plantillas, la progresiva profesionalización de sus efectivos, la renovación y modernización de equipamientos y material bélico y cambios sustanciales en los objetivos de la defensa. En 1992, el ejército español tenía 58.000 oficiales y suboficiales y 200.000 soldados, la mitad de ellos profesionales, un cambio radical con respecto al de 1975. En 1991, España había participado con una fragata y dos corbetas en la guerra del Golfo, la guerra contra Irak aprobada por la ONU como respuesta a la ocupación de Kuwait, y en la que intervinieron un total de veintinueve países bajo el mando de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Arabia Saudita.

Estabilidad democrática, pactos de la Moncloa, reconversión industrial y entrada en Europa terminaron por dar sus frutos. La reactivación económica del país empezó a ser evidente a partir de 1985 y se prolongó hasta 1991, años en los que España pareció convertirse en una de las economías y de las sociedades más dinámicas de Europa. Entre 1986 y 1990, el PIB creció a una media del 4,5 por 100 anual. La inversión extranjera entre 1986 y 1991 alcanzó los 60 billones de dólares. La red de autopistas y autovías cuatriplicó su extensión en siete años; el parque de automóviles pasó de 9,2 millones en 1985 a casi 14 millones en 1994. En abril de 1992 se inauguró un modernísimo tren de alta velocidad, AVE, entre Madrid y Sevilla, una de las grandes obras de infraestructura de la etapa socialista. El número de turistas que visitaron España pasó de 43 a 52 millones entre 1985 y 1990. La ola de prosperidad permitió, además, extender considerablemente las prestaciones sociales. Entre 1982 y 1992, el gasto público en pensiones, sanidad y educación aumentó en 4,1 puntos del PIB y, asimismo, aumentaron notablemente el subsidio de desempleo y las pensiones de jubilación. España, diría en 1987 el ministro de Economía Carlos Solchaga, era «uno de los países donde más y más rápido se puede ganar dinero».

En ese contexto, el triunfo en las elecciones de 1996 de la derecha, del Partido Popular —nacido de la refundación en 1987 de Alianza Popular y liderado desde 1989 por José María Aznar— tuvo, como el de los socialistas en 1982, importancia extraordinaria. El triunfo fue posibilitado por el desgaste del PSOE tras su larga etapa de gobierno, por la ralentización del crecimiento tras la grave crisis económica que el país sufrió entre 1991 y 1993 y, sobre todo, por los escándalos de corrupción y lucha sucia contra ETA que enturbiaron la gestión de los últimos gobiernos socialistas: denuncias sobre financiación ilegal del PSOE, apropiación de dinero de fondos reservados por el director de la Guardia Civil y otros altos cargos de Interior, sospechas de implicación del gobernador del Banco de España en negocios bursátiles particulares, asesinato de 28 personas relacionadas con ETA entre 1983 y 1987 por parte del GAL, un grupo armado posiblemente relacionado con los servicios secretos españoles; hallazgo de los cadáveres de dos etarras muertos, tal vez por torturas; grandes escándalos financieros, denuncias contra el CESID, el centro de inteligencia de Defensa, por escuchas ilegales a políticos, empresarios, periodistas e incluso al propio rey. La importancia del triunfo del PP en 1996 estaba ante todo en su significación: representaba, simplemente, la alternancia política natural en una democracia consolidada.

El cambio de 1996 fue, así, un cambio político no traumático. Aznar y el Partido Popular, que gobernaron entre 1996 y 2004 —tras volver a ganar las elecciones en 2000, esta vez por mayoría absoluta— dieron estabilidad a la acción del gobierno, mantuvieron (mejoraron, de hecho) el crecimiento económico y en buena manera el consenso social. Reforzaron la lucha contra el terrorismo de ETA y la autoridad del estado frente a las autonomías, siendo especialmente así en el País Vasco, aquí como respuesta al giro soberanista que el gobierno vasco y el PNV impulsaron desde 1997. En materia de política exterior y de defensa, el PP fue decididamente atlantista y proestadounidense, especialmente tras los atentados islamistas contra las Torres Gemelas de Nueva York del 11 de septiembre de 2001. Reformó, además, parcialmente aspectos de la educación, elaboró un plan hidrológico nacional que contemplaba grandes obras de trasvase entre distintas cuencas hidrográficas y llevó a España a la integración monetaria europea y al euro, la moneda única europea nacida en 1999 y que en 2002 sustituyó a la peseta, la moneda histórica española.

La etapa Aznar fue el periodo de mayor crecimiento y de mayor creación de empleo de la historia española. Entre 1996 y 2004, el PIB creció a una media del 3,4 por 100 anual; la renta per cápita pasó de 13.300 euros en 1996 a 21.800 euros en 2004, y el paro bajó desde el 17,7 por 100 en 1985 al 10,3 por 100 en 2004. La población activa rozaba los veinte millones de personas en 2004.

Aunque en septiembre de 1998 ETA declaró una tregua que duró catorce meses, y aunque el gobierno Aznar habló con la nueva dirección política etarra de cara a un posible fin de la lucha armada, ETA asesinó entre 1996 y 2004 a setenta personas (entre ellas políticos y personalidades relevantes o del PP o del PSOE, como Gregorio Ordóñez, Fernando Múgica, Fernando Buesa, Tomás y Valiente, López de la Calle, Ernest Lluch, Joseba Pagazaurtundúa…). La acción policial infligió, a cambio, importantes golpes a la organización: más de cien activistas de ETA y su aparato militar casi entero fueron cayendo entre 1998 y 2004. El clima moral y político del País Vasco estaba, además, cambiando: el asesinato en julio de 1997 de un joven concejal del PP, Miguel Ángel Blanco, provocó una verdadera conmoción moral que se tradujo en la movilización contra ETA y Batasuna por parte de millones de personas en toda España, miles y miles de ellas en el propio País Vasco. Una importante manifestación contra ETA, convocada por la plataforma Basta YA, encabezada por conocidos intelectuales vascos no nacionalistas, recorrió las calles de San Sebastián el 23 de septiembre de 2000. El voto no-nacionalista representó el 46 por 100 de los votos en las elecciones autonómicas vascas de 2001 y puso en cuestión la hegemonía del PNV, que lo había mantenido desde las elecciones vascas de 1980.

Pese a que algunos hechos azarosos mal resueltos desde el gobierno —como la catástrofe ecológica en Galicia provocada por el hundimiento del petrolero Prestige en noviembre de 2002, o la muerte de 63 militares al estrellarse, en mayo de 2003, en Turquía, el avión que los transportaba tras cumplir su misión en Afganistán— pusieron en dificultades a Aznar y sus ministros, todo indicaba que el PP podía obtener en 2004 un tercer mandato electoral. El error, al menos visto lo sucedido después, estuvo en el apoyo incondicional que el propio Aznar dio a Estados Unidos en la guerra de Irak de 2003, guerra muy impopular para la población española (que sin embargo había aceptado la participación de las tropas españolas en otros conflictos como Kosovo y Afganistán, o en la recuperación del islote de Perejil ocupado por Marruecos en julio de 2003). Y esta actitud errónea permitiría a los socialistas, dirigidos ahora por una nueva generación encarnada por su nuevo secretario general, José Luis Rodríguez Zapatero, capitalizar electoralmente, ya en 2004, el intenso clima electoral creado por el terrible atentado —191 muertos, 1858 heridos— perpetrado en Madrid por terroristas islámicos el 11 de marzo de ese mismo año, y volver así al gobierno tras ganar las elecciones celebradas solo tres días después, el domingo 14 de marzo de 2004.