EL FIN DE LA CASA DE AUSTRIA: LA DECADENCIA ESPAÑOLA

EL problema de España tras la pérdida de su hegemonía fue redefinir su papel en el nuevo orden europeo nacido del tratado de Westfalia (1648). Los círculos de poder españoles —corte, virreyes, cargos militares, consejos, jerarquías eclesiásticas, alta aristocracia— parecieron aceptar, sobre todo tras la paz de los Pirineos, que España debía ser, sencillamente, una monarquía nacional, y que eso exigía el repliegue internacional y la reorientación de los objetivos de la política militar y de la diplomacia españolas. La posibilidad —que pudo haber hecho de España lo que parecía más plausible: un poder solo regional— no se materializó. Al contrario, el reinado de Carlos II, que heredó la corona en 1665 con solo cuatro años y que murió sin descendencia en 1700, agudizó el declive internacional de España: la crisis sucesoria de 1700 desembocaría en una guerra entre las potencias europeas, resultado de la cual fueron el cambio de dinastía en España y la pérdida definitiva de todos los dominios italianos y de los Países Bajos católicos.

La minoría del rey y enseguida su salud —Carlos II, un rey piadoso y recto, fue un ser débil, raquítico, irresoluto, enfermizo y mentalmente incapaz— crearon en efecto desde 1665 una situación literalmente inmanejable: situación de vacío de poder, derivada del colapso de la autoridad real, y crisis permanente de gobierno en la dirección del reino, reflejada en los varios y drásticos cambios de equipos y políticas que se produjeron durante el reinado. La monarquía conoció ya hasta lo que cabría considerar como golpes militares. Juan José de Austria, hermanastro del rey, recurrió a la presión militar para cambiar el gobierno en dos ocasiones: en 1669, para provocar el cese de Nithard, jesuita austriaco, confesor de la reina, que gobernó durante la minoría de Carlos II; en enero de 1677, en que marchó sobre Madrid al frente de un ejército de quince mil hombres, para asumir personalmente el poder (que ejerció, decepcionando las grandes expectativas que su fuerte personalidad había suscitado, hasta su inesperada muerte, con solo cincuenta años, en 1679).

El creciente hegemonismo francés, ahora bajo Luis XIV, hizo en cualquier caso imposible el repliegue español. Las aspiraciones de Francia —recuperación de la territorialidad definida por las «fronteras naturales» del país, control y fortificación de regiones y plazas fronterizas, neutralización del poder militar de los países vecinos, eliminación de toda posibilidad de cercamiento por unas u otras potencias— lesionaban necesariamente los intereses y posiciones españoles.

La superioridad francesa —que en 1675 disponía de un ejército de unos doscientos mil hombres; España, de apenas setenta mil—, fue manifiesta. Francia impuso a España entre 1667 y 1698 —al hilo de distintas guerras— casi todos sus objetivos: devolución de Brabante y de diversas plazas fuertes en la frontera belga; cesión del Franco Condado, un gravísimo golpe para las necesidades estratégicas españolas, y de Luxemburgo, que España cedió en la paz de Nimega de 1678; cesión de Haití en 1697 (tras la llamada guerra de los Nueve Años, 1692-1697, en la que Francia se enfrentó a la liga de Augsburgo de la que formaba parte España: Francia invadió Cataluña y bombardeó con dureza Alicante y Barcelona).

La sucesión al trono español, abierta desde que se hizo evidente tras el segundo matrimonio de Carlos II —en 1689, con la princesa alemana Mariana de Neuburgo— que el rey español no podría engendrar un heredero (tampoco lo había podido lograr en su primer matrimonio, con María Luisa de Orleáns), fue además una gravísima crisis institucional que condicionó negativamente el funcionamiento de la monarquía española y dividió profundamente a las elites del poder en torno a las dos opciones sucesorias más legítimas, la opción francesa y la opción austriaca (Luis XIV y el emperador austriaco Leopoldo I eran hijos de madre española y se casaron con princesas españolas; la tercera opción, el príncipe José Fernando de Baviera, que contó con el apoyo del propio Carlos II, se frustró con la muerte del infante en 1699).

