LA Guerra Civil fue un hecho español. Azaña mismo señaló que la discordia interna de la clase media y, en general, de la burguesía española —profundamente dividida por razones religiosas y sociales— fue el origen último de la guerra. Estaba en lo cierto. Se levantó solo una parte del ejército. Los militares, dirigidos por los generales Franco, Sanjurjo, Mola y Queipo de Llano, se sublevaron por varias razones: porque aducían que la República era un régimen sin legitimidad política; porque entendían que la concesión de autonomía a las regiones (de hecho, en julio de 1936 solo se había concedido la autonomía a Cataluña) era una amenaza a la unidad de España; porque pensaban que las huelgas y los desórdenes revelaban la falta de autoridad de la democracia; porque consideraban que la legislación republicana atacaba la esencia católica de España. Los militares sublevados creyeron que el golpe de estado triunfaría de forma inmediata. Se equivocaron: desencadenaron una devastadora guerra civil de tres años.
MAPA 2. Empieza la Guerra Civil: julio de 1936.
La sublevación militar triunfó solo en una parte de España. Fracasó en Madrid, en Cataluña, en Levante, en las provincias marítimas del norte, en el centro-sur del país, en gran parte de Andalucía y de Aragón. De los 31.000 oficiales que el ejército español tenía en 1935, se sublevaron unos 14.000; y unos 8500 permanecieron leales a la República (el resto sufrió distinta suerte), que retuvo además gran parte de la aviación y de la marina. Lo que dio a la Guerra Civil española la significación que conmocionó la imaginación romántica de la izquierda europea, lo que hizo de aquella la épica idealizada de la resistencia popular y proletaria contra la agresión del fascismo, fue la naturaleza misma de la respuesta popular al golpe de estado: la sublevación militar desencadenó en la zona republicana un verdadero proceso revolucionario de la clase trabajadora, bajo la dirección de los partidos obreros y de los sindicatos.
Pero la guerra, aun siendo un hecho español, se internacionalizó desde el primer momento. Franco pudo trasladar su ejército de África a la Península en los días inmediatamente posteriores a la sublevación, gracias a la ayuda alemana e italiana. Los esfuerzos (no demasiado consistentes) de Gran Bretaña y Francia por imponer la no-intervención internacional en España y localizar así el conflicto, fracasaron. Alemania e Italia reconocieron a Franco en noviembre de 1936. Alemania envió en ese mismo mes la Legión Cóndor, compuesta por un centenar de aviones con pilotos y mandos alemanes, y enviaría, además, a unos cinco mil asesores a lo largo de toda la guerra. Italia mandó unos 70.000 soldados, que entraron en combate a partir de enero de 1937. La URSS puso al servicio de la República unos dos mil asesores (instructores, aviadores, artilleros, etcétera); el total de alistados en las Brigadas Internacionales, fuerzas de voluntarios en su inmensa mayoría comunistas que lucharon al lado de la República, fue de unos 60.000 hombres. Franco recibió unos 1200 aviones alemanes e italianos, y unos 350 tanques; la República, 1300 aviones (aunque nunca pudo hacer pleno uso de ellos) y 900 tanques, casi todos de la Unión Soviética (ayuda que tuvo consecuencias decisivas en la zona republicana: propició la progresiva penetración de los comunistas, liderados por José Díaz y Dolores Ibárruri, con una política que anteponía la victoria en la guerra a cualquier otra consideración, incluida la revolución obrera de los primeros meses). La guerra de columnas y milicias del verano de 1936 iba a convertirse en una guerra total entre dos ejércitos cada vez mejor equipados y más numerosos, unos 500.000 soldados por cada bando en la primavera de 1937. La artillería y la aviación —con bombardeos sobre poblaciones civiles— cobrarían desde entonces, según los frentes, la misma importancia que la infantería.
La guerra, en efecto, duró tres años. Costó 300.000 vidas (la mayoría, en torno a 175.000, en el frente, pero unas 90.000 en la represión en las retaguardias de ambas zonas: unas 60.000 en la zona «nacional» en los años de la guerra, unas 30.000 en la zona republicana), devastó casi doscientos núcleos urbanos y destruyó la mitad del material ferroviario y una tercera parte de la ganadería y de la marina mercante.
