LA España imperial fue, probablemente, la plenitud española en la historia. Todo cambió en la España de los Austria, 1516-1700: el papel de España en el mundo, el estado, las formas del poder, el pensamiento político, la economía, la arquitectura, el gusto artístico y literario, la mentalidad, las formas de vida.
Como el luteranismo en Alemania, o el anglicanismo puritano en Inglaterra, la religión católica fue en España una religión nacional. Jalonada por la Inquisición, la persecución de brotes heréticos y disidencias religiosas, el antisemitismo, la expulsión de los judíos (unos 100.000-150.000 expulsados en 1492 y en torno a 600.000 conversos a fines del siglo XV) y luego de los moriscos (50.000 deportados de Granada en 1570; en torno a 300.000 expulsados del país en 1610), la unidad religiosa del país cimentó la unidad política y la cohesión de la sociedad. La España de la monarquía de los Austria fue una España católica. La iglesia tenía hacia 1590 unos sesenta obispados y cerca de noventa mil sacerdotes, religiosos y religiosas. Su riqueza patrimonial en tierras y propiedades urbanas, edificios religiosos, colegios y conventos era incalculable. Las prácticas religiosas (ayunos, abstinencias, confesión, comunión…), las festividades, el culto al Santísimo Sacramento, el culto a la Virgen, la milagrería, las devociones locales, las procesiones y representaciones de Semana Santa (que se formalizaron en el siglo XVII) homogeneizaron la vida social; reforzaron el sentimiento de comunidad de los españoles.
El protestantismo nunca tuvo en España importancia significativa. Los focos que surgieron en 1555 en Valladolid y Sevilla fueron, como se indicó, inmediatamente erradicados por la Inquisición. Iluministas, alumbrados, beatas, místicos, biblistas, fueron sospechosos de herejía. El erasmismo, el tipo de cristianismo intelectual y humanista asociado a Erasmo de Rotterdam (1467-1536), que tuvo hacia 1525-1535 una extraordinaria influencia entre las minorías intelectuales españolas y en el propio entorno de Carlos V (los casos más conocidos: Luis Vives, Juan de Vergara, los hermanos Alfonso y Juan de Valdés y el médico real Andrés Laguna), terminó también por resultar sospechoso: los libros de Erasmo fueron incluidos en el índice de libros prohibidos de 1558 del inquisidor Fernando Valdés.
Con la excepción de Velázquez, la pintura y la escultura españolas de los siglos XVI y XVII, incluida la obra de los grandes maestros El Greco, Ribera, Zurbarán y Murillo, fueron religiosas, devocionales. Modelos ideales de orden y belleza en el XVI; pintura arrebatada e intensa en El Greco; arte directo, emocional, realista en el XVII. Toda la obra principal de El Greco, que se afincó en Toledo desde 1577, fue encargo de iglesias, hospitales, conventos, capillas y parroquias, como la propia catedral toledana, la parroquia de Santo Tomé, el monasterio de Santo Domingo o el hospital Tavera. El genio de Murillo creó la iconografía del culto a la Inmaculada Concepción; el escultor Pedro de Mena, la de la Dolorosa. Nada reflejó mejor la religiosidad del país que el intenso patetismo de la escultura del XVII, creada por grandes maestros como Gregorio Fernández, Juan de Mesa, Martínez Montañés o Ruiz Gijón, y asociada al ritual de la Semana Santa.
Ignacio de Loyola (1491-1556) creó en 1534 la Compañía de Jesús, la orden de los jesuitas, una institución disciplinada y jerárquica, de acuerdo con las ideas del fundador recogidas en las Constituciones de 1547-1550, puesta bajo la obediencia al papa y guiada por una espiritualidad pragmática de servicio a la voluntad de Dios en el mundo y en la realidad política y social, uno de los pilares fundamentales de la contrarreforma. La teología escolástica española (Melchor Cano, Domingo de Soto, Benito Arias Montano, el editor de la Biblia Regia y organizador de la biblioteca de El Escorial) fue probablemente la principal corriente de pensamiento que dio fundamento a las definiciones dogmáticas del concilio de Trento (1545-1563).
La mística no fue sino la expresión de la arrebatada espiritualidad del mundo religioso español. Las moradas (1577) de Teresa de Jesús, la fundadora de las carmelitas descalzas, era una alegoría, escrita en una prosa libre y bellísima, del acercamiento del alma a Dios, del «camino espiritual» hacia la iluminación y revelación de la gracia, y al «matrimonio» del alma con Cristo. El tema de los tres breves y bellísimos poemas de San Juan de la Cruz (1542-1591), Noche oscura («En una noche oscura, / con ansias, en amores inflamada, / ¡oh dichosa ventura! / salí sin ser notada, / estando ya mi casa sosegada»), Cántico espiritual y Llama de amor viva, tres de los más hermosos poemas de la literatura española, era similar: la unión con Dios, el gozo de los «esposos», el amor divino. La prosa doctrinal, el libro religioso (De los nombres de Cristo, de Fray Luis de León; Introducción al símbolo de la Fe y Guía de pecadores, de Fray Luis de Granada), los dramas religiosos y autos sacramentales, obras de teatro de tema sagrado (como El gran teatro del mundo, La cena del rey Baltasar o El diablo mundo de Calderón), tuvieron relevancia especial en la escritura y el teatro españoles del Siglo de Oro.
