LA aprobación de la Constitución de 1812 tuvo así, ante todo, un valor moral. El absolutismo fue restaurado por el inmensamente popular Fernando VII en 1814. El regreso del rey puso inmediatamente de relieve, en efecto, la debilidad de aquello que los patriotas radicales de 1808 habían saludado como la revolución española. Esta no había sido resultado o de las ideas o del conflicto entre el poder (Carlos IV, Fernando VII) y la sociedad. Fue desencadenada —como vimos— por la invasión napoleónica y el levantamiento popular que le siguió. La revolución española de 1810 llevaba en su interior una contradicción insalvable: el divorcio entre la minoría liberal que, amparándose en el vacío de poder creado por la situación de guerra, logró reunir cortes y aprobar, en 1812, una constitución democrática —vigente solo en los territorios no ocupados por Francia, como Cádiz—, y la inmensa mayoría del país, que luchó en la guerra bajo el liderazgo espiritual del clero, en nombre de Fernando VII, prisionero de Napoleón, y de la religión católica.
Carente de apoyo social significativo, el liberalismo quedó abocado, tras la restauración del absolutismo, a la conspiración clandestina, instrumentalizada por sociedades secretas como la masonería, y a la hipotética sublevación de algún militar descontento. Sus posibilidades radicaron menos en su propia fuerza que en la debilidad del absolutismo fernandino: en la no existencia de un aparato estatal, militar y policial mínimamente operativo y en la ineficacia, corrupción y arbitrariedad de los gobiernos de Fernando VII, y del propio rey, incapaces entre 1814 y 1820 de dar una dirección coherente a la gobernación del país.
El orden constitucional fue así restaurado, si se recuerda, por el pronunciamiento de 1 de enero de 1820 del comandante Rafael del Riego, que se sublevó en Cádiz con parte de la tropa que debía embarcar con destino a América para combatir la insurrección antiespañola. El trienio constitucional (1820-1823) fue sin embargo decepcionante: el régimen constitucional naufragó primero, y cayó finalmente en 1823, por la acción combinada de la división de los liberales, la política destructiva del radicalismo extremista, la contrarrevolución popular (aparición de partidas armadas, intentos de golpe de estado realistas, proclamación de una regencia proabsolutista en Seo de Urgel…) y la intervención del ejército francés —un ejército de 65.000 hombres, más de la mitad voluntarios españoles— en apoyo de Fernando VII. Esta intervención ya la habían contemplado desde 1822 Austria, Rusia, Prusia y Francia, pero fue decisión francesa en última instancia —de la Francia borbónica restaurada en 1815, que había girado decididamente hacia el absolutismo desde 1821, deseosa ahora de recobrar su papel internacional en el concierto de las potencias europeas—, y no encontró prácticamente resistencia alguna, a diferencia de lo que ocurrió en 1808.
En octubre de 1823, Fernando VII anuló todo lo realizado por los liberales desde 1820; un ejército francés de ocupación con unos 45.000 hombres permaneció en España hasta 1828. En la nueva etapa absolutista (1823-1833), la «década ominosa», diez años de represión antiliberal y de control y censura política y cultural, se hicieron cosas: creación del consejo de ministros, implantación de los presupuestos anuales, nuevos servicios de diligencias, código de comercio, Colegio General Militar (Segovia), Bolsa de Madrid, que incluso abrieron divisiones en el régimen entre realistas exaltados o ultras y criptoliberales. El absolutismo fernandino, pese a ello, careció en todo momento de visión de estado y de dirección política clara y unívoca.
El liberalismo triunfó finalmente en España en 1833, a la muerte de Fernando VII. Pero no lo hizo ni por vía parlamentaria ni por vía revolucionaria. La clave fue el ejército, la victoria de las tropas liberales en la guerra civil de 1833-1839, la primera guerra carlista, que se desencadenó tras la muerte de Fernando VII a causa del pleito legal, político y sucesorio que se planteó tras el cuarto matrimonio del rey y el nacimiento en 1830 de su única hija, Isabel, a la que el rey designó para la sucesión, anulando los derechos al trono de su hermano Carlos María Isidro (don Carlos). El liberalismo triunfó por dos razones: porque la reina viuda, María Cristina, que ejerció la regencia durante la minoría de edad de Isabel, llamó en 1833 a los liberales al poder en vista de que la sucesión era cuestionada por los partidarios de don Carlos; y porque el ejército apoyó la legalidad contra la insurrección carlista, que con fuerte apoyo del clero y base en importantes zonas rurales del país estalló en octubre de 1833, en nombre de la unidad católica de España y de los derechos del rey «legítimo», don Carlos.
Esto último tendría consecuencias importantes. La guerra, que no terminaría de hecho hasta julio de 1840, fue larga y dura (murieron en ella, como ya quedó dicho, en torno a 150.000 personas, en un país de trece millones de habitantes) e indecisa hasta 1837-1838. Precipitó a la España liberal —en cuyo interior nacería un primer sistema de partidos sobre la base de los partidos progresista y moderado— en un proceso político caótico e imprevisible: inestabilidad gubernamental endémica, distintos cambios constitucionales, gobiernos débiles y sin autoridad, conatos revolucionarios (el más grave: el golpe de estado de 1836 protagonizado por varios sargentos), desorden administrativo. La operación políticofinanciera más ambiciosa del nuevo régimen liberal, la desamortización eclesiástica del gobierno Mendizábal de 1835-1836, no pudo lograr, ni lejanamente, sus objetivos: reforzar al ejército en la guerra civil y sanear la hacienda de la España liberal.
