LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS

ESPAÑA puso a prueba su nueva política internacional —alianza de las dos ramas de la casa de Austria, reputación y prestigio de la monarquía (y para ello, reconquista de los Países Bajos rebeldes)— en la guerra de los Treinta Años (1618-1648), el gran conflicto que, iniciado con la rebelión de la Bohemia protestante contra la política absolutista y católica de la monarquía austriaca del emperador Fernando I, derivó en una guerra total, una de las más extensas y devastadoras de la historia europea.

Al estallar la guerra, España envió tropas a Viena, ocupó el Palatinado renano y tomó Mainz, operaciones de gran valor estratégico para apoyar a Austria en la guerra de Bohemia y para asegurar el «camino español», de Milán a los Países Bajos. En 1621, España atacó a la república holandesa por tierra y mar.

Los éxitos iniciales —en 1625, por ejemplo, España recuperó Bahía, en Brasil, tomada antes por los holandeses, tomó Breda en Flandes, defendió Cádiz de un violento ataque inglés, y socorrió a Génova, su aliada, amenazada por tropas francesas— hicieron creer a los nuevos dirigentes españoles en la posibilidad real de victoria, y en la corrección y oportunidad de su visión internacional.

Las debilidades de la política militar española se hicieron evidentes, sin embargo, desde muy pronto. España tuvo básicamente dos problemas: el problema de la financiación y mantenimiento de sus ejércitos —unos 300.000 hombres en 1635, de ellos 60.000/80.000 en Flandes—, cuyo gasto solo para Flandes suponía unos 300.000 ducados mensuales, una cifra inmensa (por eso, la decisión de Olivares en 1626 de promover la unión de armas); y el problema estratégico de mantener una guerra en dos frentes: en Flandes y a lo largo del «camino español». España se vería, muy pronto, en serias dificultades en los dos escenarios. Bajo el mando del nuevo príncipe de Orange, Federico Enrique, los holandeses contuvieron, ya desde 1625, los ataques españoles. En septiembre de 1628, la flota del almirante Piet Heyn capturó en aguas de Matanzas (Cuba) la flota española de Indias casi entera. Desde 1629 pasaron a la ofensiva en los propios Países Bajos, tomando Wesel, Hertsgenbosch, Brabante, Maastricht (ya en 1632) y la propia Breda, en 1637, y conquistando así un amplio territorio al norte del Flandes español. En el «camino español», España forzó en 1626 a Francia —absorbida en ese momento por el problema de los hugonotes— a reconocerle su derecho de paso por la Valtelina. Pero la guerra de sucesión de Mantua (1627-1631), al que pertenecía el territorio de Monferrato, al oeste de Milán, fronterizo con Saboya-Piamonte y Génova, librada entre ambos países en apoyo de sus respectivos candidatos, fue un gran revés para España: Mantua y Monferrato pasaron a la órbita de Francia, que además se hizo con la importante fortaleza de Pinerolo (Piñerol para los españoles), muy cerca de Turín en Piamonte, y llave del valle del Po y de Génova.

MAPA 3. La guerra de los Treinta Años: 1618-1648.

España nunca debió haber reanudado la guerra de Flandes contra los holandeses; tesis, por ejemplo, de Spínola, el gran general genovés al servicio de España, y causa de sus crecientes diferencias con el conde-duque de Olivares. Flandes solo podía ser abastecido o por mar —desde los puertos atlánticos y cantábricos y por el canal de la Mancha— o, efectivamente, por el «camino español» desde Milán, con Génova como puerto base, dos escenarios de extraordinaria vulnerabilidad, por razones distintas, para los ejércitos españoles, y de casi imposible mantenimiento en caso de entrada de Francia en guerra, el peor supuesto estratégico para España.

