VI. DE LA DICTADURA A LA DEMOCRACIA

LA victoria del ejército nacional en la Guerra Civil de 1936-1939 dio paso a la dictadura del general Francisco Franco (1893-1975), un militar formado en la guerra de Marruecos, un hombre de escasa estatura, inexpresivo, desconfiado, prudente, conservador y católico, obsesionado por el comunismo y la masonería. Basado en las ideas fascistas de Falange Española, en el pensamiento de la iglesia y en los principios de orden, autoridad y unidad de los militares, el régimen de Franco fue una dictadura personal, el arquetipo de régimen autoritario: totalitario y filofascista, y alineado con la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini entre 1939 y 1945; católico y anticomunista desde 1945-1950 al hilo de la Guerra Fría; tecnocrático y desarrollista desde 1957-1960.

Instalada en la Europa de Hitler —España no entró en la Segunda Guerra Mundial pero mandó la División Azul a Rusia en 1941—, España vio desde 1939 la creación de un estado nacional-sindicalista, la oficialización de los rituales fascistas de la Falange, la recatolización de España (derogación del divorcio, retorno de los jesuitas, penalización del aborto, censura eclesiástica, consagración de España a la causa católica), la afirmación del Movimiento como partido único y la adopción de políticas económicas basadas en la autarquía y el control estatal. Tras la derrota del Eje en 1945, el régimen de Franco fue definiéndose como una monarquía social y representativa, como una democracia orgánica. Franco, que usó numerosos gobiernos a lo largo de la dictadura, retuvo siempre todo el poder: las jefaturas del estado y del gobierno, la jefatura del Movimiento, la capacidad legislativa, el mando de las fuerzas armadas. Las cortes, creadas en 1942, fueron concebidas como un órgano de colaboración, no de control del gobierno. Eran designadas, no elegidas: carecían de funciones legislativas. La dictadura prohibió partidos políticos, movimientos nacionalistas, sindicatos, huelgas y manifestaciones y controló, a través de la censura y las consignas, la prensa y la radio. Unas cincuenta mil personas fueron ejecutadas entre 1939 y 1945.

El régimen franquista, autárquico y nacionalista, creó un fuerte sector público. Estatalizó ferrocarriles, minas, teléfonos, la distribución de gasolina y el transporte aéreo. Para impulsar la industrialización, en 1941 creó el Instituto Nacional de Industria que entre 1941 y 1957 construyó fábricas y empresas de aluminio y nitratos, industrias químicas, astilleros, grandes siderurgias, refinerías y fábricas de camiones y automóviles. El régimen impulsó las obras públicas (pantanos, centrales térmicas). Controló precios y salarios y el comercio exterior. Integró desde 1940 a trabajadores y empresarios en la Organización Sindical, los «sindicatos verticales» del estado; y creó un modesto sistema de seguros sociales de tipo asistencial y paternalista.

El coste que todo ello supuso para España fue, sin embargo, muy elevado. La autarquía tuvo costes desmesurados y se hizo a costa de un proceso inflacionario alto. La política agraria del primer franquismo fue un desastre: 1939-1942 fueron años de hambre. La reconstrucción de lo destruido durante la guerra fue solo aceptable. La producción, pese al esfuerzo inversor del estado, no alcanzó el nivel de 1936 hasta 1951. Pese a que desde ese mismo año la liberalización del comercio exterior y de los precios mejoró sensiblemente los resultados económicos, en 1960 España era uno de los países más pobres de Europa. La derrota del Eje nazi-fascista en la guerra mundial dejó, además, al país en una situación dificilísima. La ONU rechazó (junio de 1945) la admisión de España. Francia cerró la frontera. El 12 de diciembre de 1946, la asamblea de la ONU votó una declaración de condena del régimen español y recomendó la ruptura de relaciones con él, resolución que la comunidad internacional, con pocas excepciones (Argentina, Portugal), comenzó a cumplir de inmediato.

