EL SIGLO XVIII

LA política de reformas de los Borbones fue desordenada y confusa en los primeros años de Felipe V; consistente y eficaz bajo Patiño (1726-1736); eficacísima bajo Ensenada (1742-1754), y decidida y firme durante el reinado de Carlos III (1759-1788). Los límites, sin embargo, de aquel amplio abanico de iniciativas ministeriales (jamás se había hecho nada similar) fueron evidentes.

El mismo pensamiento económico ilustrado llamó reiteradamente la atención sobre el atraso de España y los problemas y carencias del reino (problemas demográficos y agrarios; la cuestión de la pobreza y la mendicidad; falta de comunicaciones; mayorazgos, formas y extensión de la propiedad de la tierra…). Pese a la creación de las fábricas reales, muchas de las cuales fracasaron, la actividad industrial siguió siendo comparativamente menor, con la excepción del núcleo industrial de fabricación del algodón surgido en Cataluña a partir de la década de 1740. Pese a que los ilustrados (Campomanes, Jovellanos, Cabarrús) dejaron claro que solo la reforma agraria, la desamortización —esto es, la liberalización de las tierras amortizadas o vinculadas—, la supresión de los privilegios de la Mesta y de los derechos señoriales y la liberación de los precios agrarios, podrían redimir la agricultura española —en la que veían, con lucidez, el verdadero problema de España—, lo que realmente llegó a hacerse al respecto fue poco: la desamortización de Godoy, por ejemplo, ya en 1798, en el reinado de Carlos IV, afectó solo a unas pocas propiedades de la iglesia (tierras y casas especialmente, hospitales, asilos y hospicios).

La España del siglo XVIII siguió siendo un país cerealístico, con una agricultura técnicamente muy atrasada y de rendimientos muy bajos, pésimamente comercializada y agobiada por los derechos señoriales. Los años 1763-1765, 1770, 1784-1793 y 1800-1804 fueron años de escasez y, en determinadas comarcas, de hambre. Las alzas de precios fueron en algunos momentos incontroladas y en todo caso, muy graves. Aunque España era un país comparativamente estable, hubo manifestaciones de descontento, protestas sociales, estallidos de violencia popular. El intento en septiembre de 1718 de trasladar las aduanas a la frontera provocó motines y disturbios de gran violencia en distintos pueblos de las cercanías de Bilbao: saqueos y quemas de casas, agresiones con víctimas mortales contra las autoridades y notables locales, que determinaron la intervención de las tropas reales y la ejecución de dieciséis personas. El motín de Esquilache de 1766 se produjo en un contexto de profundo malestar social debido a malas cosechas y a la subida del pan, en parte por la liberalización de los precios del trigo decretada en 1765, y se extendió por cerca de un centenar de pueblos, con incidentes especialmente graves en Zaragoza, en algunas localidades de Alicante y Valencia, y en Guipúzcoa. Parecidas circunstancias —malas cosechas, carestía del pan— produjeron en 1788 violentos disturbios en Barcelona.

Pese a que el siglo XVIII fue un siglo dominado por el pensamiento ilustrado y las ideas científicas, la iglesia, en la que también cristalizó un notable sector ilustrado y reformador (Joaquín Lorenzo Villanueva, Miguel de Santander, el cardenal Lorenzana, Antonio Tavira…), siguió reteniendo un inmenso poder social y espiritual: 145.000 individuos y un formidable patrimonio (14,79 por 100 de la tierra catastrada). El regalismo de la corona (esto es, la afirmación de la autoridad real sobre la iglesia) avanzó. Por el concordato de 1753, el papado reconoció a la corona española el derecho de designación de numerosos nombramientos eclesiales. En 1767, tras culpabilizárseles del «motín de Esquilache», se expulsó a los jesuitas de España (unos 2800 individuos), medida apoyada por muchas otras órdenes religiosas, y generalizada en Europa. Pero religiosidad, festividades religiosas, celebraciones solemnes y prácticas cotidianas, cultos y devociones específicas, la práctica y la moral católicas en suma, siguieron rigiendo la vida social e individual de los españoles. La Inquisición, cuyo cometido principal pasó a ser ahora la censura de libros, aún pudo procesar en 1714 a Macanaz —el ministro de Felipe V que había propuesto la reforma del consejo de la Inquisición, la reducción del clero y la secularización de la monarquía— y, en 1775, a Olavide, una de las personalidades más significadas de la Ilustración española y del movimiento reformista. En el XVIII, se construyeron centenares de iglesias, monasterios, ermitas y capillas por toda España, entre ellos algunos de los grandes templos de la iglesia española: la iglesia de San Martín Pinario y la fachada del Obradoiro de la catedral de Santiago, la basílica de San Francisco en Madrid, las catedrales de Murcia y Cádiz, el santuario de Loyola, la seu nova de Lleida, las Salesas Reales y San Marcos en Madrid, la basílica de Santa María en San Sebastián, la capilla de la Virgen del Pilar de Zaragoza.

