LA INDEPENDENCIA DE LA AMÉRICA ESPAÑOLA

LA crisis española de 1808 tuvo otra manifestación, ya mencionada, de importancia histórica ciertamente extraordinaria: entre 1810 y 1825, España perdió América, todo lo que había sido su gran imperio ultramarino (salvo Cuba, Puerto Rico y Filipinas que, como es sabido, retuvo hasta 1898), fundamento durante trescientos años de su influencia en el mundo.

Ciertamente, el mantenimiento del imperio habría sido en cualquier caso difícil. Las independencias de los Estados Unidos en 1776 y de Haití en 1804 parecían anunciar el fin del dominio europeo en América. Los sentimientos de identidad «americana» y el deseo de cambios en las formas de gobierno y representación en las instituciones coloniales, se habían extendido entre las elites criollas —patriciado urbano, letrados, hombres de negocios, hacendados, juristas— desde la segunda mitad del siglo XVIII: las mismas grandes reformas en la administración indiana llevadas a cabo por España durante el siglo XVIII, que respondían a la necesidad de lograr una verdadera vertebración del imperio, fueron interiorizadas, desde la óptica del criollismo americano, como una mera afirmación del centralismo monárquico. Pero sentimiento de identidad americana no era sinónimo de nacionalismo anticolonial. Por graves que fueran, la sublevación indígena de Túpac Amaru en Perú en 1780-1783 o la rebelión antifiscal del movimiento «comunero» que estalló en Bogotá en 1781 fueron rebeliones y protestas contra el mal gobierno, no sublevaciones antiespañolas. El pensamiento o independentista o revolucionario —representado por hombres como los venezolanos Miranda y Bolívar, el colombiano Antonio Nariño, el quiteño Eugenio de Espejo, y los argentinos Mariano Moreno y Manuel Belgrano— era minoritario. La conspiración antiespañola de 1796 en La Guaira (puerto cercano a Caracas) y el intento independentista en febrero de 1806 de Francisco de Miranda —que partiendo de Nueva York desembarcó al frente de unos doscientos hombres en Coro (Venezuela)— fracasaron en medio de la indiferencia de la opinión americana. Los diputados americanos (Mejía Lequerica, José Miguel Guridi y Alcocer, José Miguel Ramos Arizpe y otros) participaron activamente en las cortes de Cádiz de 1810. San Martín, el futuro libertador de Chile y Perú, sirvió en el ejército español en la guerra de Independencia y fue ascendido a teniente coronel por su actuación en la batalla de Bailén y a coronel, también por méritos, tras la batalla de Albuera de mayo de 1811.

Fue, en efecto, la crisis española de 1808 (fin de los Borbones, gobierno de José Bonaparte, ocupación francesa, formación de juntas, cortes de Cádiz, guerra de Independencia) lo que quebrantó el orden colonial: la formación en 1808-1809, pero sobre todo a partir de 1810, de juntas, autonomistas o independentistas, que asumieron el poder local (en Caracas, Buenos Aires, Santa Fe de Bogotá, Santiago de Chile…) y levantamientos como los de Hidalgo (1810) y Morelos (1813) en México, preludiaron el fin del dominio español y el nacimiento de un nuevo orden americano.

La independencia de la América española fue, con todo, un proceso largo, complejo y en extremo contradictorio, más la suma de distintos procesos, condicionados por las circunstancias históricas, administrativas, políticas y militares de los distintos territorios en que América estaba dividida, que un modelo único de independencia. En 1808-1809, las juntas locales autónomas que, como en España, se formaron en muchas capitales y ciudades americanas, asumieron el poder en nombre del rey legítimo Fernando VII y contra José Bonaparte. Miguel de Lardizábal y Uribe representó formalmente a Nueva España ante la junta central suprema española, en la que habían confluido, si se recuerda, las juntas provinciales creadas a partir de mayo y que se constituyó en Aranjuez el 25 de septiembre de 1808, y formó también parte de la regencia de cinco miembros a la que esa junta dio paso, ya en Cádiz, en enero de 1810. La población americana participó activamente a lo largo de 1810 en las elecciones a cortes convocadas por dicha regencia. Nueva España eligió un total de dieciocho diputados (trece de ellos clérigos), de los que quince asistieron a las cortes de Cádiz (y que junto a los restantes diputados americanos participarían decididamente, como ya se ha apuntado, en los debates parlamentarios que culminaron en la aprobación de la Constitución de 1812).