La guerra selló, además, el compromiso entre el liberalismo y el ejército: prestigió a los militares y los desplazó hacia la política, puso en evidencia la debilidad del poder civil y extendió la convicción de que el régimen constitucional —apoyado en la excelente constitución progresista de 1837— necesitaba de alguna manera de la protección del ejército.
Cinco generales —los progresistas Espartero y Prim, los centristas Serrano y O’Donnell y el conservador Narváez— protagonizaron la vida política española entre 1840 y 1868. El general Espartero, el hombre clave en la victoria contra el carlismo, que ya había mediatizado el funcionamiento de los distintos gobiernos entre 1837 y 1840, asumió en este año la regencia del país, tras un golpe de estado contra María Cristina, y gobernó hasta 1843. Una sublevación encabezada por Narváez y O’Donnell liquidó la regencia de Espartero en 1843. Un pronunciamiento de militares moderados liberales (O’Donnell, Dulce y Serrano) llevó al poder en 1854 a Espartero y O’Donnell (que en 1856 prescindió de Espartero y asumió personalmente el gobierno). La revolución de 1868, preparada por los generales Prim y Serrano y el almirante Topete, derribó en 1868 la monarquía de Isabel II y dio paso a la primera experiencia democrática del país (1868-1874). Seis años después, otro pronunciamiento, este encabezado por el general Martínez Campos, restauró la monarquía en la figura de Alfonso XII, el hijo de Isabel II.
El ejército, en suma, y no la mecánica electoral y parlamentaria, se constituyó en el elemento esencial del cambio político a través del pronunciamiento. Se trataba todavía de un ejército y de unos militares no militaristas, que actuaban vinculados a los partidos políticos y desde una concepción semicivilista de la política. Ninguno de los pronunciamientos del siglo XIX dio paso a gobiernos militares. España tuvo siempre entre 1833 y 1923 formas constitucionales de gobierno. En su «gobierno largo» (1858-1863), por ejemplo, O’Donnell buscó una fórmula nueva, que halló en la Unión Liberal, el partido gubernamental que creó desde arriba integrando a individualidades moderadas de los partidos históricos progresista y moderado. Como se acaba de indicar, el pronunciamiento militar de 1868 desembocó en una situación democrática y la Restauración de 1875 dio paso a un largo periodo liberal de casi cincuenta años. El problema de los pronunciamientos militares españoles del siglo XIX fue otro. La preponderancia militar legitimó el intervencionismo del ejército e hizo cristalizar una teoría nacionalmilitar que hacía de las fuerzas armadas la institución esencial del estado y de la nación, y la garantía última de la unidad del país. Esa fue la teoría precisamente que inspiró los golpes —anticonstitucionales y militaristas— de los generales Primo de Rivera en 1923 y Franco en 1936, que establecieron como resultado —ahora sí— regímenes militares y dictatoriales.
El poder militar fue fuerte en España porque el poder civil fue débil, como Jaime Balmes (1810-1848), el escritor católico catalán, escribió hacia 1840. Con sistemas electorales de sufragio restringido —iguales, conviene recordar, que los de toda Europa, incluida Gran Bretaña—, los partidos políticos españoles eran en el mejor de los casos coaliciones no estructuradas de personalidades y una reducida élite de notables. Pese a la pasión que la política provocaba en algunos círculos y ámbitos urbanos, el nivel de socialización de la política en las zonas rurales —el ochenta por ciento del país— fue por lo general muy bajo. La manipulación y la corrupción electorales se hicieron enseguida endémicas.
Dominados por el faccionalismo personal y el clientelismo político, ni los partidos ni el parlamento representaban la opinión del país: resultaron además, por lo menos durante el reinado de Isabel II (1833-1868), organismos débiles e ineficaces. Las constituciones españolas del XIX (el estatuto real de 1834, las constituciones de 1837 y 1845) crearon a su vez un poder ejecutivo dual rey/presidente del gobierno, que otorgaba a la corona, a la jefatura del estado, amplias prerrogativas. Eso era igual en buena parte de Europa. En España, Isabel II hizo un uso insensato y arbitrario de todo ello. El decidido intervencionismo de la reina en el juego político fue una de las causas de la altísima inestabilidad política del país (treinta y dos gobiernos entre 1840 y 1868). España era además, y por último, un país católico donde, pese a que el primer nacionalismo español había sido liberal (cortes de Cádiz de 1810, Constitución de 1812), el catolicismo aparecía como elemento inseparable de la nacionalidad. La España católica y la iglesia —cuyos intereses se vieron amenazados por la legislación antieclesiástica de los liberales, especialmente por la desamortización de Mendizábal, ya citada— mantuvieron en cualquier caso y salvo excepciones aisladas considerables reservas, si no abierta hostilidad, respecto del régimen liberal y hacia todo tipo de pensamiento laicista y moderno. El mundo católico combatió denodadamente, por ejemplo, el krausismo, una filosofía neokantiana alemana que tuvo notable difusión en la universidad española desde la década de 1850, por entender que las ideas krausistas (reforma moral del individuo y de la sociedad, escepticismo religioso, laicismo educativo, ética de la individualidad) negaban las doctrinas y los dogmas cristianos.