Eso fue exactamente lo que terminaría por ocurrir. La guerra de los Treinta Años adquirió enseguida dimensiones impensadas: guerras de Bohemia y el Palatinado, favorables al emperador austriaco y sus aliados; intervención de Dinamarca en 1624 a favor de los príncipes alemanes protestantes; guerra en el centro y norte de Alemania; derrota de los daneses en 1629; entrada de Suecia en la guerra (con grandes victorias que hacia 1631 parecieron decidir la contienda); reorganización y recuperación de las fuerzas imperiales… A los efectos de España, lo importante fue, como se ha indicado, la posición de Francia. Precisamente, la victoria de los españoles sobre los suecos en 1633 que les permitió tomar Brisach, sobre el Rin y, sobre todo, la gran victoria de las tropas imperiales y españolas mandadas por Matthias Gallas y el cardenal-infante Fernando de Austria (hermano de Felipe IV y nuevo gobernador de Flandes) sobre un gran ejército germanosueco en Nördlingen, Baviera, el 6 de septiembre de 1634, decidieron a Francia, una Francia rehecha y fortalecida bajo el gobierno del cardenal Richelieu, a entrar en la guerra: Nördlingen proporcionaba a los españoles un punto neurálgico de Alemania, y una plataforma muy ventajosa para amenazar Holanda desde el este y el norte.

Aunque los países siguieron combatiendo en muchos otros frentes, la guerra derivó en una guerra franco-española por la hegemonía en Europa: el resultado fue el declinar de España y la emergencia de Francia como nueva potencia dominante, exactamente lo contrario de lo que se había proyectado al liquidar la pax hispánica en 1618. La guerra fue agotadora. Francia, con unos ejércitos que sumaban un total de 120.000 hombres, atacó las posiciones españolas en Milán, la Valtelina y Piamonte y las propias fronteras españolas por Guipúzcoa y Cataluña, penetró por Alsacia, el Rin y el Palatinado para cortar el «camino español», y avanzó sobre Holanda desde el Artois y las Ardenas. Aunque la situación bélica no evolucionó de forma irreversiblemente desfavorable para la monarquía española hasta 1638-1639, y aunque los comienzos de la confrontación fueron inciertos (las acciones francesas en Italia y Alsacia fracasaron; una contraofensiva española que penetró en Francia desde Bélgica por Picardía en agosto de 1636 amenazó literalmente París; la ofensiva francesa contra territorio español por Guipúzcoa fracasó en 1638, con la liberación de Fuenterrabía el 7 de septiembre), la intervención francesa fue determinante.

El 9 de agosto de 1640, Francia tomó la importante plaza de Arras, en el Artois, al sur de Holanda, frente a las tropas de Flandes del cardenal-infante, primero de los graves descalabros militares que las tropas españolas sufrirían en las Ardenas, el Artois y Alsacia (Rocroi, 1643; Lens, 1648). En octubre de 1639, la flota holandesa del almirante Tromp —aliada ahora de Francia— deshizo en el canal de la Mancha la poderosa flota del almirante Oquendo, dejando a España sin una fuerza naval operativa en el mar del Norte, cortando las comunicaciones marítimas entre España y Flandes y dando a Holanda la superioridad en la guerra en el mar.

La guerra provocó, paralelamente, la más grave crisis interna que la monarquía española iba a sufrir desde la entronización de los Austria en 1516: la rebelión y separación de Cataluña (1640), satelizada por Francia hasta 1652, y la sublevación de Portugal (1640-1659).

La rebelión de Cataluña, motivada por la oposición a las cargas fiscales y militares que el conde-duque de Olivares pretendió imponer a la región para hacer frente a la guerra y preparada por el malestar popular contra los abusos de las tropas enviadas a la región por el mismo motivo (malestar que se manifestó en numerosos disturbios: los más graves, los sucesos de 7 de junio de 1640 en Barcelona, protagonizados por grupos de segadores, en los que murió el propio virrey), desembocó en la separación de parte de Cataluña de la monarquía hispánica y en su incorporación a Francia tras la proclamación en 1641 por la diputación de Barcelona de Luis XIII como conde de Barcelona. Aunque la causa castellana tuvo importantes apoyos en la propia Cataluña (Tarragona no se separó; Lérida fue recobrada ya en 1644), España no pudo lograr la reintegración de Cataluña hasta 1652.