No se trataba solo de la falta de un heredero: la sucesión española amenazaba con romper la balanza de poder en Europa. Luis XIV y el emperador austriaco Leopoldo I discutieron en enero de 1668 un posible reparto de la herencia española; Luis XIV lo volvió a plantear, esta vez a Inglaterra y Holanda, en 1698 y 1699. La decisión final española (2 de octubre de 1700) —nombramiento como futuro rey de Felipe de Anjou, Felipe V, nieto de Luis XIV, previa renuncia a toda posible unificación de las coronas francesa y española, decisión que quería ante todo salvaguardar la unidad de la monarquía hispánica— pareció plausible e inteligente: Leopoldo I la consideró inaceptable; Inglaterra y Holanda entendieron que la designación de Felipe V rompía el equilibrio europeo.

La guerra de Sucesión española (1702-1714) que estalló como consecuencia, fue una guerra europea, larga, extenuante. En Europa, las grandes victorias de Marlborough, comandante en jefe de las tropas «aliadas» (Inglaterra, Holanda, Austria, Portugal, Saboya) obligaron a Francia a buscar una salida negociada. En España, la guerra pareció, además, una guerra civil en torno a dos conceptos de monarquía: monarquía centralizada y reformista en Felipe V; monarquía foralista y tradicional en el archiduque Carlos, el candidato austriaco. Cataluña, Aragón, Valencia y Baleares se sumaron a la causa austriaca y proclamaron al archiduque como rey Carlos III de España. La guerra estuvo indecisa durante algunos años y solo se inclinó hacia el bando franco-español tras las victorias de sus ejércitos en Almansa (1707) y Brihuega (1710). La sucesión, sin embargo, no se resolvió por las armas. El nombramiento en 1711, por razones dinásticas, del archiduque Carlos como emperador austriaco, como Carlos IV, hizo inaceptable su posible designación como rey español. Por los tratados de Utrecht (1713) y Rastatt (1714), Felipe V retuvo el trono español y las Indias, pero tuvo que ceder Bélgica, Milán, Nápoles y Cerdeña a Austria, Sicilia a Saboya, y Menorca y Gibraltar a Gran Bretaña; y aceptar la participación inglesa en el tráfico de esclavos (asiento) y en el comercio con América (nave de permiso). La España imperial, la España de los Austria, había, pues, terminado.

La decadencia de España interesó siempre a historiadores y ensayistas. Los ilustrados del XVIII —Montesquieu, Voltaire— la atribuyeron al fanatismo religioso español, a la Inquisición, al despotismo de la monarquía hispánica; el nacionalismo español de la derecha, a que el país había terminado por perder el ideal colectivo —la defensa de la religión y la fe católicas— que había cimentado su dominio y legitimado su política en el mundo.

El agotamiento de España fue consecuencia ante todo de dos factores: del inmenso coste económico del imperio, y de la casi imposibilidad logística de mantener unido un territorio de las dimensiones geográficas del español. Solamente las comunicaciones (con lo que conllevaban: instrucciones, órdenes, transporte de tropas, traslado de autoridades, envíos de pagos…) requerían, dentro de la Península, días; dentro de Europa, semanas; con América, meses, si no el año.

