HACIA EL FIN DEL ANTIGUO RÉGIMEN

LA España que en 1788 heredó Carlos IV y que entre 1792 y 1808 gobernaría Manuel Godoy (1767-1851), salvo por una breve interrupción en 1798-1800 (gobiernos Saavedra y Urquijo), era un reino ilustrado y católico, un gran imperio colonial, una nación comparativamente estable, un país no dramático, como podían reflejar, por citar un ejemplo fácilmente identificable, toda la primera obra de Goya: cartones para tapices y cuadros de escenas amables, de fiestas y diversiones populares; retratos de la corte, de la aristocracia y de la Ilustración. La proyección oficial de España no era ya la pétrea mole de El Escorial, sino las fuentes y jardines de los Reales Sitios de La Granja y de Aranjuez (este último, un palacio remodelado bajo Carlos III, con salones deslumbrantes y jardines espléndidos, árboles centenarios, fuentes, surtidores, esculturas, río artificial…) y el colosal Palacio Real de Madrid, el mayor de Europa, un enorme bloque de piedra berroqueña sobre zócalo almohadillado, con pilastras y columnas adosadas en las fachadas y gran balaustrada superior, y espléndidos interiores, con frescos de Giaquinto, Mengs y Tiepolo, además de mobiliario y decoración exquisitos.

La posible evolución tranquila que esa España pudiera haber tenido habría sido en cualquier caso difícil e imprevisible, pero no imposible. Carlos IV, que reinó entre 1788 y 1808, fue un irresoluto y un simple. Pero Floridablanca, a quien el nuevo rey mantuvo inicialmente al frente del gobierno, parecía la garantía de la continuidad del reformismo: la Instrucción reservada que había elaborado en 1787, y que presumiblemente aplicaría desde el gobierno, era un plan de actuación detalladísimo y exhaustivo (395 artículos) que abordaba las relaciones con la iglesia, la gobernación interior, el ejército y la marina, la política económica y aduanera, la hacienda, el comercio, la repoblación forestal, las carreteras y canales, la política exterior, los problemas específicos de las Indias, Gibraltar e Italia, y las relaciones con Francia, Portugal y Marruecos.

El mismo Godoy, hombre de escasa educación y pronto impopular por su arrogancia y vanidad, por su ambición de poder y sobre todo por su origen (un oficial de la guardia real aupado al poder en plena juventud —veinticinco años en 1793— por el favoritismo de la reina), se consideró un continuador de la Ilustración y en parte lo fue: patrocinó nuevas expediciones científicas (expedición de Malaspina al Pacífico en 1794; «expedición de la vacuna», ya en 1803-1808, encabezada por los médicos Balmis y Salvany, para llevar la vacuna de la viruela a América y Filipinas), inició la desamortización (1798), protegió a escritores como Moratín, Forner y Llorente, llevó al gobierno en 1797 como secretario de Gracia y Justicia al propio Jovellanos, creó el Observatorio Astronómico de Madrid y bajo su mandato se crearon nuevas Sociedades de Amigos del País, la Escuela de Caminos, Canales y Puertos (1802) y el Instituto Militar Pestalozziano.

Aquella posibilidad quedó, sin embargo, pronto, inmediatamente, truncada por la nueva situación creada en Francia y en toda Europa por la gran conmoción que fueron la Revolución Francesa de 1789 y el imperio napoleónico (1805-1814) en que aquella desembocó. En 1789, la Revolución Francesa provocó la reacción conservadora de la monarquía española y la paralización de los programas y proyectos de reformas. España (Godoy), que en un primer momento (1793-1795) se unió a las otras potencias europeas en la guerra contra la Francia revolucionaria, siguió desde 1795-1796 una política exterior de alianza con esa misma Francia, un gravísimo error estratégico que haría de ella en unos pocos años un mero satélite del imperio napoleónico, que le arrastró a la guerra con Portugal y a la guerra naval con Gran Bretaña —con la destrucción en 1805, en Trafalgar, de la marina española—, y a autorizar en 1807 la entrada de tropas francesas en territorio español con la idea de ocupar Portugal y reforzar así el «bloqueo continental» napoleónico contra Gran Bretaña.

Todo ello condujo a la crisis de 1808, una de las más graves de toda la historia española, una crisis triple, de gobierno, de estado y nacional: caída de Godoy y abdicación del rey, Carlos IV, en su hijo Fernando VII (tras el motín de Aranjuez de 17 de marzo, un acto de fuerza contra el primer ministro); levantamiento popular en Madrid (2 de mayo) contra el ejército francés (unos 35.000 soldados) que, mandado por el mariscal Murat, había entrado en la capital española el 20 de marzo en virtud de los acuerdos de 1807, levantamiento durísimamente reprimido por las tropas francesas (unos cuatrocientos muertos en los disturbios; numerosas personas ejecutadas en la madrugada del 3 de mayo); generalización del levantamiento en España (22 de mayo); instauración por Napoleón, a la vista de los sucesos, de una nueva monarquía en España (7 de junio) bajo el mando de su hermano, José Bonaparte (tras reunir en Bayona en abril, después de los sucesos de Aranjuez, a toda la familia real española, obligar a Fernando VII a devolver la corona a Carlos IV, y a este, a cederle los derechos al trono).

A la vista de sus proyectos e iniciativas (estatuto o constitución de Bayona, que establecía una monarquía parlamentaria y medidas revolucionarias: libertades civiles, abolición de la Inquisición, reducción de las órdenes religiosas, supresión de los señoríos y de los privilegios de la nobleza y del clero, desamortización, reforma de los cuerpos administrativos, reorganización de la enseñanza sobre la base de las enseñanzas primaria y secundaria y de los liceos, mejoras urbanísticas), el régimen afrancesado de José Bonaparte, que contó con apoyos en el país (políticos como Miguel J. de Azanza, Gonzalo O’Farrill, Cabarrús, Mariano Luis de Urquijo, José de Mazarredo o Santiago Piñuela, que formaron en su primer gobierno; escritores como Meléndez Valdés, Moratín, Llorente, Martínez Marina, Lista y Miñano), pudo haber dirigido la gran reforma de España. Pero la crisis desencadenada desde 1808 hizo imposible toda acción regular de gobierno. Ocupación francesa, levantamiento popular y guerra destruyeron el Antiguo Régimen y al tiempo el orden colonial: entre 1810 y 1825, España perdió casi todo su imperio americano; la antes poderosa España imperial iba a ser en adelante una potencia menor, sin apenas influencia en el mundo.

Muchos observadores y protagonistas de los sucesos vieron en todo ello, por analogía con lo sucedido en Francia desde 1789, la materialización de la revolución española. No les faltaba razón. El vacío de poder y la pasividad de las que en mayo de 1808 eran todavía las autoridades legítimas provocaron insurrecciones y la formación a partir del 25 de mayo de 1808 de nuevos poderes territoriales, las Juntas provinciales, que, desconociendo a José Bonaparte, parecían asumir la soberanía y legitimar su autoridad en nombre del pueblo español y de Fernando VII. El proceso se radicalizó al hilo de la guerra. Culminó, tras la creación primero de una junta central suprema y luego de una regencia, en la reunión de cortes en Cádiz el 24 de septiembre de 1810, cuyos diputados, a instancias de la minoría liberal (Muñoz Torrero, Agustín Argüelles, Pérez de Castro, Juan Nicasio Gallego, el conde de Toreno, Alcalá Galiano y otros), se autoconstituyeron en asamblea constituyente y, en su primera decisión, declararon asumir la soberanía nacional.