El régimen de Franco sobrevivió, con todo, a las dificultades que él mismo había provocado. Los pequeños focos guerrilleros que habían quedado de la guerra en algunas regiones aisladas del país solo pudieron provocar alguna acción menor y esporádica, y fueron diezmados por la represión. La acción internacional contra Franco, que culminó en la decisión de la ONU de 1946, no fue eficaz a la larga: Franco movilizó al país en su apoyo frente a aquella «conjura» internacional. La invasión guerrillera por el valle de Arán preparada por los comunistas en el otoño de 1944 no consiguió sus objetivos y fue abandonada en 1948.

Desde 1945, Franco hizo cambios que dieron una fachada más aceptable a su régimen: promulgó el fuero de los Españoles y la ley de Referéndum, aprobó una amnistía parcial, suprimió el saludo fascista y evacuó Tánger, que había ocupado en 1940. La ley de Sucesión (26 de julio de 1947), aprobada en referéndum, definió a España como reino y como un estado «católico, social y representativo», e inició un lento proceso, nunca completo, de desfalangización e institucionalización del sistema, que continuó con la ley del Movimiento (1958) —que hacía de éste una comunión de «familias» del régimen—, la ley Orgánica del Estado (1966) y el nombramiento en 1969 del príncipe Juan Carlos como sucesor de Franco. La política exterior —ayuda del Vaticano, pacto «ibérico» con Portugal, Hispanidad (la comunidad entre España y la América española que el franquismo elevó a política de estado), amistad con los países árabes—, dirigida entre 1945 y 1957 por Alberto Martín Artajo, buscó ahora la homologación internacional. La Guerra Fría, que revalorizó al régimen de Franco ante Estados Unidos y propició la aproximación hispano-estadounidense, y no la labor de la diplomacia española, fue, con todo, el hecho esencial. España pagó un precio altísimo: por los acuerdos de septiembre de 1953, cedió a Estados Unidos bases militares en Torrejón, Zaragoza, Morón y Rota; Estados Unidos concedió a España una sustanciosa ayuda económica (en torno a mil millones de dólares). El 15 de diciembre de 1955 la ONU aprobó el ingreso de España.

La España de Franco fue, pues, desde 1955 una nación reconocida por la comunidad internacional. Pero nunca tuvo legitimidad democrática. Aunque no llegara a amenazar al régimen, malestar lo hubo siempre. Antes de 1956, se trató de hechos ocasionales y esporádicos (huelga en la ría de Bilbao en mayo de 1947, boicot a los tranvías en Barcelona en marzo de 1951…). En febrero de 1956 se produjeron las primeras muestras graves de descontento contra el régimen desde la Guerra Civil, protestas callejeras protagonizadas por estudiantes de la universidad de Madrid. En abril, España daba precipitadamente la independencia al Marruecos español, forzada por la decisión previa francesa de retirarse del Marruecos francés. En octubre, la inflación, el déficit exterior y la pérdida masiva de reservas de divisas extranjeras crearon la situación de crisis económica más grave desde el fin de la guerra. Entre 1956 y 1958, las huelgas y protestas contra la carestía de la vida se extendieron por el País Vasco, Asturias, Cataluña y Madrid (si bien la huelga general que, a la vista de la situación, convocó desde la clandestinidad el Partido Comunista para el 8 de junio de 1959 fue un total fracaso).

España cambió en la década de 1960. La clave fue el plan de estabilización de julio de 1959, elaborado por un equipo de jóvenes economistas al servicio de la presidencia del gobierno, un modelo ortodoxo de estabilización —devaluación de la peseta, reducción de la circulación fiduciaria, elevación de los tipos de interés, liberalización de importaciones, congelación del gasto público, créditos extranjeros—, y una apuesta por la liberalización de la economía española que rectificaba todo lo que el régimen había hecho desde 1939.