La rebelión de Portugal, secundada por la nobleza, el clero y las masas portuguesas, posiblemente decepcionados por la experiencia de unión con España iniciada en 1580 y apoyada primero por Francia y enseguida por Inglaterra, llevó a la restauración de la independencia portuguesa tras la proclamación de Juan IV, un Braganza, como rey, el 1 de diciembre de 1640. La rebelión portuguesa fue irreversible; sus ejércitos rechazaron los intentos españoles de restaurar por la fuerza la unión, y en 1668 España reconoció, por el tratado de Lisboa, la independencia de Portugal.

El declinar de España apareció ya, a los ojos de los propios contemporáneos —Quevedo, Saavedra Fajardo, el embajador británico en la corte española, Hopton, por ejemplo— evidente e irreversible. Olivares cayó en enero de 1643. Enseguida, la derrota de Rocroi, en las Ardenas (19 de mayo de 1643), destruyó la leyenda de los tercios españoles: un ejército francés de unos 23.000 hombres (16.000 de infantería, 7000 de caballería), mandado por el duque de Enghien (el futuro príncipe de Condé), derrotaba al ejército español de Flandes mandado por el portugués Francisco de Melo (17.000 soldados de los tercios de infantería, de ellos unos 6000 españoles; 5000 de caballería), provocándole en torno a 7300 bajas y permitiendo a Francia, gobernada ya por Mazarino, el control del Hainault y Luxemburgo. Aunque las tropas españolas aún lograrían algún éxito parcial, el curso de la guerra les era ya claramente desfavorable. Además de las rebeliones de Cataluña y Portugal, en 1641 y 1648 se descubrieron conspiraciones secesionistas en Andalucía (duque de Medina-Sidonia) y Aragón (duque de Híjar), y en 1647-1648 estallaron revueltas antiespañolas en Nápoles y Palermo (que fueron, sin embargo, controladas).

Francia obtuvo otra victoria decisiva en Lens (Bélgica), el 20 de agosto de 1648, en donde pudieron morir cerca de cuatro mil soldados españoles. España, que ya había iniciado negociaciones tanto con Holanda como con la propia Francia, precipitó los pasos hacia la paz. Por el tratado de Münster (enero de 1648), reconoció la soberanía de Holanda; en Westfalia (octubre de 1648), tratado que puso fin a la guerra de los Treinta Años, España aceptó que Francia recobrase Alsacia, diversas plazas en Lorena y el Rin y retuviese Pinerolo (Piñerol) en Piamonte.

La guerra entre España y Francia continuó hasta 1659. Aunque entre la derrota de Rocroi y la paz de los Pirineos que puso fin al conflicto hubo una cierta recuperación española, la nueva victoria francesa en la batalla de Las Dunas en junio de 1658, en la que Francia diezmó definitivamente a los tercios españoles de Flandes, decidió la contienda. En 1659 se firmó en la isla de los Faisanes, en el río Bidasoa, la paz de los Pirineos, en la que se acordó el matrimonio del futuro Luis XIV con la infanta española María Teresa, hija de Felipe IV; España, representada por don Luis de Haro, el hombre que había sustituido en 1643 a Olivares, logró que Francia renunciase a sus reclamaciones en Italia, que abandonase toda pretensión sobre Cataluña y Portugal, y aun que evacuase el Franco Condado. Pero Francia obtenía de España el Rosellón, la Cerdaña y el Artois, y distintas plazas y enclaves de gran valor militar en Flandes, Hainault y Luxemburgo. Dicho de otro modo: Münster, Westfalia y Pirineos decidieron el declinar de España y la hegemonía de Francia en Europa.