DE esa forma, entre 1845 y 1868, tras el pronunciamiento de Narváez en 1843 que puso fin a la regencia de Espartero, se produjo a impulsos del Partido Moderado, la derecha del liberalismo, una desviación conservadora y hasta neocatólica de la revolución liberal española. La constitución de 1845, impuesta tras la derogación del texto progresista de 1837, sustituyó el principio de soberanía nacional por el de soberanía compartida entre las cortes y el rey, reforzó el poder de la corona e hizo del catolicismo la religión oficial del estado: en 1851, un concordato con la Santa Sede devolvió a la iglesia el papel central en la sociedad que le había quitado la legislación laicista de la década de 1830. Aunque el sistema aceptó fórmulas de gobierno mesuradas y tolerantes —ya se dijo que O’Donnell gobernó entre 1858 y 1863 con la Unión Liberal, partido ecléctico que integraba elementos e ideas de la izquierda conservadora y de la derecha progresista—, el Partido Progresista quedó en la práctica excluido del poder y del régimen: entre 1845 y 1868, solo gobernó durante el llamado bienio constitucional, de 1854 a 1856.
El curso hacia el régimen parlamentario tuvo, pues, en España características propias: militares en la política, dualismo ejecutivo, intervencionismo de la corona, hegemonía del moderantismo. El régimen moderado español realizó una obra decisiva y permanente. Reforzó la construcción del estado moderno español y creó las condiciones para la transformación del país y la afirmación de la burguesía como clase y como poder social. Por debajo de la inestabilidad gubernamental y política que caracterizó todo el reinado de Isabel II hubo, pues, una revolución tranquila y lenta que cambió España. Se creó un sistema uniforme y centralizado de administración provincial y local. Se dotó al estado de un cuerpo paramilitar de represión eficaz y disciplinado, la Guardia Civil, creada en 1844. Se estableció un sistema nacional de educación secundaria y universitaria. Se regularizó y homogeneizó la administración de justicia, se codificó el derecho penal y se ordenaron los diversos procedimientos judiciales. Desde la década de 1850, comenzó a ponerse fin al desorden y arbitrariedad que presidían el acceso a las distintas categorías de funcionarios, creando o reformando los cuerpos profesionales para los diferentes organismos del estado (como correos, sanidad, cárceles, contabilidad y tesorería del estado, aduanas, profesores o inspección de hacienda). Se reconstruyó la marina, inexistente desde Trafalgar, y se reestructuró y modernizó (parcialmente) el ejército. España incluso reapareció en el ámbito internacional, sobre todo en la etapa de la Unión Liberal de O’Donnell (1858-1863), aunque lo hiciera de forma no sistemática e improvisada, y condicionada por Gran Bretaña y sobre todo por Francia.
En 1845, los moderados reformaron la hacienda y crearon el sistema tributario (contribuciones directas e indirectas) que iba a regir inalterado prácticamente hasta 1900. La desamortización, la venta de tierras expropiadas que inició Mendizábal en 1836 con las propiedades de laiglesia y que en 1855 se amplió a las propiedades comunales de los pueblos; la construcción de los ferrocarriles, que se inició en 1848, y los negocios coloniales de Cuba, Filipinas y Puerto Rico movieron miles de millones de pesetas y cimentaron el evidente enriquecimiento que se observó en el país entre 1840 y 1870. Entre 1855 y 1874, se construyeron unos seis mil kilómetros de ferrocarril gracias al capital extranjero, que también impulsó el primer despegue de la minería española. Merced al aumento del área de cultivo de la viña, el vino y el jerez se convirtieron en artículos básicos de las exportaciones españolas. Cataluña experimentó desde la década de 1830 una verdadera revolución industrial basada en el algodón. Entre 1856 y 1866, se crearon numerosos bancos: los negocios especulativos en la Bolsa y las inversiones en deuda del estado movilizaron cuantiosos capitales.
Madrid tuvo un notable desarrollo desde 1840. Diecisiete capitales de provincia duplicaron su población entre 1850 y 1880: el crecimiento de las ciudades y las obras que ello exigió (ensanches, traída de aguas, alcantarillados, viviendas, grandes mercados, mataderos, depósitos de gas y carbón, estaciones ferroviarias…) removieron las economías locales.
Los límites del cambio fueron, con todo, evidentes. El sistema fiscal siguió siendo conservador e ineficiente. La agricultura española era, a pesar de la desamortización, una agricultura atrasada y tradicional, y de muy baja productividad por hectárea. El latifundio ocupaba grandes extensiones, sobre todo en las regiones de la mitad sur del país (Andalucía, Extremadura…). Los procesos de urbanización fueron lentos. Hasta 1870-1890, el sector bancario era frágil y débil, y conoció crisis frecuentes y a menudo graves. La industria aparecía en exceso dependiente del capital y de la tecnología extranjeros y de la protección arancelaria. No hubo siderurgia moderna hasta la industrialización de Vizcaya, ya en la década de 1880.
