LA situación española distaba mucho, con todo, de ser excepcional. La gravedad de los problemas era evidente, como a su modo pudo reflejar el desencanto que impregnaba el Quijote (1605) o la aparición de numerosos textos y folletos que proponían medidas y «arbitrios» para la «restauración» de España (Memorial de la política necesaria y útil restauración a la república de España y estados de ella y desempeño universal de estos reinos, de González de Cellórigo, de 1600; Restauración política de España, de Sancho de Moncada, de 1619, y muchos otros). La situación interna del país, por ejemplo, era comparativamente estable. Francia era en 1600 un país moralmente roto por las guerras de religión entre católicos y protestantes (hugonotes) de 1559 a 1598, de los que el país no se recobraría hasta la década de 1620. La crisis inglesa fue aún más grave: cuestiones religiosas, el problema del poder del rey, problemas financieros, las dificultades en la integración y gobernación de Inglaterra, Irlanda y Escocia, ambiciones personales y errores políticos, llevaron a Inglaterra a la guerra civil en 1642 y, tras tres años de vacío de autoridad y guerra, a la revolución: juicio y ejecución pública del rey Carlos I (30 de enero de 1649), creación de un estado-libre (Commonwealth) o república bajo control del ejército parlamentario y el poder personal de Oliver Cromwell.
Los ejércitos españoles seguían siendo los primeros ejércitos del mundo. La monarquía española disponía de una fuerza de unos 300.000 hombres en 1635; Francia, de unos 150.000; Inglaterra, 30.000; Holanda, de 50.000 a 70.000. Suecia, que emergía ya como nueva potencia dominante en el Báltico, tenía un ejército de unos 45.000 hombres en 1635. Pese a que el desastre de la Armada Invencible supuso la destrucción de la tercera parte de la flota, en 1625 España se hallaba de nuevo en poder de 108 barcos de guerra, una considerable fuerza naval. Los reveses militares que la monarquía española sufrió en los últimos años del reinado de Felipe II (el citado desastre de la Armada en 1588, el saqueo de Cádiz en 1596) habían frenado y contenido el poderío militar español, de forma particularmente evidente en los Países Bajos. Pero en modo alguno había sido quebrado y mucho menos, destruido. La monarquía hispánica seguía siendo la gran potencia hegemónica.
En contraste con España (8,5 millones de habitantes en 1600), a principios del siglo XVII Inglaterra era aún una potencia modesta de apenas 4,5 millones de habitantes (incluida Gales) que en ultramar, frente a las formidables Indias españolas, solo disponía de un establecimiento estable, Jamestown, en Virginia, fundado además en 1607; la emigración puritana, fundamental para la creación de alguna de las futuras colonias norteamericanas, empezó tarde, en 1620, el año del Mayflower, y tuvo inicialmente escasa entidad (20.000 emigrantes hasta mediados del XVII; para entonces habrían emigrado a América unos 430.000 españoles). Francia (16 millones de habitantes en 1600) había quedado fuera de la «carrera» colonial. Las expediciones de Jacques Cartier a Canadá (1534-1542) no tuvieron continuidad: no hubo fundaciones estables en el territorio hasta la creación de Québec por Champlain en 1608.
España tuvo, pues, la oportunidad de reorientar su política exterior y hacer de la acción diplomática, y no de la política de guerra, el fundamento de la hegemonía, a la que su posición y sus dominios parecían todavía obligarle. De hecho, lo hizo. Con el nuevo rey, Felipe III (1598-1621), la monarquía española, gobernada por el valido del rey, el duque de Lerma, Francisco Gómez de Sandoval y Rojas (1553-1625), un miembro de la alta nobleza que había ocupado ya altos cargos de gobierno en la etapa de Felipe II, promovió, o aceptó, una serie de negociaciones y tratados que posibilitaron la creación de un clima de paz en Europa. Con Inglaterra se firmó el tratado de Londres (1604). Con los Países Bajos, se negoció en abril de 1609 la llamada tregua de los Doce Años (1609-1621). Con Francia, la Francia de María de Médicis, España firmó el tratado de Fontainebleau (1611) en el que se acordó el doble casamiento del rey francés Luis XIII con la princesa española Ana de Austria, y del futuro Felipe IV con Isabel de Borbón. Lerma no siguió una política de recogimiento. Al contrario, con hombres fuertes y enérgicos en puestos clave del imperio (el conde de Fuentes como gobernador de Milán, el duque de Osuna como virrey de Nápoles) y apoyado por un conjunto de embajadores de extraordinaria capacidad y valía —Íñigo de Cárdenas, Gondomar, Baltasar de Zúñiga, el conde de Oñate…—, Lerma desplegó una activísima presencia diplomática española en las grandes cortes europeas e hizo así de la monarquía española un actor principal en la compleja gestión del orden internacional europeo. La suya fue una política de conservación, no de paz a cualquier precio (España, por ejemplo, reforzó sus posiciones en la Valtelina, en los Alpes, paso estratégico en el «camino español» que unía Milán con Flandes; en 1613, atacó a Saboya para obligarle a devolver Monferrato a Mantua, otra pieza importante en la zona), desde la idea de que el poder diplomático propiciaría, con más eficacia y menos gastos del estado, la influencia, supremacía y autoridad de la monarquía española.
