LA ESPAÑA DE LA RESTAURACIÓN

LA visión de España entre 1876 y 1923 quedó decisivamente condicionada por la definición que del régimen de la Restauración (1874-1923) hizo Joaquín Costa en 1902: «oligarquía y caciquismo». El mismo golpe de estado del general Primo de Rivera, el 13 de septiembre de 1923 —que liquidó de hecho la Restauración—, apareció, desde esa perspectiva, como el desenlace inevitable del fracaso de un régimen oligárquico, incapaz de modernizar y democratizar las estructuras últimas de la vida política (papel de la corona, elecciones, partidos, régimen parlamentario…).

La tesis de Costa tenía sin duda mucho de cierto. Pero hacía poca justicia a lo ocurrido en España desde 1876. El régimen de 1876, nacido tras la restauración de la monarquía a partir del pronunciamiento militar de Martínez Campos, pero obra sobre todo de Antonio Cánovas del Castillo, el gran político liberal-conservador, fue un régimen de concordia y libertad y un sistema comparativamente estable, que durante años pareció haber resuelto los grandes problemas del país: el intervencionismo de la corona, el militarismo, la falta de consenso constitucional, el uso exclusivista del poder. El país quedo, en efecto, pacificado tras la derrota del carlismo en 1876 y el fin, dos años después, de la guerra que había estallado en Cuba, como ya se ha mencionado, en 1868. La constitución de 1876, vigente hasta 1931, fue en principio conservadora: radicaba la soberanía en las cortes y en el rey, reconocía la religión católica como religión del estado y establecía un sufragio restringido. Pero fue suficientemente flexible como para incorporar en poco tiempo muchos principios democráticos: sufragio universal masculino (1890), juicio por jurado, culto privado de religiones no católicas. Cánovas logró crear un sistema bipartidista. El turno regular en el gobierno entre un partido conservador y un partido liberal definió la política española entre 1876 y 1913 y, aun con dificultades, hasta 1923. El comportamiento constitucional de Alfonso XII (1875-1885) y de su viuda María Cristina, regente entre 1885 y 1902, prestigió la monarquía, tras el descrédito que había supuesto el reinado de Isabel II (1833-1868). Los militares siguieron siendo un fuerte grupo de presión y el ejército aún muy sensible a toda crítica exterior; pero la estabilidad política hizo que los militares dejaran de ser, hasta 1923, el instrumento esencial de la acción y del cambio político.

La Restauración consiguió, así, crear en España las condiciones para impulsar un nada desdeñable proceso de modernización y desarrollo industrial que, a pesar de las graves crisis coyunturales y sectoriales, se prolongó hasta finales de la década de 1920. Este proceso tuvo sus principales centros en Cataluña, Vizcaya, Guipúzcoa y Asturias, y algunos sectores como banca, ferrocarriles, electricidad y minería conocieron un considerable desarrollo. Incluso aunque la agricultura siguiese teniendo un decisivo peso negativo en el desarrollo económico, se consolidó en Levante (cítricos) y en el área de Jerez (vinos) una nueva agricultura de exportación. El desarrollo económico, la mejora (por tímida que fuera) en las condiciones higiénicas y sanitarias, la ausencia de crisis demográficas graves —con la excepción de la gripe de 1918, que provocó la muerte de casi 150.000 personas— y el cese de las guerras civiles y coloniales (pues la guerra de Marruecos, que produjo unos 25.000 muertos entre 1907 y 1927, no fue en ese sentido significativa), hicieron que la población tuviera entre 1900 y 1930 un crecimiento sostenido, en contraste con la situación de estancamiento que se había producido entre 1860 y 1900. La población pasó de 18,6 millones en 1900 a 23,3 millones en 1930. La estructura demográfica de este último año reflejaba que España era ya una sociedad muy distinta a la del siglo XIX. En 1900, la población que vivía en centros de más de diez mil habitantes era el 32 por 100, solo tres ciudades (Madrid, Barcelona y Valencia) pasaban de doscientos mil habitantes y solo dos, Madrid y Barcelona, del medio millón. En 1930, el 42 por 100 de la población vivía en núcleos de más de diez mil habitantes, cuatro ciudades superaban los doscientos mil, once los cien mil, Barcelona pasaba del millón de habitantes y Madrid lo rozaba. En dicho año, la población agraria representaba todavía el 45,5 por 100 de la población activa española; pero el sector industrial suponía ya el 26,5 por 100 y los servicios, casi el 28 por 100.