Estabilización y liberalización provocaron, en efecto, el despegue económico. Los años del desarrollo (1960-1973), pilotados por gobiernos con fuerte presencia de ministros del Opus Dei, hicieron de España un país industrial y urbano. Grandes migraciones transformaron su estructura demográfica: cuatro millones de personas dejaron las zonas rurales entre 1960 y 1970, casi la mitad para irse a Europa. En 1960, hubo seis millones de turistas; en 1975, treinta millones: el turismo cambió la economía de muchas zonas costeras, y los hábitos y comportamientos de los españoles. La producción y uso de automóviles y electrodomésticos creció de forma espectacular. Aun con periodos de avances y retrocesos, y repuntes inflacionarios, entre 1961 y 1964 la economía española creció a una media anual del 8,7 por 100, y del 5,6 por 100 entre 1966 y 1971. En 1970, tres de cada cuatro asalariados trabajaban ya en la industria y los servicios, y solo el uno de cada cuatro lo hacía en la agricultura. En 1975, en torno al 75 por 100 de la población (30,4 millones en 1960; 33,7 millones en 1970) vivía en ciudades de más de diez mil habitantes. En 1960, solo cuatro de cada cien hogares españoles tenían automóvil, y uno de cada cien televisor. En 1975, los tenían el 40 y el 85 por 100, respectivamente. El número de estudiantes universitarios pasó de 87.600 en 1962 a más de un cuarto de millón en 1971-1972.

El «milagro español» tuvo graves contrapartidas: estancamiento de la agricultura, fuertes desequilibrios regionales (pese a la creación de «polos» de desarrollo regional), elevado éxodo rural, sector público ineficiente y deficitario, graves insuficiencias de tipo asistencial (a pesar de la creación de la Seguridad Social en 1964), horrores urbanísticos en las zonas turísticas y en las grandes ciudades, desastres ecológicos, hacinamiento de la población industrial en barriadas carentes de servicios (en Madrid, Barcelona, Bilbao…). Pero España había superado la barrera del subdesarrollo. En 1971 era el cuarto país del mundo en construcción naval; la primera empresa española era una empresa de fabricación de automóviles, SEAT. La renta per cápita que en 1960 era de trescientos dólares, se había multiplicado por ocho en 1975.

La década del desarrollo vio, como contrapartida, la reaparición de la conflictividad. Los estudiantes e intelectuales se rebelaron en demanda de libertades y derechos democráticos. Los trabajadores, a cuya movilización contribuiría la aparición a partir de 1960 de nuevos sindicatos clandestinos de oposición, y ante todo de Comisiones Obreras, bajo creciente influencia del Partido Comunista desde 1964, reclamaron libertades sindicales y derecho de huelga. Aunque estuvieron siempre prohibidas, hubo ya 77 huelgas en 1963, 484 en 1965 y 1595 en 1970. En Cataluña, donde la lengua y la cultura propias habían mantenido de alguna forma la conciencia de identidad catalana, el joven Jordi Pujol y el impresor Francesc Pinzón fueron procesados en 1960 por organizar una campaña contra una visita de Franco. El abad de Montserrat, Aureli Escarré, fue expulsado de España en 1965 por unas declaraciones contra el régimen en el diario Le Monde. Ciento treinta sacerdotes protagonizaron una «marcha contra la tortura» en las calles de Barcelona en 1966. Varios partidos de la oposición clandestina formaron en 1971 una asamblea de Catalunya, como organismo unitario de lucha contra el régimen.

