LA ESPAÑA DE CARLOS III

CON todo, plena Ilustración solo la hubo en España durante el reinado de Carlos III (1759-1788), sucesor y hermanastro de Fernando VI e hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio, rey de Nápoles de 1735 a 1759, un hombre bondadoso (y profundamente creyente), de trato familiar y simple, carente de toda vanidad, de inteligencia solo discreta, pero de ideas reformistas y voluntad firme.

Carlos III usó tres equipos de gobierno: el de los marqueses de Grimaldi (secretario de Estado) y Esquilache (Schillace), secretario de Hacienda y Guerra, ambos italianos, de 1763 a 1776; y los gobiernos del conde de Aranda, presidente del consejo de Castilla, de 1767 a 1773, y del conde de Floridablanca (José Moñino), secretario de Estado, de 1777 a 1792. El reinado no estuvo exento ni de crisis y problemas graves, como el «motín de Esquilache» de 1766 —alborotos callejeros en la capital contra ciertas disposiciones del ministro, motines de subsistencias en cerca de un centenar de pueblos—, la expulsión en 1767 de los jesuitas y la rebelión de Túpac Amaru en Perú en 1780; ni de fracasos militares, como los dos intentos que se hicieron por recuperar Gibraltar (1779, 1782). Pero la política de reformas —educativas, financieras, económicas, militares—, que debió mucho a la inspiración del inteligente y tenaz fiscal del consejo de Castilla, Pedro Rodríguez de Campomanes (1723-1803), fue una política, aun ralentizada tras el motín de Esquilache, decidida y firme a todo lo largo del reinado. La corona promovió la creación de escuelas, la reforma de las universidades y la enseñanza del castellano y, con la creación de instituciones como el Colegio de Farmacéuticos de Madrid (1762), la Real Academia Médico-Práctica de Barcelona, el Real Gabinete de Historia Natural, la Academia de Ciencias Naturales o el Hospital General de San Carlos de Madrid (1781), impulsó el desarrollo de las ciencias y la investigación, especialmente de las ciencias médicas, la naútica, las matemáticas y la química. Volvieron a financiarse misiones científicas de gran relieve, como la expedición a los reinos de Perú y Chile de 1777 y la real expedición a Nueva Granada de 1782 dirigida por José Celestino Mutis. La Real Sociedad Bascongada de Amigos del País, creada en 1765 por ilustrados vascos como el conde de Peñaflorida para el estudio de las ciencias y las bellas artes, abrió en 1771 el Seminario Patriótico de Vergara, donde se estudiaban matemáticas, humanidades, física, mineralogía y química: el químico riojano Juan José de Elhuyar descubrió allí el wolframio. Las sociedades de amigos del país —cuarenta y cinco entre 1774 y 1786—, creadas a imitación de la Bascongada e impulsadas desde arriba por Campomanes, nacieron ante todo para el estudio y fomento de las economías locales y regionales. La de Zaragoza creó en 1789 la primera cátedra de economía de la historia española.

En su Elogio fúnebre de Carlos III (1789), Jovellanos diría que fue en ese reinado cuando apareció lo que entonces se llamó «economía civil»: políticas y realizaciones concretas para el bienestar de los súbditos. Desde luego, las iniciativas fueron numerosísimas. Se fundaron nuevas reales fábricas: de porcelana del Buen Retiro, 1759; de paños en Segovia, 1762; de vidrio, en La Granja, 1773. El gobierno estableció en 1763, con propósito recaudatorio, la lotería nacional. En 1765, liberalizó los precios del trigo. En 1782 creó el Banco Nacional de San Carlos, un verdadero banco central. Los privilegios de la Mesta, la poderosa cofradía de ganaderos, blanco de la crítica de los ilustrados, fueron recortados. Suprimidas en reinados anteriores las aduanas interiores y los puertos secos, y trasladadas aquellas a las fronteras o a los puertos —con la excepción de las aduanas vascas—, los gobiernos reforzaron ahora el comercio interior y la vertebración de España como mercado merced al impulso de la construcción de la red vial: entre 1777 y 1788, con Floridablanca como intendente de caminos, se construyeron unos 1100 kilómetros de caminos y 322 puentes.

