LA monarquía hispánica de los Austria se apoyaba, por lo que hemos visto, en un amplio entramado de instituciones comunes, símbolos y formas de vida unitarios: la corona, la corte, los consejos, la religión católica, la propia lengua española. Lo que no existió bajo los Austria fue el sentimiento nacional, la idea de patria, ideas, preocupaciones y sentimientos que irían germinando, en efecto, a lo largo del siglo XVIII. Dicho de otro modo: el reformismo ilustrado, obra de burócratas de la administración del estado y asociado a gustos cosmopolitas (rococó, neoclasicismo) e influencias extranjeras —ministros franceses e italianos en el gobierno, artistas y arquitectos extranjeros en la corte—, y el nuevo tipo de monarquía centralizada y burocrática implantada por la nueva dinastía reinante, los Borbones, articularon definitivamente la nación española.
El reformismo ilustrado no fue —conviene enfatizar— el despliegue de programas de reforma trazados y planificados desde arriba, por la corona y sus asesores y servidores. El resultado de las reformas fue, además, a menudo desigual y controvertido, y no necesariamente un éxito. En España como en Europa, el reformismo respondió, sin duda, más a razones prácticas que a convicciones morales o ideológicas.
Cuando llegó a España en 1700, Felipe V tenía diecisiete años, hablaba solo francés, carecía de experiencia política y de planes de actuación para España, y era una personalidad retraída y depresiva, con muy poco interés en las tareas de gobierno. Como otros monarcas europeos ilustrados, los Borbones españoles del XVIII (Felipe V, Fernando VI, Carlos III, Carlos IV) fueron personalidades de escasas inquietudes intelectuales. Los equipos de gobierno que emplearon nunca fueron homogéneos. Felipe V (1700-1746), en cuyos primeros años en España la influencia francesa fue muy notable, usó sucesivamente gobiernos muy diferentes. De 1716 a 1719, España estuvo de hecho gobernada por el cardenal italiano Giulio Alberoni, luego por José de Grimaldo y, entre 1725 y 1726, por el barón de Ripperdá, un holandés de origen español. De 1726 a 1746, gobernaron los «tecnócratas» (en expresión del historiador Ricardo García Cárcel), hombres de la alta burocracia del Estado, como José Patiño, José del Campillo y el marqués de la Ensenada. Fernando VI (1746-1759) utilizó primero a Ensenada y a José de Carvajal y Lancaster; y a Ricardo Wall desde 1754. La prioridad de Felipe V —que también significativamente tardó en abandonar sus aspiraciones al trono de Francia— fue menos la política de reformas que la política exterior y más concretamente, la «cuestión italiana», la aspiración a revisar los acuerdos de Utrecht y recuperar los estados italianos a los que España no había renunciado (lo que se hizo con éxito: España recuperó militarmente en 1738 Nápoles y Sicilia, a cuyo frente puso al infante don Carlos, el hijo del rey, el futuro Carlos III).
La nueva monarquía impuso, con todo, cambios fundamentales. Los más importantes a corto plazo: la supresión de las cortes y fueros de Aragón y Valencia (1707) y de las instituciones catalanas (decreto de Nueva Planta, 16 de enero de 1716), por el apoyo de aquellos territorios a la causa del archiduque austriaco Carlos en la guerra de Sucesión; la doble reforma de la administración central (supresión de los consejos de la monarquía y creación en 1714 de secretarías de despacho —Estado, Gracia y Justicia, Hacienda, Marina e Indias, y Guerra—, precedente directo de los consejos de ministros) y de la administración territorial (capitanías generales, intendentes o gobernadores civiles de provincia, corregidores en las capitales, nuevos virreinatos, Nueva Granada y Río de la Plata, y nuevas audiencias en América); y la reforma militar (capitanías generales, comandancias, estructura jerárquica de mandos, regimientos de infantería en sustitución de los tercios, regimientos de línea y dragones en caballería, guardia real, cuerpos de Ingenieros y Artillería, transformación de la marina en armada real con bases en Cádiz, El Ferrol y Cartagena, y con el cuerpo de Guardias Marinas como base de la oficialidad).
La nueva monarquía impulsó también desde muy pronto la educación, el establecimiento de instituciones académicas y la investigación científica (Biblioteca Real, 1712; Real Academia Española, 1713; universidad de Cervera y colegio de Guardias Marinas; Real Seminario de Nobles; Real Academia de la Historia, 1738…); y la creación de reales fábricas para la introducción de nuevas técnicas de fabricación y el impulso a sectores decaídos o inexistentes (Real Fábrica de Paños en Guadalajara, 1717; de tapices en Madrid; de paños en Segovia y Brihuega, 1726; de cerámica en Alcora, 1727).
La política de reformas ganó consistencia y continuidad a partir de 1726-1736, cuando el ministro José Patiño (1670-1736) asumió las secretarías de Estado, Marina, Indias y Hacienda, y sobre todo desde 1738-1754, ya por tanto en el reinado de Fernando VI, con los ministros José del Campillo y Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada (1702-1781), hombres también promovidos al poder desde el aparato burocrático y técnico de la administración. De la labor de Patiño, Campillo y Ensenada emergió una verdadera obra de gobierno: reformas en la administración y la hacienda, impulso al comercio con América y a la construcción naval, fortalecimiento militar de España. A Ensenada se debió la extensión de intendencias por todo el territorio, la reconstrucción de la armada real —con la construcción entre 1750 y 1759 de unos cuarenta navíos de guerra—, la ordenación de carreteras y caminos reales, esto es, el inicio de la construcción de una red vial nacional con centro en Madrid, y el comienzo igualmente (a partir de 1753) de la construcción de una red de canales navegables en Castilla y Aragón. En 1749 preparó un proyecto para establecer una contribución única que sustituyera alcabalas, millones y restantes tasas, de lo que quedó la elaboración de un catastro o encuesta sobre la población y la riqueza del país de extraordinario valor social e histórico.