LA GUERRA DE INDEPENDENCIA

LA guerra, no el régimen afrancesado ni las cortes de Cádiz, determinó el curso de los acontecimientos y la dinámica de la situación española. La guerra de Independencia, la guerra contra la ocupación francesa, que estalló en mayo de 1808 y se prolongó hasta 1814 —al hilo de la cual se desarrolló, como se acaba de indicar, la revolución española—, fue una guerra desordenada y caótica, librada en múltiples frentes, sin estrategias ni planes militares coherentes, en parte guerra convencional, en parte guerra de guerrillas. Francia perdió en esa guerra —la «úlcera española», como la llamó Napoleón— unos 200.000 hombres; España, entre 215.000 y 375.000.

La guerra tuvo distintas fases: levantamiento español y ocupación fallida; superioridad francesa; recuperación y victoria anglo-española-portuguesa. El objetivo inicial francés —reprimir el levantamiento español e instaurar en Madrid a José Bonaparte—, que exigió a Napoleón el envío a España de un ejército de 165.103 hombres, se cumplió solo parcialmente.

Pese a sus grandes avances, los ejércitos franceses tropezaron con resistencia inesperada en Zaragoza, Gerona y Valencia, y en el paso del Bruch, entre Igualada y Barcelona. El 22 de julio, el ejército del general Dupont, encargado de la ocupación de Andalucía, capituló en Bailén, tras varios días de lucha, ante las tropas del general Castaños, la mayor humillación sufrida por el imperio francés en todos sus años de existencia. José Bonaparte, que había llegado a Madrid el día 20, hubo de retirarse precipitadamente a Vitoria; los ejércitos franceses retrocedieron hasta el río Ebro. Tuvieron además que evacuar Portugal, donde las fuerzas de Junot fueron vencidas por la modesta fuerza expedicionaria, que Gran Bretaña había enviado en apoyo de la insurrección española a principios de agosto al mando de sir Arthur Wellesley (1769-1852), el futuro duque de Wellington.

MAPA 1. La invasión napoleónica: 1808.

Francia había valorado erróneamente la situación española. Napoleón asumió personalmente la dirección de las operaciones, desplazó a España un formidable ejército de 300.000 hombres y entró en la Península en noviembre (1808). El 10 de noviembre, Soult entró en Burgos. El 11, Lefebvre deshizo en Espinosa de los Monteros a uno de los tres ejércitos en que habían sido reorganizadas las fuerzas españolas. El día 23, Ney tomó Tudela, llave del Ebro. Napoleón continuó su rápido avance por el centro; el 4 de diciembre de 1808, sus tropas entraban en Madrid y restablecían a José Bonaparte. Los ejércitos franceses habían irrumpido también con considerable éxito en Aragón y Cataluña, si bien Zaragoza resistiría durante dos meses, hasta febrero de 1809, y Gerona durante seis, hasta diciembre de ese año. Solo una audaz operación de una división británica desembarcada en La Coruña al mando de sir John Moore (1761-1809) impidió que los franceses liquidasen entonces mismo la guerra.

Los varios contraataques que los ejércitos españoles lanzaron, ya en 1809, para reconquistar Madrid fracasaron: los ejércitos españoles sufrieron a lo largo de ese año derrotas decisivas, abrumadoras (en Uclés, Ciudad Real, Medellín, Ocaña y Alba de Tormes). Las operaciones del general Blake sobre Zaragoza —en mayo-junio de 1809— terminaron también negativamente. Las tropas «aliadas» (británicos, españoles, portugueses) solo lograron alguna victoria ocasional. La misma notable victoria que las tropas españolas e inglesas de Wellesley obtuvieron el 28 de julio de 1809 en Talavera de la Reina, junto al Tajo y en línea hacia Madrid, sobre un gran ejército francés, unos 50.000 efectivos bajo el mando de los mariscales Victor y Jourdan y el general Sebastiani, aunque obligó a los franceses a retroceder en sus posiciones, no tuvo grandes consecuencias: Wellesley, un hombre alto, de mirada viva y nariz prominente, altivo, distante y lacónico (y buen violinista), y un militar cauteloso, tenaz, obsesionado por el detalle y por la táctica basada en el despliegue de tropas en línea —la «delgada línea roja»— y no en columnas, no pudo, o no quiso, explotar la victoria debidamente y, ante la reconcentración masiva de tropas francesas, optó por retroceder a Badajoz primero, y a Portugal después.