En 1808, la élite americana no era aún decididamente independentista. Aspiraba a asumir la dirección política de unos territorios que consideraba propios y a redefinir el papel y el poder de América en el entramado institucional de la monarquía española. La evolución de la guerra en España y la profundización de la crisis política española aceleraron, sin embargo, en muy poco tiempo, el proceso del derrumbamiento del dominio español; propiciaron la desviación del proceso americano desde el autonomismo y el autogobierno en nombre de Fernando VII hacia la independencia. En Caracas, un cabildo abierto depuso el 19 de abril de 1810 al capitán general y eligió una junta que negó la autoridad de la regencia española. En Buenos Aires, el cabildo de la ciudad, reunido también en asamblea abierta, asumió el poder el 22 de mayo suplantando al virrey, y eligió una junta, ya el día 25, que afirmó su autoridad sobre todas las regiones del virreinato de Río de la Plata. Lo mismo sucedió, enseguida, en Santa Fe de Bogotá, en Santiago de Chile, en varias localidades del Alto Perú y en Quito. En México, el cura de Dolores, Miguel Hidalgo, proclamó el 15 de septiembre de 1810 la independencia del país —en nombre de Fernando VII, la virgen de Guadalupe, la religión y México— y desencadenó una amplia revolución popular indigenista y rural que se extendió por Guanajuato, Michoacán, Guadalajara y Zacatecas, y que contó con miles de partidarios armados.

Las juntas de 1810 expresaban, pues, la aparición de un nuevo orden político americano y anticipaban el colapso del poder español en el continente. Los planteamientos que los diputados americanos iban a formular enseguida en Cádiz nacían, así, desbordados por la nueva dinámica juntista que se desarrollaba en América. La junta de Gobierno de Caracas convocó un congreso nacional que el 5 de julio de 1811 proclamó la independencia de la República de Venezuela. Quito proclamó la independencia el 4 de diciembre de 1811. En Nueva Granada, les siguieron Cartagena, Cundinamarca (la región de Bogotá, presidida por Antonio Nariño) y la confederación de Nueva Granada. Chile, por el Reglamento constitucional de 1812, y Buenos Aires afirmaron a su vez lo que era una verdadera soberanía de hecho: en el caso argentino, un congreso reunido en Tucumán a fines de 1815 proclamó finalmente la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata el 9 de diciembre de 1816. En México, los españoles habían derrotado a Hidalgo en enero de 1811, en Puente Calderón. Pero otro cura, José María Morelos, acaudilló una nueva insurrección, esta vez en la región entre México y Acapulco: en 1813, convocó un congreso nacional en Chilpancingo, que proclamó la independencia; en 1814, promulgó la Constitución de Apatzingán.

El equilibrio de fuerzas no era, sin embargo, todavía favorable al independentismo. Perú, y buena parte del Alto Perú (la futura Bolivia), Centroamérica, Cuba y Puerto Rico habían permanecido fieles a España. Ello sirvió de base a la reacción española. El virrey de Perú, José Fernando de Abascal, restableció, en efecto, la autoridad en el territorio de la audiencia de Quito y acabó además, por un lado, con el ejército de la junta chilena que mandaba Bernardo O’Higgins, y por otro, con el ejército de Cundinamarca. Paralelamente, sus tropas sofocaron los focos insurreccionales del Alto Perú (Chuquisaca, La Paz); en junio de 1811, derrotaron en Huaquí a un ejército enviado por la junta de Buenos Aires, que había entrado en la región meses antes. En Venezuela, el proceso independentista encontró fuerte resistencia en provincias leales a España: Miranda, jefe del ejército independentista, capituló ante las tropas españolas de la zona en julio de 1812 (apresado por los españoles, moriría en prisión, en Cádiz, en 1816). El ejército de Bolívar, que continuó la lucha desde la vecina Nueva Granada y que en agosto de 1813 había llegado a ocupar Caracas, donde proclamó la Segunda República, fue aniquilado, en junio de 1814, por las tropas realistas del caudillo español de la región de Los Llanos, José Tomás Boves. En México, el carácter social de la rebelión de Hidalgo había resultado negativo para las aspiraciones independentistas: alarmó a las oligarquías criolla y peninsular y desencadenó una reacción contrarrevolucionaria que permitió a las autoridades virreinales aplastar el levantamiento. Morelos corrió la misma suerte que Hidalgo: fue derrotado y apresado en la acción de Temalaca (noviembre de 1815) y fusilado el 22 de diciembre de 1815. Dicho de otra forma: en 1815, tras la capitulación del ejército independentista venezolano (con Miranda preso en Cádiz y Bolívar huido a Jamaica), con la recuperación de Quito, Chile y Nueva Granada por el virrey Abascal y la reacción contrarrevolucionaria en México de las oligarquías criolla y peninsular, España había restablecido su poder (salvo en Río de la Plata —desmembrado, además, en tres Estados: Provincias Unidas, esto es, Argentina; Paraguay; y Banda Oriental, la futura Uruguay—, la única región que los españoles no habían intentado recuperar).