La España imperial no fue nunca una potencia económica. La debilidad de las bases financieras del imperio fue palmaria. Carlos V dependió de los créditos de los banqueros alemanes —los Fugger, los Welser—, negociados a cambio de importantes concesiones como minas, plata de ultramar, rentas y juros de la corona y monopolios. Felipe II dependió de la banca genovesa. Pese a los considerables ingresos y rentas de la corona, a las emisiones de juros (títulos reembolsables garantizados), a las llegadas de oro y plata de América, a las ventas de oficios y a los muchos otros procedimientos a los que se apeló para afrontar el continuo drenaje de recursos, la hacienda de los Austria fue en todo momento una hacienda en crisis, que tuvo que recurrir de forma casi permanente a la declaración de bancarrota o suspensión de pagos, a devaluaciones de la moneda y emisiones de moneda de poco valor, y al aumento de los impuestos (alcabalas, millones, derechos de aduanas, servicios, portazgos…); España se declaró en bancarrota ocho veces entre los años 1557 y 1666. Desde principios del siglo XVII, epidemias de peste, hambre y carestía fueron recurrentes. El decaimiento que entre las dos últimas décadas del siglo XVI y la década de 1650 experimentaron el comercio, muchas industrias y la producción de cereal fue notable. Aunque Madrid y algunas regiones periféricas creciesen, las dos Castillas (y Nápoles y Milán en Italia) perdieron población en esos años.

Las guerras fueron costosísimas: obligaron a la monarquía española a sostener, a mediados del XVII, un ejército de unos trescientos mil hombres, casi el doble del número de soldados que a mediados del XVI tenían los ejércitos imperiales de Carlos V. La deuda de la monarquía creció de 85 millones de ducados en 1598 a 221 millones en 1667. La política internacional de la España de los Austria no había sido además, ni siquiera con Felipe II, solo un gran proyecto moral y religioso. Más bien había sido una sucesión de proyectos dinásticos y territoriales, una política a menudo improvisada (o no planeada): intervencionismo militar de naturaleza meramente reactiva. Como ya ha quedado dicho reiteradamente, España se equivocó en Flandes, a la larga —la guerra se prolongó durante ochenta años— la verdadera causa de su declive. No entendió la naturaleza de la rebelión de las Provincias Unidas holandesas. Nunca debió en 1621 haber reactivado la guerra tras la tregua de los Doce Años que había suscrito con las provincias rebeldes en 1609; debió, por el contrario, haber reconocido a la república holandesa (lo que no era en aquel momento impensable y habría sido beneficioso: ambos países establecieron buenas relaciones comerciales tras la firma de la paz por el tratado de Münster de 1648 y colaborarían en las guerras de 1673-1678 y 1683-1684 para contener las ambiciones de Francia sobre los Países Bajos católicos). Saavedra Fajardo, embajador de Felipe IV en Europa durante treinta y cinco años, testigo de los cambios que se estaban produciendo en el continente —que culminarían con el nacimiento en Westfalia de una Europa secularizada de estados monárquicos nacionales—, lo entendió muy bien: pensaba que España debía renunciar a la monarquía universal, a la unión habsbúrgica y a la guerra, y reconstruirse como una monarquía estrictamente nacional cohesionada bajo el poder de un príncipe mesurado y cristiano.

La idea de decadencia impide, además, valorar en su justa perspectiva la verdadera dimensión internacional de la monarquía española desde la segunda mitad del siglo XVII. Los años posteriores a la paz de los Pirineos, los años 1660-1700, fueron para la monarquía española años de recuperación, sobre todo desde 1680, a pesar de la debilidad del rey Carlos II (1665-1700) y del acusado faccionalismo cortesano. No obstante las pérdidas territoriales que siguieron a la guerra de Sucesión (1702-1714), el siglo XVIII fue, como se verá más adelante, un excelente siglo para España: un siglo de crecimiento demográfico, auge económico y comercial, y aun de recuperación de la influencia internacional y de parte del antiguo poder naval y militar. España recuperó militarmente Nápoles y Sicilia (y, aunque no los reincorporó a la corona, puso al frente de esos reinos al hijo del rey de España); obtuvo de Francia la Luisiana y, tras la guerra de la Independencia de los Estados Unidos (1776-1783), recuperó Menorca y Florida, esta última cedida pocos años antes a Inglaterra. Nunca fue mayor el imperio español en América que en 1780-1790.