La religión y los valores religiosos generaron el mundo moral, el clima espiritual, que encubrió y definió toda la vida colectiva española en los siglos XVI y XVII. La religiosidad española desembocó en esos siglos en el triunfo de la fe, de la censura inquisitorial y del dogma contrarreformista. Pero España generó entre 1500 y 1700, paralelamente, una gran cultura creadora: géneros literarios originales y propios (la picaresca, la novela moderna —la gran invención de Cervantes con el Quijote—, un teatro «nacional»), ensayismo político característico y bien definido (los arbitristas, la literatura de «consejos de príncipes», el debate sobre la «razón de estado»); una historiografía diversificada; una amplia reflexión sobre la lengua castellana. La monarquía de los Austria fue una monarquía europea. La cultura española del Siglo de Oro —cerca de doscientos años, varias generaciones, ideas, gustos y circunstancias políticas muy distintas— fue una cultura amplia, compleja, en ningún caso uniforme.
Carlos V aglutinó en torno a sí, en la década de 1520, a un importante número de escritores. En 1526 creó, al servicio de la corona, la figura oficial del cronista de Indias. El contacto de Boscán y Garcilaso con Italia y la poesía italiana provocó la mayor revolución en toda la historia de la poesía española: la poesía italianizante, bellísima, elegante, perfecta en Garcilaso (y en Fray Luis de León), que tuvo, además, un éxito extraordinario y una influencia permanente y decisiva en toda la poesía del Siglo de Oro, y generó una sensibilidad estética y moral nueva, con formas nuevas (sonetos, elegías, églogas, odas, liras, epístolas) y temas nuevos: el amor, la naturaleza, los mitos clásicos.
Felipe II fue un gran coleccionista de arte y de libros. Adquirió numerosas obras de Tiziano y de El Bosco, de Van der Weyden (El descendimiento de la Cruz), Patinir y Antonio Moro. Su biblioteca personal llegó a tener unos catorce mil volúmenes. Protegió a escritores y eruditos, incorporó a su capilla a los mejores músicos (Tomás Luis de Victoria, Antonio de Cabezón), apoyó los estudios geográficos y científicos, financió en 1570 la expedición a América del médico real Francisco Hernández con el objeto de estudiar y catalogar plantas y semillas (Hernández descubrió unas ochocientas especies nuevas) y costeó en 1572 una nueva edición de la Biblia Políglota, la Biblia regia de Arias Montano, editada en Amberes por Plantino, el editor del rey y el mejor editor de Europa.
El Escorial, su gran obra y el símbolo por excelencia del dominio español, fue construido, por orden del rey, en un estilo clasicista, sobrio y equilibrado (a Felipe II no le gustaron ni el plateresco, ni el barroco, ni El Greco). Felipe II empleó para su decoración a los pintores y escultores italianos entonces más estimados (Zuccaro, Tibaldi, Luca Cambiaso, Francisco de Urbino, Carducci, Leon y Pompeo Leoni, Jacome da Trezzo… y algunos españoles: Navarrete «el Mudo» y Sánchez Coello). Reunió allí una espléndida biblioteca que quería ser un compendio del saber humano, con excepcionales colecciones de códices árabes, hebreos y persas, manuscritos griegos, cartografía y libros italianos y españoles. Hizo, en suma, el edificio más formidable de su tiempo: la visión de El Escorial como un edificio granítico y plúmbeo, un monumento sombrío, agobiante, siniestro, un monstruoso pudridero símbolo de la España negra, fue simplemente una creación del romanticismo del XIX.
La cultura española quedó asociada en el siglo XVI, a erasmismo, arquitectura renacentista (palacio de Carlos V en Granada, Alcázar de Toledo, universidad de Alcalá, palacio de Monterrey en Salamanca, conjuntos renacentistas de Baeza y Úbeda…), a poesía italianizante, primeros místicos, Ignacio de Loyola, teología escolástica, aparición de la picaresca (La lozana andaluza en 1528; el Lazarillo de Tormes en 1554) y libros de caballería. Desde el último tercio de ese siglo, y a lo largo del XVII, se materializó en el colosal esfuerzo de El Escorial, la mística (Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz…), la pintura de El Greco, la novela pastoril, en el teatro de Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón, en la picaresca, en el Quijote, cuya primera parte se publicó en 1605; en Góngora y Quevedo, los grandes maestros de la pintura del barroco (Zurbarán, Ribera, Velázquez, Murillo, Valdés Leal) y en la arquitectura herreriana.
