LA caída de la monarquía y la proclamación de la Segunda República en abril de 1931 no fueron solamente un cambio de régimen. La República fue un gran momento histórico.
La coalición republicano-socialista que, bajo el liderazgo de Manuel Azaña (1880-1940), un intelectual de hondo sentido español pero de sensibilidad difícil y complicada, gobernó entre 1931 y 1933, inició un ambicioso programa de reformas de los que, desde su perspectiva, eran los grandes problemas de España. De acuerdo con la nueva constitución aprobada en diciembre de 1931, la República, o mejor Azaña —un hombre convencido de que solo la democracia podía cambiar España y aun la conciencia moral de los españoles— quiso, para ello, expropiar los latifundios y distribuir la tierra entre los campesinos; crear un nuevo ejército que fuera, ante todo, profesional y neutral en política; limitar la influencia de la iglesia católica, secularizar la vida social y promover una educación liberal y laica; y rectificar, paralelamente, la organización centralista del estado concediendo la autonomía a las regiones con lenguas y culturas diferenciadas —Cataluña, País Vasco, Galicia— en las que desde finales del siglo XIX habían surgido, como sabemos, importantes movimientos nacionalistas. Cataluña tuvo plena autonomía política desde 1932; la autonomía vasca fracasó (en el País Vasco no la hubo hasta octubre de 1936) pero básicamente, por la profunda división de los vascos en torno a la idea misma de nacionalidad vasca. La República hizo sin duda un gran esfuerzo educativo (habilitación de miles de escuelas y maestros, Misiones Pedagógicas, La Barraca) y cultural: Ortega y Marañón, Unamuno y Machado, García Lorca y Alberti, Sender, Max Aub y Miguel Hernández tuvieron en esos años un ascendiente cultural y público excepcional.
Los planes del gobierno dividieron profundamente la vida política y social. Las reformas provocaron la oposición y el rechazo de la opinión católica, de la iglesia, de los terratenientes y de muchos militares. La reorganización de la derecha (Acción Popular de Herrera Oria; la Confederación Española de Derechas Autónoma, CEDA, el partido de la derecha católica dirigido por Gil Robles; grupúsculos de extrema derecha; Renovación Española, el partido de la derecha monárquica; Falange Española, el fascismo español, creado por José Antonio Primo de Rivera, hijo del exdictador en 1933; la Comunión Tradicionalista) fue expresión de ello. La reforma agraria estuvo técnicamente mal concebida. En la disolución de los jesuitas o en la prohibición de la enseñanza a las órdenes religiosas —medidas contempladas en la constitución y aprobadas en el bienio social-azañista—, la República actuó con excesivo e innecesario sectarismo, que le alienó el apoyo de núcleos muy importantes de las clases medias urbanas y rurales.
La reforma territorial fue, por el contrario, indudablemente positiva, y la reforma militar, técnicamente excelente: Azaña la planteó, sin embargo, con poca habilidad política, dando pie a divisiones en el ejército. Las medidas del bienio azañista, que incluyeron además importantes reformas laborales impulsadas por el ministro de Trabajo, el socialista Largo Caballero, y un ambicioso plan de obras hidráulicas preparado por el ministro de Obras Públicas, Indalecio Prieto, también socialista, no fueron, por otra parte, suficientes para satisfacer la revolución de expectativas en las clases trabajadoras y el campesinado: los sindicatos anarco-sindicalistas de la Confederación General del Trabajo (CNT) desencadenaron una verdadera ofensiva revolucionaria contra el gobierno, prácticamente desde el verano de 1931 (oleada de huelgas generales locales, conatos insurreccionales violentos en enero de 1932, enero de 1933 y diciembre de 1933).
La República no logró, pues, la estabilización de la política. El general Sanjurjo promovió un intento de golpe de estado —absurdo y disparatado, y por ello, fracasado inmediatamente— en agosto de 1932. Las elecciones de 1933 —en las que la CEDA, el partido católico, fue el más votado— marcaron un significativo giro del país a la derecha. La CEDA, un partido divorciado del espíritu de la República, se convirtió, así, en la clave del poder en los años 1934 y 1935, un «bienio negro» en el que una buena parte de la legislación aprobada en 1931-1933 fue rectificada en sentido conservador. La izquierda no supo asimilar la derrota de 1933. Ante el temor (o con el pretexto) de que la CEDA pudiese representar un fascismo a la española, el Partido Socialista Obrero Español, la principal fuerza de la izquierda, optó por la insurrección. La revolución socialista, desencadenada en octubre de 1934, que tuvo su epicentro en Asturias —y que fracasó, provocó cientos de muertos y dejó a varios miles de personas en la cárcel—, lesionó seriamente la legitimidad del régimen republicano. Cuando en febrero de 1936 la izquierda, unida en el Frente Popular encabezado por Azaña y Prieto, ganó las elecciones, un grupo de militares derechistas empezó a organizar la conspiración. Tras una primavera trágicamente conflictiva (desórdenes públicos continuos, asesinatos políticos, huelgas, destitución del presidente de la República Alcalá Zamora, asesinato de uno de los principales líderes de la oposición, José Calvo Sotelo), el golpe de estado militar —preparado desde meses antes— estalló de forma general el 18 de julio de 1936 (aunque algunos oficiales se habían sublevado en el norte de África el día anterior). La división del país y del propio ejército precipitó la Guerra Civil.