A fines de 1809 la superioridad francesa resultaba, en cualquier caso, incontestable. La conquista de España parecía solo cuestión de tiempo. Los ejércitos regulares españoles habían quedado gravemente quebrantados. Entre enero y mayo de 1810, el ejército francés de Soult conquistaba toda Andalucía, con la excepción de la ciudad de Cádiz, que quedó sitiada desde febrero de 1810 hasta agosto de 1812, pero que aun así pudo servir de base de la revolución española: para la reunión de cortes y la aprobación de la Constitución de 1812. Cataluña y Levante fueron igualmente ocupadas aunque quedaran bolsas de resistencia guerrillera. Los franceses solo fracasaron en Portugal: el gran ejército (tres cuerpos, 70.000 hombres) que al mando del mariscal André Masséna había sido enviado en julio de 1810 para acabar con la fuerza anglo-portuguesa de Wellington —título conferido a Wellesley después de su éxito en Talavera— se estrelló contra la estrategia defensiva (tierra quemada, líneas sucesivas de fortificaciones, milicia portuguesa) diseñada por aquel, que además había terminado por crear un gran ejército. Tras el fracaso de varias ofensivas que terminaron por agotar a sus hombres, Masséna abandonó Portugal en abril de 1811; logró, con todo, contener a Wellington —que había atacado Badajoz y Ciudad Rodrigo— en la línea divisoria entre ambos países y estabilizar de esa forma el frente.

El nacionalismo español y la imaginación romántica exaltaron siempre el papel que en la guerra española tuvieron hechos como Bailén, la resistencia de Zaragoza y Gerona y la guerrilla española, esto es, las partidas y cuadrillas de ex-oficiales y ex-soldados españoles, voluntarios civiles y campesinos (y hasta bandoleros), que, con dimensiones muy distintas (unos 30.000 efectivos en su momento álgido), fueron formándose desde 1809 por todo el territorio peninsular. La verdad fue otra. Los hechos decisivos de la guerra fueron básicamente dos: el fracaso de la ofensiva francesa sobre Portugal, que desmoralizó a los ejércitos franceses, estableció un cierto equilibrio militar entre ambos bandos, proporcionó a los aliados una base de operaciones segura y, sobre todo, les permitió ganar tiempo; y el desplazamiento en 1812 de los intereses militares franceses hacia otros escenarios —concretamente, la invasión de Rusia—, que hizo que Napoleón retirara numerosos efectivos de España y que, por tanto, en 1813 las tropas aliadas fueran incluso superiores en número a las francesas.

Ello propició la recuperación «aliada». Wellington aprovechó que parte del ejército francés de Portugal había marchado a Levante, para incorporarse a la ofensiva sobre Valencia, y contraatacó entonces desde Portugal. El 19 de enero de 1812, tomó Ciudad Rodrigo; el 6 de abril, Badajoz. Al mismo tiempo, Wellington hizo que el reorganizado ejército español reactivase los frentes andaluces, y que la guerrilla incrementase sus acciones en el norte, mientras un contingente naval mandado por el contraalmirante Popham atacaba las costas del Cantábrico. La estrategia fue un éxito. El 22 de julio de 1812, el ejército de Wellington (51.949 hombres) derrotaba en Arapiles, cerca de Salamanca, al ejército francés de Marmont (49.647 hombres), causándole cerca de veinte mil bajas. Todo el dispositivo francés pareció derrumbarse. José Bonaparte abandonó Madrid por Valencia. Los ejércitos franceses evacuaron Andalucía; Wellington entró en la capital española el 13 de agosto de 1812 en medio del júbilo de la población, que se agolpó en la Puerta del Sol y en la calle Mayor para recibir a las tropas.

La victoria no fue definitiva porque nuevas contraofensivas francesas obligaron a Wellington a retirarse a Portugal y restablecieron el equilibrio. Pero la ofensiva de Wellington había puesto de relieve la vulnerabilidad del ejército francés —debido a su dispersión por el territorio peninsular— y revelado la estrategia idónea para derrotarlo. Wellington preparó cuidadosamente su nueva ofensiva, que comenzó ya en la primavera de 1813. Mientras que las guerrillas se ocupaban de nuevo de inmovilizar a los franceses y a una fuerza expedicionaria anglo-siciliana desembarcada en Alicante, Wellington avanzó desde la frontera portuguesa por el Duero (Salamanca, Valladolid) a lo largo de una línea diagonal que debía llevarle a Burgos, Vitoria y los Pirineos. El choque definitivo tuvo lugar en Vitoria, el 21 de junio de 1813. Las fuerzas de Wellington —120.926 hombres (de ellos, 8300 portugueses y 39.500 españoles)— vencieron a las de José Bonaparte, que poco antes había abandonado Madrid ya definitivamente, y del mariscal Jean Baptiste Jourdan (68.551 soldados). El ejército francés se derrumbó e inició una huida precipitada hacia la frontera de Irún y los Pirineos. Los ejércitos franceses de Aragón y Valencia se replegaron.

Wellington continuó su ofensiva hacia la frontera, por el País Vasco y Navarra. San Sebastián fue incendiada y tomada al asalto el 31 de agosto; Wellington deshizo en San Marcial (Irún), en la misma línea fronteriza, un vigoroso contraataque de Soult. Pamplona se rindió el 31 de octubre de 1813. Aunque se combatió en suelo francés hasta abril de 1814, la guerra en España había terminado. Napoleón precipitó su final. El 11 de diciembre de 1813 liberó a Fernando VII, le restableció en el trono de España y aun firmó con él un tratado de paz y amistad franco-españolas: Fernando VII volvió a España —por Cataluña, donde aún permanecían, aunque inactivas, tropas francesas— el 22 de marzo de 1814.