La historiografía de Indias, una historiografía admirativa y de exaltación (Bernal Díaz del Castillo, López de Gómara, Fernández de Oviedo…); la historia oficial (Garibay, Mariana, Prudencio de Sandoval, Cabrera de Córdoba); las historias de los distintos reinos y coronas peninsulares (los Anales de la Corona de Aragón, de Jerónimo Zurita, 1562); y la historia de hechos singulares (Guerra de Granada, de Diego Hurtado de Mendoza, 1627; Historia de los movimientos, separación y guerra de Cataluña, de Francisco Manuel de Melo, de 1645; la Historia de la Conquista de México, de Antonio de Solís, de 1684), sirvieron al propósito de reforzar o forjar la memoria histórica, unitaria y común de la monarquía. En los arbitristas de principios del XVII (Sancho de Moncada, Martín González de Cellórigo…), en Cervantes, Quevedo, Saavedra Fajardo y Gracián alentaba ya, sin embargo, la preocupación por el ser de España, la reflexión sobre España como problema: de forma serena, prudente, mesurada, en Gracián y en Saavedra (en sus Empresas políticas y en otras obras); con suave amargura en Cervantes, en el propio Quijote; con vehemente y desaforada pasión política, y también hondo dolor de España, en Quevedo, en obras políticas como La España defendida, de 1609 o Execración contra los judíos, de 1633, en su conocido soneto «Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes, ya desmoronados…».
Los libros de caballerías y la novela pastoril fueron excepcionalmente populares durante el XVI. Representado en corrales de comedias fijos y luego en la propia corte, el teatro tuvo un gran desarrollo a partir de los últimos años del siglo, primero con compañías italianas, enseguida con autores españoles. Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón, escribieron obras memorables: Peribáñez y el Comendador de Ocaña, Fuenteovejuna, El caballero de Olmedo, La dama boba, El castigo sin venganza, El perro del hortelano (todas ellas de Lope, escritas entre 1610 y 1630); Las mocedades del Cid (Guillén de Castro); El burlador de Sevilla, El condenado por desconfiado, Don Gil de las calzas verdes (Tirso); El alcalde de Zalamea, La vida es sueño, El médico prodigioso, Casa con dos puertas, La dama duende, de Calderón de la Barca, cuyo teatro no fue solo un teatro contrarreformista, alegórico y sacro, obsesionado por el honor y reflejo del pesimismo barroco de la España del XVII, sino un teatro extraordinariamente complejo y contradictorio, muchas veces religioso, pero también profano —el éxito inicial le llegó por sus comedias de enredo, no por los autos sacramentales—; teatro político, preocupado por el individuo y el poder, un teatro a menudo crítico de los mismos valores de la sociedad, a veces pesimista y otras veces impregnado de optimismo y esperanza.
La novela picaresca, verdadera contraimagen de los valores dominantes (La lozana, El Lazarillo, Guzmán de Alfarache, Rinconete y Cortadillo, El Buscón de Quevedo, La pícara Justina…) tuvo su mayor vigencia entre 1600 y 1650. El Quijote (1605) fue un éxito fulminante. Se editó de inmediato en Lisboa, Milán y Bruselas, se tradujo enseguida al inglés, al francés y al italiano, y alcanzó dieciséis ediciones en vida de Cervantes, que murió en 1616: el Quijote, una plenitud española (como dijo Ortega y Gasset de Cervantes) que, aunque leído en su tiempo como un libro cómico, no dejaría de transmitir a sus lectores sentimientos de melancolía y tristeza por el fracaso de su admirable héroe, y de convencerles de que las ideas caballerescas, la épica, no cabían ya en la España del XVII.
El Viaje al Parnaso de Cervantes, El laurel de Apolo de Lope, eran inventarios de autores y libros contemporáneos, con comentarios o elogiosos o críticos. En 1599, Francisco Pacheco, el pintor e intelectual sevillano, recogió en uno de los libros manuscritos más bellos del Siglo de Oro, el Libro de descripción de verdaderos relatos de ilustres y memorables varones, numerosos retratos de escritores, eclesiásticos y artistas de la época de Felipe II, como Fray Luis de León, Quevedo, Fray Luis de Granada o Fernando de Herrera. En 1672 y 1696 aparecieron en Roma, respectivamente, la Bibliotheca Hispana vetus y la Bibliotheca Hispana nova, de Nicolás Antonio, dos recopilaciones bibliográficas excepcionales con descripciones y datos de todo tipo (sorprendentemente, con pocos errores) de los escritores españoles desde Octavio Augusto hasta la época del autor. En 1715, apareció El Museo pictórico y escala óptica, la obra de Antonio Palomino, uno de los pintores de Carlos II, cuyo tercer tomo (Noticias, elogios y vidas de los pintores y escultores eminentes españoles y de aquellos extranjeros ilustres que han concurrido en estas provincias) recogía más de doscientas biografías de artistas, prácticamente todo el «parnaso español pintoresco laureado», como decía el subtítulo, con especial atención a Velázquez. La cultura española del Siglo de Oro integró una cultura común; pocas culturas europeas tuvieron una voluntad tan decidida de reivindicar y perpetuar su propia herencia.
Velázquez, que pintó con un dominio siempre asombroso cuadros de género, temas mitológicos y religiosos, retratos, escenas de la familia real, pintura de historia y algún pequeño y maravilloso paisaje, hizo de la pintura «visualidad pura» (Ortega): profunda belleza; elegancia; luces, sombras, atmósferas y colores exquisitos; una visión melancólica, enigmática, de hondura a veces impenetrable.