La pax hispánica —que Lerma quiso compensar con una medida popular: la expulsión de los moriscos (1609)— no fue, sin embargo, bien entendida. Por una lado, la experiencia imperial, la propaganda que la acompañó (misión universalista de la monarquía en defensa de la fe, lucha contra el turco, lucha contra las herejías protestante e inglesa), las victorias militares (Pavía, Mülhberg, Lepanto, San Quintín), la popularidad de algunas de las campañas militares —por ejemplo, la empresa de la Armada Invencible contra Inglaterra—, la reputación de los tercios, la adquisición de Portugal en 1580, la misma proyección universal de la monarquía con las Indias y Filipinas, generaron un intenso sentimiento de identidad propia, de orgullo y arrogancia colectivos. Por otro lado, la paz resultó en Flandes fallida: la tregua de doce años que España suscribió en 1609 supuso, en la realidad, el reconocimiento de la soberanía de la nación holandesa, un país próspero y dinámico (1,3 millones de habitantes en 1600) que irrumpía además como una importante potencia militar, naval y económica.
Lo cierto era que, como les sucedería a otros imperios (Roma, el imperio británico), la monarquía española no podía eludir sus numerosas responsabilidades como garante o árbitro del orden internacional. El cambio se inició con el cese de Lerma en 1618 y la llegada al poder de la facción Zúñiga-Guzmán, y se formalizó de forma irreversible con la muerte de Felipe III en 1621, la entronización de Felipe IV, un joven de solo dieciséis años, y la cesión del gobierno por este a Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares (1587-1645). España iba a asumir de nuevo una política mundial.
Olivares —un hombre ambicioso, enérgico, autoritario, recto pero vano, y a su manera culto— llegó al poder con un verdadero proyecto político: el reforzamiento y renovación de la monarquía, desde la revalorización de la figura del propio monarca como fundamento del resurgimiento de España, con la convicción, además, de que ello exigía la reconquista de Holanda y la intervención decidida en la guerra de Europa (la clave de lo cual, desde la óptica de los nuevos gobernantes españoles y ante todo de Zúñiga, era la alianza de las dos ramas de la casa de Austria). Olivares contemplaba así tres proyectos: la unificación progresiva del gobierno, creando, como ya había intentado Lerma, un sistema de juntas o comisiones de gobierno que agilizasen la exasperante lentitud con que operaban los distintos consejos de la monarquía; el reforzamiento de la unidad e integración de los reinos peninsulares; la redistribución de los gastos militares, con aportación de los reinos no-castellanos, como contemplaba su propuesta de una unión de armas de 1626, un proyecto para crear un ejército de 140.000 hombres, facilitado y financiado por todos los reinos, y no solo por Castilla.
Olivares, insistiría su gran biógrafo el historiador John H. Elliott, identificó correctamente los principales males de la monarquía hispánica y propuso reformas pertinentes, plausibles y oportunas, de las que partirían además —aunque no lo dijeran— casi todos los proyectos reformistas posteriores. La estructura fragmentada de la monarquía hispánica, por ejemplo, resultaba totalmente inadecuada a las necesidades y exigencias —militares, financieras— de la política y de las responsabilidades internacionales. La nueva política mundial, sin embargo, fue un colosal fracaso: cuando cayó Olivares en 1643, España había dejado de ser la potencia hegemónica en el mundo.