Madrid (medio millón de habitantes en 1900, casi un millón en 1930) se transformó radicalmente. La ampliación de barrios elegantes y la construcción de edificios suntuarios, la apertura de hoteles modernos (Ritz y Palace, ambos en 1910-1914), el trazado de la Gran Vía (1910-1931), cambiaron su fisonomía: Madrid era ahora ante todo una ciudad comercial y bancaria. Los casi 150 edificios que se habían ido construyendo en el Ensanche central de Barcelona a partir de 1870-1880 (obra de Domènech i Montaner, Gaudí, Puch i Cadafalch y otros) constituían uno de los grandes conjuntos de la arquitectura modernista europea y revelaban el gran dinamismo económico y cultural de la ciudad. La población de Bilbao se duplicó entre 1900 y 1930. Grandes obras de encauzamiento, muelles y puentes transformaron su ría y su puerto, uno de los más activos de Europa. Los jesuitas abrieron allí en 1886 la universidad de Deusto. A partir de 1876, se construyó un magnífico Ensanche, con calles amplias y bien trazadas, plazas y zonas ajardinadas y edificios excelentes en torno a un eje principal (Gran Vía), centro de la intensa actividad bancaria y comercial de la villa en la que uno de los hombres del 98, Maeztu, veía a principios de siglo «la capital de la nueva España». San Sebastián y Santander se convirtieron desde los últimos años del siglo XIX en los centros del veraneo elegante de esa nueva España, en modernas ciudades turísticas. Tras plantearse en 1909 la idea de celebrar una Exposición Universal (que tuvo lugar finalmente en 1929), Sevilla se remozó completamente: se abrieron grandes avenidas, se construyó un nuevo puente y nuevos edificios como la plaza de España y el hotel Alfonso XIII, y se remodeló el barrio de Santa Cruz y parte del núcleo urbano cercano a la catedral. En los primeros treinta años del siglo, casi todas las ciudades españolas, por lo menos las capitales de provincia, aun en general modestas, incorporaron en mayor o menor grado muchos de los servicios y adelantos de la vida moderna (electricidad, gas, tranvías eléctricos, automóviles —cuya producción empezó en Barcelona en 1904—); Madrid, por ejemplo, dispuso de metro desde 1919.

Aunque la zarzuela y los toros siguieran apelando a la sensibilidad y gusto colectivos, la cultura española —una cultura liberal, no una cultura católica— vivió desde principios del siglo un espléndido resurgimiento —el reencuentro, si se quiere, de España con la modernidad—, plasmado en las llamadas generaciones del 98 (Unamuno, Baroja, Azorín, Machado, Valle-Inclán, el pintor Zuloaga), de 1914 (Ortega y Gasset, Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Falla, Juan Ramón Jiménez) y del 27 (García Lorca, Buñuel y Dalí; Alberti, Guillén, Salinas, Cernuda, Gerardo Diego; Ernesto Halffter; los pintores reunidos de la Exposición de Artistas Ibéricos de 1925). Este despertar no fue resultado de la aparición de unas pocas personalidades extemporáneas y más o menos geniales, sino de un hecho social de considerable entidad, expresión de una sociedad en transformación, en el que E. R. Curtius, el historiador alemán de la literatura y las ideas, vería uno de los pocos hechos agradables de todo el siglo XX europeo.

Con el avance industrial, el movimiento obrero —que tuvo su partido político en el Partido Socialista Obrero Español creado en 1879 por Pablo Iglesias, pero que hasta 1900 no había llegado a cristalizar en organizaciones verdaderamente estables y eficaces— iba a adquirir fuerza e influencia antes desconocidas. Desde principios de siglo, la clase obrera industrial constituyó ya una realidad social de creciente importancia y peso en la vida laboral y política.