En 1763 empezó a funcionar un servicio bisemanal de diligencias entre Madrid y Barcelona. Desde 1780 entraron en funcionamiento varios canales navegables. Los puertos fueron acondicionados con nuevos muelles, espigones y faros. La corona asumió también los servicios de correos y postas, a fin de siglo un servicio altamente eficaz. En la etapa de Aranda, el estado promovió una serie de colonizaciones para la explotación de tierras no cultivadas: en Sierra Morena, entre 1769 y 1775, se construyeron, bajo la dirección de Pablo de Olavide, un total de quince pueblos (La Carolina, La Carlota, La Luisiana…), veintiséis aldeas y 2282 casas, en las que se asentaron 10.420 personas, muchos de ellas alemanes. El comercio con América y con Filipinas fue liberalizándose. Si antes del reinado de Carlos III se había concedido a determinadas compañías comerciales (como la Compañía Guipuzcoana de Caracas, la Compañía de Filipinas y la Real Compañía de Comercio de Barcelona) el monopolio de uso de ciertos puertos y de ciertos tráficos, en 1765 se autorizó a un total de nueve puertos españoles (Barcelona, Gijón, Santander…) y a varios americanos la salida y entrada de navíos hacia América, que hasta entonces habían monopolizado Sevilla y Cádiz. En 1778 se dio prácticamente plena libertad al comercio americano, autorizándose la entrada del tráfico procedente de allá a cualquier puerto.

Como mostraba el embellecimiento de Madrid a lo largo del siglo XVIII (Palacio Real, obra de Juvara, Sacchetti y Sabatini, Cuartel del Conde Duque de Pedro de Ribera, Real Hospicio, puente de Toledo, palacio Goyeneche, luego Academia de San Fernando, iglesias de las Salesas Reales, San Marcos y San Francisco, Puerta de Alcalá, obra de Sabatini, Observatorio Astronómico y Museo de Historia Natural, ambos de Juan de Villanueva, edificio de Correos en la Puerta del Sol, Salón del Prado y Jardín Botánico, también de Villanueva, las fuentes de Cibeles y de las Cuatro Estaciones, traslado de los cementerios a las afueras, comienzo del alcantarillado, canalización del Manzanares), el país parecía haber recobrado su pulso. El reformismo borbónico quiso volver a hacer de las Indias, de América, donde lo español había sido relegado a posiciones subalternas desde mediados del siglo XVII, parte efectiva del sistema español. Los Borbones llevaron, en efecto, a América las reformas administrativas (capitanías generales, intendencias, corregidores, reformas militares,…) que habían introducido en España desde 1700, reformas que, tras la visita de inspección a Nueva España que por encargo de Grimaldi realizó a partir de 1765 José de Gálvez (ministro togado del consejo de Indias, secretario de Indias en 1775), dieron paso a un verdadero proyecto neocolonial: reforma territorial y administrativa (con la creación del virreinato de Río de la Plata y de nuevas audiencias y capitanías generales), reestructuración y liberalización del comercio, como acaba de verse, en beneficio de los intereses españoles, reafirmación del poder español sobre los criollos en las instituciones indianas, reforzamiento de la defensa militar del continente.

Carlos III abandonó, paralelamente, la política exterior neutralista de Fernando VI, política que había favorecido precisamente el despliegue naval de Inglaterra en el Atlántico, una verdadera amenaza para los territorios coloniales españoles. España renovó la política de alianza con Francia (Tercer Pacto de Familia, 1761), a la que se unió tanto en la guerra de los Siete Años (1756-1763) como en la guerra de Independencia de los Estados Unidos, en la que Francia y España apoyaron a las colonias sublevadas: España hizo de la contención del poder naval de Inglaterra —en el Atlántico y en América— la clave de su política exterior. Los resultados fueron desiguales. En 1762, en el curso de la guerra de los Siete Años, España perdió La Habana y Manila ante los ingleses, dos formidables derrotas que pusieron de manifiesto la vulnerabilidad española en ultramar. Las recuperó, y además ganó Luisiana, en la paz de París de febrero de 1763 que puso fin al conflicto, pero perdió Florida y no pudo recuperar ni Menorca ni Gibraltar, dos de sus grandes aspiraciones, y sus objetivos fundamentales en aquella guerra. España perdió las Malvinas ante Inglaterra en 1771. Invadió y recuperó Menorca en 1782, ya durante la guerra contra Inglaterra derivada de la participación hispano-francesa en la guerra de Independencia estadounidense (1776-1783), pero fracasó nuevamente en Gibraltar (aunque el tratado de Versalles de 1783, que puso fin a dicha guerra, no fue negativo para España: Gran Bretaña reconoció finalmente la pérdida de Menorca y devolvió Florida).