Restaurado en la plenitud de su poder en España tras el golpe de Estado de 4 de mayo de 1814, Fernando VII tuvo, pues, la ocasión de ofertar e impulsar un nuevo contrato colonial para los territorios americanos. No lo hizo. La opción tomada —la solución militar, el restablecimiento pleno del dominio español— fue un gran error, un desastre para España. La opción era prácticamente imposible: la quiebra financiera y política de la monarquía española hacía inviable el sostenimiento de una acción militar decisiva en América. En 1814, España carecía de recursos económicos y militares —barcos, soldados, munición, artillería…— para librar una guerra en un escenario como el americano, separado de las bases españolas por una distancia colosal y definido por una geografía inmanejable en términos militares. España dispondría en América de unos 45.000 soldados: la fuerza más numerosa que pudo enviar fue el Ejército Expedicionario de Tierra Firme, unos 10.000 hombres que bajo el mando del general Pablo Morillo llegaron a Venezuela en la primavera de 1815. La política militar de Fernando VII iba a resultar, de esa forma, catastrófica: de hecho, solo sirvió para galvanizar el independentismo.

La lucha por la independencia americana rebrotó en 1816-1817 y culminó victoriosamente en 1824. El triunfo fue obra ante todo del genio militar de Simón Bolívar (1783-1830) y José San Martín (1778-1830). San Martín, hijo de padre español y oficial en los ejércitos españoles en la guerra de Independencia, que en 1812 se incorporó a la lucha de la independencia argentina —un hombre alto, fuerte, reservado, abstemio, disciplinado y carente de ambición—, tuvo la intuición estratégica decisiva de la guerra: llevar el combate a Perú y Chile y golpear de esa forma el verdadero bastión del poder español en América. Bolívar, miembro de la acaudalada oligarquía caraqueña, un hombre de estatura mediana, delgado, de tez tostada, que vestía uniformes aparatosos, vanidoso, gran jinete, buen conversador, lector compulsivo, y un político y militar ambicioso, tenaz e implacable, dio a la causa independentista liderazgo, un mito heroico, dirección y objetivos políticos concretos, que esbozó en su Carta de Jamaica de 6 de septiembre de 1815: guerra hasta la victoria final, creación de diecisiete estados americanos.

Chile y Boyacá fueron, en efecto, los puntos de inflexión de la guerra: el equilibrio militar se inclinó a partir de ahí a favor de los ejércitos patriotas americanos. Con un ejército pequeño pero regular (de unos 7500 hombres: argentinos y chilenos) que dirigió con gran acierto contra los puntos principales del poder español —tras partir de Mendoza y cruzar los Andes en enero de 1817, una hazaña inverosímil—, San Martín derrotó a los españoles en Chacabuco (12 de febrero de 1817) y Maipú (15 de abril de 1818), victorias que dieron la independencia a Chile, a cuyo frente quedaría, como Director Supremo, Bernardo O’Higgins. Bolívar —que regresó a Venezuela al frente de una pequeña expedición militar en diciembre de 1816 con el objetivo inmediato, no logrado, de liberar Caracas y que, después, liberó el noreste del país y la región de la Guayana proclamando en Angostura, el 15 de febrero de 1819, el aún inexistente estado de Colombia (Venezuela, Nueva Granada, Quito)—, desplazó, por su parte, la guerra a Nueva Granada y, tras atravesar Los Llanos venezolanos, cruzar los Andes por un lugar también inverosímil (el páramo de Pisba, a cuatro mil metros de altitud) y aparecer, ya en agosto de 1819, al norte de Santa Fe de Bogotá, derrotó contundentemente en Boyacá, el 7 de agosto, a las tropas realistas (2700 soldados, en su mayoría colombianos y venezolanos, esto es, no españoles). Bolívar entró triunfalmente en Bogotá. Las líneas españolas se derrumbaron prácticamente en todo el territorio de Nueva Granada (la futura Colombia).

Boyacá, concretamente, dio a Bolívar la superioridad militar en toda la muy rica región de Venezuela-Nueva Granada-Quito. Las posibilidades españolas eran ya, probablemente, si no nulas, decididamente escasas. El cambio que en España produjo el pronunciamiento militar de 1 de enero de 1820 del comandante Riego —el ejército, precisamente, destinado a América— debilitó obviamente la acción militar española y probablemente convenció a muchos americanos de que España carecía ya de autoridad y capacidad como estado. Significativamente, en noviembre de 1820 Morillo, el principal general español en América en ese momento, negoció con Bolívar una tregua de seis meses; regresó a España, convencido de la imposibilidad de la victoria. El restablecimiento por la revolución española de 1820 de la Constitución de Cádiz, que contemplaba la creación en todo el reino de provincias y ayuntamientos constitucionales, fue inútil. La Constitución de Cádiz no era ya, ni podía serlo (ni probablemente había podido serlo nunca), la respuesta al independentismo de América.