En Barcelona, las sociedades obreras y los sindicatos autónomos de inspiración anarquista y sindicalista crearon en 1907 Solidaridad Obrera, un organismo de unión sindical que se definió como apolítico, reivindicativo y favorable a la lucha revolucionaria de los sindicatos. De él nació en 1910, como sindical revolucionaria nacional, la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Ese mismo año, la Unión General de Trabajadores, la sindical socialista creada en 1888, cambió su organización interna sustituyendo las viejas sociedades gremiales y por oficio por sindicatos de industria, que adquirieron enseguida una considerable fuerza sindical. En 1911, el nacionalismo vasco creó Solidaridad de Obreros (luego, Trabajadores) Vascos, una organización sindical católica, moderada y estrictamente vasca. La iglesia dio por esos mismos años nuevo impulso al asociacionismo obrero católico: a partir de 1912, se crearon los Sindicatos Libres Católicos; en 1916, los círculos agrarios católicos se unieron en una gran Confederación Nacional Católico-Agraria (CONCA).

Como resultado, la sociedad española se familiarizó desde finales del siglo XIX con los conflictos y el lenguaje de clase. Los años 1899-1903 y 1910-1913 registraron amplios movimientos huelguísticos. En Vizcaya, los socialistas protagonizaron las grandes huelgas de los mineros de la provincia de los años 1903, 1906 y 1910. La Coruña, Sevilla, Gijón y sobre todo Barcelona sufrieron huelgas generales locales —por lo general, de inspiración anarquista— en los años 1901 y 1902. En 1911, se produjo un conato de huelga general revolucionaria en muchos puntos de España. En 1912 el gobierno (que presidía Canalejas) militarizó a los ferroviarios para impedir la huelga general de los ferrocarriles que se anunciaba. En 1913, una huelga minera de Riotinto estuvo a punto de derivar en una huelga general de toda la minería española. La legislación laboral —limitada, insuficiente, a menudo incumplida— comenzó a tomar cuerpo desde 1900. En ese año, por iniciativa del ministro conservador Eduardo Dato, se aprobaron la ley de Accidentes del Trabajo y la ley del Trabajo de Mujeres y Niños. En 1903, se creó, precisamente para impulsar la legislación social, un Instituto de Reformas Sociales. En 1904, se acordó el descanso dominical. En 1906, se reguló la inspección del trabajo y en 1908 se crearon tribunales industriales para dirimir los conflictos derivados de la aplicación de las leyes sociales. En 1909, el gobierno —que presidía Maura— aprobó una ley de huelgas y creó el Instituto Nacional de Previsión, que inició la gestión de las primeras (y durante mucho tiempo, escasas y reducidas) pensiones de vejez. En 1912, se prohibió (gobierno Canalejas) el trabajo nocturno de la mujer. En 1919, se estableció la jornada laboral de ocho horas.

Ciertamente, la España del primer tercio del siglo XX seguía siendo aún una España rural. El atraso respecto a la Europa más desarrollada no había desaparecido. Los salarios eran por lo general muy insuficientes; el empleo, irregular y precario; las condiciones de trabajo, muy duras; y el nivel de vida de las clases obreras y populares (vivienda, dieta, esperanza de vida, atención sanitaria, educación), crítico. La emigración exterior —a América y norte de África— se cifró en torno a los dos millones de personas para los años 1900-1920, y en 600.000 entre 1920 y 1930.

Los desequilibrios regionales incluso se agravaron tras el despegue industrial de algunas provincias. Cataluña, merced a su singularidad lingüística y cultural y a su gran dinamismo industrial y comercial, terminó por configurarse como una realidad social distinta. Desde principios de la década de 1890, el modernismo, que no fue solo una moda estética sino un movimiento integral (arquitectura, pintura, literatura, artes decorativas, gusto musical), renovó de raíz la vida cultural de la región. El noucentisme (novecentismo), tendencia y proyecto cultural que desde 1906 fue desplazando al modernismo y que tuvo en Eugeni d’Ors (1881-1954) su principal teorizador, incluso reforzó la visión particularista (y moderna) de Cataluña, identificada ahora con el clasicismo y la luminosidad del Mediterráneo. La industrialización, que conllevó la inmigración masiva de trabajadores de otras regiones de España, hizo de Vizcaya una sociedad industrial y de masas. El País Vasco, donde la modernización generó una nueva demanda social de cultura cuya mejor manifestación fue la nueva y excelente pintura vasca (Regoyos, Iturrino, Zuloaga, Arteta…), se definió desde entonces por un acusado pluralismo cultural y político, donde coexistían importantes manifestaciones de la cultura española (Unamuno, Baroja, Maeztu…) y una minoritaria pero renacida cultura euskaldún. En contraste, otras regiones como Galicia, Extremadura, Canarias, Aragón, Castilla la Vieja (sobre todo el antiguo reino de León), Castilla la Nueva —salvo Madrid— y Navarra sufrieron importantes pérdidas de población entre 1900 y 1930. Andalucía, asociada a latifundios, jornaleros sin tierra, atraso rural, paro estacional, hambre y analfabetismo, que en 1900 suponía el 19,1 por 100 del total de la población española y donde el 75 por 100 de la población activa se dedicaba, en esa fecha, a la agricultura, era el paradigma del problema agrario español. El viaje que en 1922 hizo a Las Hurdes, al norte de Cáceres, el rey Alfonso XIII acompañado por el doctor Marañón, reveló los grados extremos, sobrecogedores, que la pobreza alcanzaba en ciertos puntos de España.