El siglo XVIII, pese a todo, fue un siglo excelente, de recuperación de la presencia internacional de España y de auge demográfico, industrial, urbano y comercial (aun con ciclos irregulares y desiguales). El desarrollo de las economías regionales transformó la estructura económica del reino. La extensión del viñedo; la comercialización de aguardientes y vinos; mejoras en la producción agraria; el auge del comercio (gracias a la penetración en el mercado español, tras la supresión de las aduanas interiores, y sobre todo a la incorporación al mercado americano tras la liberalización de este) y el desarrollo desde la década de 1740 de la industria del algodón, con la fabricación de «indianas», hicieron de Cataluña la región más dinámica de la Península. La extensión del maíz y de la patata, el comercio con América y el crecimiento demográfico transformaron la economía agraria de Asturias, Cantabria, Galicia y las provincias vascas. En Galicia, una región atrasada, con una agricultura de rentistas (monasterios, pazos) y pequeñas explotaciones, comerciantes catalanes empezaron la explotación de la industria del salazón. En Cantabria, el tráfico de lanas, trigo y harinas por Reinosa tras la construcción de caminos reales desde Burgos y desde Valladolid y Palencia, propició la prosperidad del puerto de Santander. Comercio con América, compañías navieras, industria pesquera, algunos astilleros, ferrerías, exportación de mineral e industrias armeras, promovieron la recuperación de Vizcaya y Guipúzcoa (antes del periodo de recesión que comenzó a finales del siglo).

La expansión del regadío, la roturación de nuevas tierras y la especialización agraria (el arroz, por ejemplo), más el auge de las industrias de la seda (Valencia) y de la lana (Alcoy), favorecieron el desarrollo de ciertas zonas de Levante. El comercio con América y su condición de gran base naval provocaron el espectacular crecimiento de Cádiz. La actividad mercantil posibilitó el auge del puerto de Málaga y la presencia allí (y también en Cádiz) de importantes colonias de comerciantes extranjeros. Nuevos cultivos y la especialización de su vega, más el desarrollo de algunas industrias textiles (cordelería, seda, lana), impulsaron la economía granadina. Aun perdido el monopolio del comercio americano, Sevilla, embellecida y urbanizada durante el tiempo (1767-1775) en que Olavide fue asistente (corregidor) de la ciudad, retuvo su posición como gran centro administrativo, eclesiástico y comercial.

La población creció, como consecuencia, de unos 7,7 millones de habitantes en 1700 a 10,4 millones en 1787, según el censo de Floridablanca; la de Madrid, de unos 130.000 habitantes a finales del siglo XVII a unos 200.000 a principios del XIX. La población de Cataluña pasó de 406.000 habitantes en 1720 a 899.000 en 1787; el País Vasco, de 175.000 a 334.000. La población de Galicia, Aragón y Andalucía se duplicó a lo largo del siglo; la de Valencia se triplicó. Barcelona pasó de unos 35.000 habitantes a finales del siglo XVII a algo más de 100.000 a fines del XVIII; Cádiz, de 40.000 a 70.000 habitantes. Valencia y Sevilla se acercaban a los 80.000 habitantes a finales del siglo XVIII; Murcia, Málaga, Granada, Zaragoza, a los 50.000.