La aparición en 1959 en el País Vasco de ETA, una organización independentista y marxistizante que desde 1968 recurrió al terrorismo como forma de lucha armada por la liberación nacional vasca, rompió la paz de Franco; 47 personas, entre ellas el número dos del régimen, el almirante Carrero Blanco, murieron víctimas de acciones de ETA entre 1968 y 1975. ETA protagonizó secuestros espectaculares, y multitud de atracos y atentados. La dictadura declaró el estado de excepción en el País Vasco en seis ocasiones entre 1968 y 1975. Veintisiete etarras murieron en enfrentamientos con la policía en esos años. Centenares de personas fueron encarceladas por colaboración con el grupo armado. Dieciséis miembros de la organización, entre ellos dos sacerdotes, fueron procesados en Burgos, y algunos condenados a muerte (aunque indultados), en medio nuevamente de amplias protestas internacionales, y de huelgas y desórdenes en la propia España.

La iglesia, en cuyo interior habían ido germinando disidencias y protestas (denuncias de curas vascos y catalanes por la situación de opresión cultural en sus respectivas regiones; apoyo de algunos obispos y sacerdotes a organizaciones obreras católicas independientes e incluso a Comisiones Obreras; diálogo con el marxismo de teólogos como Díez Alegría o González Ruiz…), fue, por último, divorciándose del régimen de Franco, sobre todo desde el Concilio Vaticano II en 1964 y al hilo de la renovación de la jerarquía episcopal española llevada a cabo entre 1964 y 1974 por los nuncios Riberi y Dadaglio, que culminó con el nombramiento como arzobispo de Madrid (1969) y presidente de la Asamblea Episcopal de monseñor Vicente Enrique Tarancón, un liberal muy próximo al papa Pablo VI y decidido partidario de la ruptura de la iglesia con el franquismo. En 1969, el obispo de Bilbao se negó a que se procesara a varios sacerdotes vascos acusados de complicidad con la organización ETA. Los obispos vascos pidieron clemencia para los acusados en el juicio de Burgos de 1970. En 1971, la Asamblea Episcopal pidió perdón por la parcialidad con que la iglesia había actuado durante la Guerra Civil.

La contradicción entre una sociedad en vías de modernización y un régimen político autoritario y de poder personal se hizo, así, manifiesta. Escindido entre «aperturismo» e «inmovilismo», el franquismo, que tuvo en esos años a su hombre fuerte en el almirante Carrero Blanco, entró en crisis a partir de 1969. El crecimiento económico siguió a un muy fuerte ritmo en los años 1970-1975. España firmó un acuerdo preferencial con la Comunidad Europea en 1970 y estableció después relaciones diplomáticas incluso con países comunistas (Alemania del Este, China). Pero el continuismo institucional que Franco y Carrero Blanco quisieron proyectar en los últimos años del régimen era cuando menos problemático: la naturaleza del régimen debilitaba su propia autoridad política y moral ante los conflictos, y amenazaba su propia estabilidad. En 1970 hubo un total de 1595 huelgas; en 1974, cerca de 2000 y en 1975, más de 800, aunque nunca fue un derecho legal. Varios obreros murieron en algunos de aquellos conflictos en choques con la policía. El juicio que en diciembre de 1970 tuvo lugar en Burgos contra 16 militantes de ETA provocó violentas protestas en toda Europa: ETA lanzó una fuerte ofensiva terrorista en 1971-1973, y mató en diciembre de 1973 al propio presidente del gobierno y pieza clave del régimen, Carrero Blanco.

La apertura prometida en febrero de 1974 por el último gobierno del franquismo, encabezado por Arias Navarro (1974-1975), promesa que galvanizó la política del país —y permitió la acción pública de la oposición moderada y una considerable libertad de prensa—, fue un fracaso: no hubo democratización del régimen, no hubo legalización de «asociaciones» políticas como paso hacia un régimen de partidos. En marzo de 1974 fue ejecutado un joven anarquista acusado de terrorismo, Salvador Puig Anti-ch. Una bomba de ETA mató en Madrid, en septiembre de 1974, a once personas. El 27 de septiembre de 1975 fueron ejecutados, en medio de la indignación internacional, dos militantes de ETA y tres del FRAP, un grupo de extrema izquierda aparecido en 1973 que había atentado contra varios policías. La evolución del franquismo hacia la democracia era imposible.