El dualismo, pues, seguía definiendo a España. Con todo, la transformación experimentada fue extraordinaria. La misma España que en 1898 aparecía agotada y sin pulso y que perdía sus últimas colonias en la guerra con Estados Unidos, liquidaba victoriosamente poco después, en 1927, la guerra de Marruecos. La cultura española se asomaba a Europa. La pintura de Zuloaga, Sorolla y Sert logró un excepcional reconocimiento internacional y altísimas cotizaciones en todos los mercados del arte. La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, creada en 1907 bajo la presidencia de Santiago Ramón y Cajal, un conjunto de institutos, centros, museos, talleres y laboratorios (más la Residencia de Estudiantes establecida en 1910), revolucionó la investigación científica y experimental del país. Establecidos en Francia, Picasso, Juan Gris, Joan Miró, Julio González y enseguida Dalí, se convirtieron en piezas esenciales de la vanguardia europea. Falla estrenó, con éxito extraordinario, su ballet El sombrero de tres picos —con decorados y trajes de Picasso— en Londres en 1919, y El amor brujo, un éxito aún mayor, en París en 1925. La Revista de Occidente que Ortega y Gasset creó en 1923 fue una de las más prestigiosas revistas intelectuales europeas y su libro La rebelión de las masas (1930), un auténtico «best-seller» internacional. Tomada en su conjunto, la obra de Ortega (1883-1955) fue una sucesión de ideas sustantivas, de grandes incitaciones intelectuales: teoría de la circunstancia, verdad y perspectiva, vida como quehacer y realidad radical, razón vital, teoría de las generaciones, razón histórica, ideas y creencias, usos y vigencias sociales.

Desde los años de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), España dejó de ser un país netamente agrario. En 1930, más de la mitad de la población trabajaba o en sectores industriales o en servicios. Solo el 34 por 100 vivía en núcleos de menos de cinco mil habitantes. La aristocracia había perdido incluso su presencia formal. El poder social se había desplazado —dentro de las clases altas— hacia los círculos industriales y financieros. Las formas de vida, la mentalidad dominante, las modas, el vestido, los ocios, los valores, respondían a los gustos y aspiraciones de las clases medias: el descenso constante de la población rural, el crecimiento de la población urbana, de los sectores industrial y de servicios, la formación de una sociedad profesional (expertos y profesionales en puestos relevantes de la burocracia del estado, y de industrias, empresas y bancos), el crecimiento considerable de las clases medias —en las que cabría incluir en 1930 a unos cuatro millones de españoles—, y el aumento de la población activa industrial, fueron los hechos más significativos de la vida social española entre 1900 y 1930.

Sería precisamente de la contradicción entre esa sociedad en transformación y las limitaciones del régimen de 1876 de donde nacerían en gran medida los nuevos problemas políticos de España.