El objetivo inicial de las tropas rebeldes fue Madrid, objeto de diversas ofensivas rebeldes (avance de columnas nacionales desde Andalucía y Extremadura, intento de asalto frontal por la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, batallas de la carretera de La Coruña y del Jarama) entre octubre de 1936 y marzo de 1937, objetivo fallido al hilo del cual la resistencia de Madrid reforzó la leyenda del antifascismo español. Franco, nombrado el 1 de octubre de 1936, por la plana mayor de la sublevación, jefe del gobierno y del estado de la España «nacional», y generalísimo de sus ejércitos, llevó luego con acierto estratégico la guerra al norte, primero al País Vasco (Guernica fue bombardeada por aviones alemanes el 26 de abril de 1937, un hecho que conmocionó a la opinión internacional), a continuación a Santander —cuya conquista se demoró por la brillante ofensiva republicana sobre Brunete, en el frente de Madrid— y finalmente a Asturias, que tomó en octubre de 1937. Tras durísimos combates, ya a finales de 1937 y principios de 1938 en torno a Teruel, el ejército rebelde avanzó, en la primavera de 1938, por el Ebro hacia el Mediterráneo, operación que partió en dos el territorio republicano. Fracasado el brillante contraataque republicano en el río Ebro en julio de 1938, en lo que se transformó en la batalla más larga y dura de la guerra —batalla que destrozó la moral y la capacidad operativa del ejército republicano—, Franco ocupó Cataluña (enero de 1939) y finalmente Madrid, donde sus tropas entraron el 28 de marzo de 1939.
La República perdió la guerra, probablemente, en los seis primeros meses. El equilibrio inicial le fue favorable. Retuvo la España industrial, el País Vasco (salvo Álava), Cataluña, buena parte de la marina y de la aviación. Pero el proceso revolucionario desencadenado hizo que la República no tuviera un ejército verdaderamente operativo hasta la primavera de 1937. Las brillantes operaciones republicanas de Brunete y el Ebro pudieron haber cambiado la guerra a favor de la República: los ejércitos republicanos, sin embargo, no supieron explotar debidamente las ventajas tácticas que lograron inicialmente; Franco supo reaccionar a tiempo, contener a su enemigo y restablecer el equilibrio.
MAPA 3. Las batallas decisivas de la Guerra Civil.
La ayuda extranjera a Franco fue probablemente menos decisiva de lo que la propaganda antifascista dijo; pero tuvo importancia —militar, internacional— incalculable y, por momentos, ciertamente determinante. Franco tuvo la superioridad aérea prácticamente desde Brunete, en julio de 1937. La calidad de sus mandos intermedios y la moral de sus tropas fueron probablemente superiores a las de las fuerzas republicanas. Franco impuso la unidad política de la zona «nacional» desde abril de 1937, con el decreto de unificación que integró a toda la derecha en el Movimiento Nacional. La República, mientras tanto, se debatió entre graves dilemas políticos e ideológicos (o ganar la guerra o hacer la revolución) y en torno a distintas fórmulas de gobierno: o gobiernos de unidad o gobiernos de amplia concentración; hubo, así, tres gobiernos republicanos entre 1936 y 1939: los de Giral, Largo Caballero y Negrín.
Con Cataluña paralizada por el dualismo de poder Generalitat / milicias antifascistas creado desde julio de 1936 por la propia respuesta revolucionaria al levantamiento militar, y con Euskadi constituida desde octubre de 1936 en región autónoma con ejército y planteamientos militares propios bajo control del gobierno vasco (que presidió José Antonio Aguirre), la República careció, en buena medida, de unidad militar. La política de resistencia a ultranza del último gobierno Negrín y del Partido Comunista —política que negaba toda posibilidad de paz negociada, aunque ya se consideraba imposible ganar la guerra—, dividió a la República: el 4 marzo de 1939, el jefe del ejército del centro republicano, el teniente-coronel Casado, abandonista y anticomunista, se sublevó contra Negrín y formó un consejo nacional de defensa, con socialistas, republicanos y anarquistas, para negociar con Franco: Madrid fue escenario de violentos combates entre tropas de Casado y tropas leales al gobierno Negrín, en los que murieron unas dos mil personas.
Por sus características, por sus implicaciones nacionales e internacionales, por el clima moral existente cuando estalló, por el resultado final (triunfo de Franco, dictadura, ejecuciones: cerca de cincuenta mil personas fueron ejecutadas en la España de Franco en los años 1939-1945; trescientas mil sufrieron penas de cárcel y otras tantas se exiliaron de forma permanente), la Guerra Civil española, que tuvo profundas connotaciones ideológicas y políticas y cuya causa última —como en el caso de otras guerras civiles— fue la división moral del país, dejó una memoria trágica, el recuerdo de un horror incomprensible y probablemente innecesario e inútil. El historiador Jover Zamora la definiría como una verdadera crisis de civilización.
Pensando en España, Orwell le dijo en cierta ocasión a Koestler: «la historia se paró en 1936».