España era, así, un país comparativamente atrasado. La nueva élite del poder —un núcleo de 6000-8000 personas hacia la década de 1870: aristocracia, que perdió sus privilegios legales pero retuvo parte de su presencia formal, banqueros, empresarios, altos cargos militares o civiles y profesionales de éxito— no constituyó una burguesía fuerte y emprendedora. España crecía (la población pasó de 13,3 millones de habitantes en 1840 a 15,6 millones en 1860 y 18,5 millones en 1900), pero lo hacía a un ritmo más lento que el de otros países europeos. En la España de Isabel II coexistían de hecho una economía pobre, tradicional, estancada y de subsistencia —la España pintoresca de la imaginación romántica—, y una economía moderna, urbana y capitalista que tenía en las ciudades, Madrid y Barcelona ante todo, auténticas «islas de modernidad» como las llamó más tarde Ortega y Gasset (y cuyas clases medias, pequeña burguesía y clases populares retrató espléndidamente en sus novelas Benito Pérez Galdós, especialmente en Fortunata y Jacinta, La de Bringas, Miau, Lo prohibido y en las llamadas novelas de Torquemada, que escribió hacia 1880).
El estado isabelino se formó sobre un país desigualmente desarrollado y geográficamente mal integrado, donde la fuerza de la vida local seguía siendo considerable. Desde 1840 existía un orden administrativo y numerosos instrumentos para el ejercicio de las funciones del estado. Pero este era un estado pobre y débil. Sus servicios eran limitados, y el tamaño y atribuciones del gobierno central, al final de aquel reinado y aún mucho después, continuaban siendo pequeños, lo que favoreció la usurpación de sus funciones por el clientelismo y el patronazgo, y debilitó la vertebración territorial y nacional del país.
Cataluña vivió a partir de las décadas de 1830-1840 un verdadero renacimiento lingüístico, literario y cultural: la Renaixença, el resurgir de la nacionalidad catalana. Las provincias vascas retuvieron parcialmente hasta 1876 sus instituciones provinciales, los fueros, y fuertes sentimientos de identidad diferenciada sobre la base de mitos, leyendas literarias y estereotipos, y la exaltación de los fueros y la religión católica. Galicia tuvo también, desde 1840, su renacimiento (Rexurdimento) historiográfico y literario. Las ciudades eran en la España del XIX islas de modernidad, pero la España rural languidecía atrasada y desideologizada, bajo el peso de la costumbre y la autoridad de los notables locales y en muchos casos, de la iglesia.
La misma revolución democrática que, bajo el liderazgo del general Prim (1814-1870), derribó a Isabel II en 1868 terminó por ser, en palabras de Joaquín Costa, un simulacro de revolución. Desde luego, la revolución, que se dotó en 1869 de una excelente constitución y que inició una profunda renovación de la vida española (libertad religiosa y de enseñanza, sufragio universal, abolición de la pena de muerte y de la esclavitud, juicio por jurado, unificación de la moneda…), no supo crear un consenso político ni consolidar un sistema estable de partidos. El bloque revolucionario se dividió irreversiblemente tan pronto como se decidió, en noviembre de 1870, establecer una monarquía democrática en la persona de Amadeo de Saboya, una solución que, en síntesis, solo sirvió para resucitar el carlismo y reforzar el hasta entonces débil movimiento republicano.
Desde 1872, la guerra civil desencadenada por el carlismo volvió a ensangrentar el país, centrándose principalmente en el País Vasco. Una amplia y costosa insurrección nacional había estallado antes, en 1869, en Cuba. En 1873, tras la abdicación del honesto y decepcionado Amadeo, se proclamó la Primera República, un hecho extraordinario en un país donde el principio monárquico parecía haber sido, junto al catolicismo, uno de los pilares de la nacionalidad. La Primera República fracasó. Desbordada por las guerras carlista y colonial, y por insurrecciones de carácter federalista y revolucionario en Andalucía y Levante (la más consistente, la insurrección del «cantón» de Cartagena en julio de 1873), la república presenció la quiebra casi total de la autoridad del estado. Un golpe militar del general Pavía liquidó la situación en enero de 1874. Tras un año de interinidad en el que gobernó el general Serrano, el pronunciamiento del general Martínez Campos restauró la monarquía en la persona de Alfonso XII, el hijo de Isabel II.