Algunos de esos problemas —por ejemplo, la cuestión regional— ya habían hecho su aparición antes de 1898. Pero dado que, a corto plazo, la crisis del 98 (amplia insurrección armada antiespañola en Cuba y Filipinas desde 1895, intervención de Estados Unidos, guerra naval hispanonorteamericana, derrota total de España, pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas) no provocó cambios políticos sustanciales, pareció que el país había interiorizado la derrota con irresponsable indiferencia y alegre pasividad, y que carecía de voluntad política y reservas morales. Pero no fue así. Primero, el 98 provocó una profunda crisis de la conciencia nacional, una intensa reflexión sobre España y su significación en la historia, protagonizada por la generación del 98 y por algunos de sus epígonos, como Ortega y Gasset. Segundo, el 98 generó exigencias de cambio, de reformas, de regeneración, de europeización, por decirlo con las palabras entonces en boga, exigencias que tuvieron en Joaquín Costa a su primer portavoz (en escritos como Reconstitución y europeización de España, 1900 y Oligarquía y caciquismo, 1902), y en Ortega y Gasset a su teorizador más brillante («La pedagogía social como programa político», 1910; Vieja y nueva política, 1914). Tercero, el 98 coincidió con la irrupción de los nacionalismos periféricos en la política española, hecho importantísimo que revelaba la mala vertebración territorial del estado y que haría de la reforma de éste uno de los hechos esenciales de la política española; y cuarto, el 98 decidió —a la vista del aislamiento en que España se había encontrado durante la guerra con Estados Unidos-una reactivación de la política exterior española, sobre la base de la aproximación a Francia y Gran Bretaña, el establecimiento de una relación especial con la América española, y el mantenimiento del statu quo en la región del Estrecho (lo que significó que España asumiría, junto con Francia, responsabilidades tutelares y militares en Marruecos).

El sistema de Cánovas, pese a todo, superó bien la derrota del 98. La monarquía no se desacreditó. Con Alfonso XIII, que advino al trono el 17 de mayo de 1902, un hombre a menudo imprudente y algo frívolo pero inteligente y popular, la monarquía pareció incluso renovarse. Pese a la aparición de un nuevo republicanismo (Partido Radical, de Lerroux, en 1908; Partido Reformista, de Melquíades Álvarez, en 1912), pese a la apuesta republicana del socialismo español desde 1909, hasta los años veinte los españoles no parecieron hacer del cambio de régimen la clave de la regeneración nacional (sino en todo caso de la erradicación del caciquismo y de la moralización de la política). La cuestión a partir del 98 fue precisamente ver si el régimen de 1876 era o no capaz de evolucionar gradualmente —como otras monarquías europeas— hacia un sistema constitucional y parlamentario verdaderamente democrático. Visto lo sucedido —golpe militar en 1923, caída de la monarquía en 1931—, cabría concluir que la evolución no fue, ni era, posible.

MAPA 1. España tras «el desastre» del 98.

Pero las cosas fueron cuando menos complejas. Los movimientos declaradamente regeneracionistas habían fracasado para 1900, pero la política se impregnó de regeneracionismo. El Partido Liberal, que formó hasta siete gobiernos entre 1899 y 1907, incorporó a su programa la bandera del anticlericalismo —control de las órdenes religiosas, matrimonio civil, medidas secularizadoras en enseñanza y cementerios…— desde la convicción de que la regeneración nacional requería un menor papel de la iglesia y de las ideas católicas en la vida social española. Los conservadores entendieron mejor las razones del regeneracionismo. El gobierno Silvela (marzo de 1899 a octubre de 1900) inició la legislación social, creó los ministerios de Instrucción Pública, como parte de un gran esfuerzo educativo para rehacer el país, y de Agricultura, Industria y Comercio, esbozó proyectos de descentralización administrativa y procedió a una política presupuestaria de austeridad y reajustes, que trazó el ministro de Hacienda, Fernández Villaverde, decisiva para la estabilidad económica que se produjo tras el 98.

Bajo el liderazgo de Antonio Maura (1853-1925), que dirigió el partido desde finales de 1903 y que gobernó, primero en 1904, y luego entre enero de 1907 y octubre de 1909, el proyecto regeneracionista conservador se hizo aún más explícito y ambicioso. Maura encarnó en aquella coyuntura la posibilidad de una «revolución desde arriba» que, desde su perspectiva, equivalía a la creación de un estado fuerte y capaz de gobernar, que reformando la administración local terminase con el caciquismo y articulase la sociedad en partidos fuertes y apoyados en la opinión, que él pensaba era mayoritariamente conservadora y católica (y en Cataluña, catalanista).