En cualquier caso, la ofensiva americana se reanudó pronto, en la primavera de 1821, una vez extinguido el periodo de tregua acordado en 1820. Con anterioridad, San Martín organizó en Chile una pequeña fuerza naval bajo el mando del marino escocés lord Thomas Cochrane, transportó por mar sus tropas a Perú (agosto de 1820) y, tras forzar a los españoles a evacuar Lima y replegarse hacia las sierras del interior, proclamó la independencia de Perú (28 de julio de 1821), del que se proclamó protector con plenos poderes políticos y militares. Bolívar, a su vez, replanteó la liberación de Venezuela, que logró gracias a la victoria de sus tropas (4200 hombres de infantería y 2400 de caballería) sobre las de La Torre (5000 hombres) en la batalla de Carabobo, tras brillantes operaciones que mostraron la innegable capacidad militar del Libertador (que entró en Caracas el 29 de junio y asumió el cargo de presidente constitucional de la república de Colombia, a la que en 1822 se uniría Panamá, que le ofreció un congreso reunido en Cúcuta). Bolívar pensó ya en la liberación de toda la América española.

En México, Nueva España (6.122.534 habitantes en 1810), que abarcaba todo Centroamérica, la decepción que produjeron los cambios españoles de 1820, y en parte el miedo a que la situación derivase en una nueva revolución, decidió a las clases conservadoras del virreinato, y al virrey O’Donojú, a apoyar el proceso hacia la independencia, que se suponía se hacía en nombre de Fernando VII, impulsado por el general realista Agustín de Iturbide en 1821 tras pactar por el llamado plan de Iguala con los líderes de los focos de resistencia que habían subsistido tras la insurrección de Morelos. Iturbide entró en la capital mexicana el 27 de septiembre de 1821, formó una regencia, en la que se integró el propio O’Donojú, y declaró formalmente la independencia el 28 de septiembre de 1821.

Tras reunirse en Guayaquil el 26 de julio de 1822 con San Martín para analizar la situación y estudiar el futuro político de la América española (reunión cuyo sorprendente resultado fue la retirada de San Martín del escenario americano: murió en Boulogne-sur-Mer, Francia, en 1850), Bolívar planificó ya las operaciones militares que condujeron a la liberación definitiva de Quito, el interior de Perú y la región del Alto Perú. El 24 de mayo de 1822, el ejército de Sucre —unos 2700 efectivos (colombianos, peruanos, argentinos, venezolanos, bolivianos…)— batió a las tropas españolas del general Aymerich en un violento combate a más de tres mil metros de altitud en las laderas del volcán Pichincha, victoria que dio a Sucre todo el territorio de la audiencia de Quito, incorporado a la gran Colombia de Bolívar, y que abrió a los ejércitos bolivarianos la ruta hacia Perú (donde Sucre entró en mayo de 1823, y donde el congreso proclamó presidente a Bolívar en 1824, pero en un clima de creciente desconfianza de los peruanos hacia las tropas «extranjeras» de Sucre y Bolívar, y de tensión por la presencia política de Bolívar en el país).

La liberación de Perú y del Alto Perú requirió, con todo, un último esfuerzo militar. Bolívar (7900 soldados de infantería, 1000 de caballería) derrotó el 6 de agosto de 1824 al ejército real del Perú mandado por José de Canterac (unos 5000 hombres, de ellos 1300 jinetes) junto al lago Junín, al norte de Lima, en un combate decidido por la caballería y librado solo con sables y lanzas. Sucre logró la victoria final cuando su ejército (6879 soldados) derrotó cerca de Cuzco, en el valle de Ayacucho, a 2752 metros de altitud, a las tropas de Canterac (unos diez mil hombres, de ellos unos siete mil indios peruanos y bolivarianos), causándoles unas dos mil bajas mortales y otros tantos prisioneros. Ayacucho destrozó la moral de combate de los ejércitos realistas (de los que solo quedó un pequeño reducto en el interior de la futura Bolivia al mando de Pedro Antonio de Olañeta, al que Sucre aniquiló en Tumusla, en abril de 1825): Sucre proclamó en La Paz la liberación del Alto Perú. Una asamblea nacional declaró la independencia el 6 de agosto de 1825 y adoptó el nombre de Bolivia, cuya presidencia asumió Sucre por decisión de Bolívar.

Salvo Cuba y Puerto Rico, toda la América española era ahora independiente: la zona española de Santo Domingo permaneció bajo dominio de Haití hasta 1844.