Maura, que terminó fracasando (dimitiría como consecuencia de los sucesos de la semana trágica de Barcelona en julio de 1909: oleada de desórdenes contra el envío de tropas a Marruecos, donde España había ido progresivamente involucrándose desde 1906), cambió la política y obligó a cambiar al propio Partido Liberal (que, dirigido por José Canalejas, gobernaría entre 1910 y 1912 con programas, ideas, firmeza y resolución no inferiores a los de Maura: reducción de impuestos impopulares, sistema militar obligatorio, reestructuración de la financiación de los ayuntamientos, jornada máxima en las minas, prohibición del trabajo nocturno de la mujer…). Pero su propio vigor contribuyó a quebrantar el bipartidismo y a polarizar la vida política. Cuando en 1913 Maura se negó a seguir el «turno» con los liberales porque estos habían apoyado a la oposición antimonárquica en la crisis de 1909, el sistema quedó prácticamente roto. Desde 1914, la fragmentación del sistema de partidos fue total: la inestabilidad gubernamental se hizo endémica.

Los gobiernos de la monarquía fueron incapaces entre 1913 y 1923 de dar respuesta a los problemas del país. No supieron ni traducir en cambios permanentes el formidable enriquecimiento provocado por la neutralidad en la Primera Guerra Mundial (neutralidad debida más a la debilidad del país que a las convicciones ideológicas o morales de sus dirigentes), ni detener el proceso inflacionario desatado por aquella coyuntura, ni hacer frente al malestar laboral que se originó, ni dar respuesta a las crecientes demandas de los nacionalismos catalán y vasco. Peor aún, no supieron tranquilizar a un ejército crecientemente descontento por su situación económica, preocupado por la debilitación del poder civil y el deterioro del orden público, y al que la guerra de Marruecos había dotado de una nueva y agresiva mentalidad nacionalista. La estabilidad política y el consenso que se habían conseguido desde 1876 se vinieron abajo. En junio de 1917, oficiales del arma de Infantería hicieron público un manifiesto en que exigían la renovación del país; en julio, parlamentarios catalanes y republicanos trataron de reunir en Barcelona una asamblea constituyente; en agosto, los socialistas desencadenaron una huelga general para forzar la formación de un gobierno provisional y elecciones constituyentes. Más tarde, la gravísima situación socio-laboral (huelgas, atentados sociales) que vivió Barcelona desde 1919 y sobre todo, la tremenda derrota que el ejército sufrió en Marruecos en 1921 —que provocó fuertes tensiones entre el poder civil y el poder militar— terminaron con el sistema. Alfonso XIII aceptó el golpe de estado incruento que el general Primo de Rivera dio en septiembre de 1923, con la simpatía de buena parte del país.

Ese golpe de septiembre de 1923 —pacífico, blando, popular— terminó por ser un gravísimo error histórico. La caída de la dictadura en 1930 arrastró a la monarquía en 1931: la crisis de régimen desembocó enseguida en una verdadera crisis nacional. La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), que no fue una anormalidad —buena parte de Europa parecía haber entrado en la era de las dictaduras—, resultó, a su manera, regeneracionista: trazó un ambicioso plan de confederaciones hidrográficas y obras públicas, impulsó sensiblemente las comunicaciones y la electrificación del país, liquidó la guerra de Marruecos (1927), creó un primer sector público español, realizó importantes reformas económicas y reformó las relaciones laborales.

La dictadura gozó de un consenso generalizado hasta 1927. Fracasó, probablemente, porque intentó crear un sistema político propio —un régimen corporativo y autoritario— y porque naufragó ante la aparición, ya en 1929-1930, de un conjunto de problemas —políticos, militares, universitarios, económicos— que no supo resolver. La crisis galvanizó el republicanismo, prácticamente muerto en 1920 y unido ahora en el llamado Pacto de San Sebastián. El movimiento revolucionario promovido por la oposición republicana para diciembre de 1930 fracasó. Pero la represión gubernamental —ejecución de los capitanes Galán y García Hernández; procesamiento de los líderes republicanos (Alcalá Zamora, Largo Caballero, Miguel Maura, Lerroux…)— popularizó la causa republicana. La República fue proclamada el 14 de abril de 1931, tras unas elecciones municipales que adquirieron el carácter de un plebiscito adverso para la monarquía.