EL gran problema de la monarquía que Felipe II no supo resolver fue Flandes, esto es, la rebelión a partir de 1566 de los Países Bajos, las prósperas provincias del antiguo ducado de Borgoña, con el tiempo —ya lo iremos viendo— la «ruina de España», la causa del agotamiento militar del país y de la pérdida de la hegemonía internacional que España había ejercido desde el reinado de Carlos V.
Provocado por el malestar de la nobleza local, provincias y ciudades (tanto católicas como protestantes) contra el creciente absolutismo del poder central y por la extensión del calvinismo entre las provincias del norte de la región, Flandes fue un problema de gran complejidad, una guerra «nacional» de las provincias calvinistas holandesas, no una mera rebelión contra la autoridad —que desde 1556 ejerció como regente Margarita de Parma, la hermana del rey— como pensaron Felipe II y sus asesores, ni un nuevo brote de la herejía protestante; una guerra en la que los españoles, en todo caso, vieron más un desafío al prestigio y reputación de su hegemonía que una guerra de religión.
España no acertó, en efecto, en Flandes. Las opciones fueron evidentes. España pudo haber seguido una política distinta a la política de guerra por la que optó inicialmente; por ejemplo, con medidas de conciliación y negociación. Las armas pudieron haberle sido favorables. Ciertamente, al producirse los primeros brotes de la sublevación antiespañola, España respondió con una durísima política de represión, que ejecutó el duque de Alba, nuevo gobernador de Flandes entre 1567 y 1573. Represión durísima, en efecto —más de mil personas ejecutadas en ese tiempo, entre ellas algunos de los líderes de la sublevación, como Egmont y Hoorn— pero que prácticamente acabó con la insurrección (pues Alba, un hombre leal, rudo y enérgico, fue un gran militar), limitada en 1573 a tan solo dos provincias del norte, Zelanda y Holanda. Esa pudo ser la ocasión para una visita de pacificación y perdón de Felipe II, posibilidad que el propio rey consideró seriamente, pero que, sin embargo, no se produjo.
Hechos como el saqueo de Amberes en noviembre de 1576 por tropas españolas amotinadas, en protesta por sus condiciones y paga (ocho mil casas quemadas, entre mil y siete mil muertos según las estimaciones) hicieron muy difícil la paz; pero en los años 1573-1585 la política española —dirigida sucesivamente por Luis Requeséns, don Juan de Austria y Alejandro Farnesio— combinó, con indudable éxito, demostraciones de fuerza y operaciones militares con gestos de atracción y conciliación. Para 1588, se habían recobrado los Países Bajos del sur y estaba al alcance la posibilidad de retomar las provincias de norte.
España cometió graves errores. Felipe II ordenó, primero, que las tropas de Flandes se incorporasen al ataque contra Inglaterra que venía preparándose desde 1583 y que se produjo finalmente en 1588 (porque la Inglaterra de Isabel I, país protestante con sus propias ambiciones hegemónicas, amenazaba las comunicaciones marítimas entre España y Flandes y los envíos de plata de las Indias a España, todo ello de inmenso valor estratégico para el esfuerzo militar español). Ordenó luego, por tres veces, que el ejército, al mando del general Farnesio, duque de Parma, interviniese en Francia en las guerras de religión. Errores gravísimos por múltiples motivos. El intento de invasión de Inglaterra en 1588, con el envío de la Armada Invencible —130 barcos, 22.000 hombres, 2500 piezas de artillería— fue un fracaso; el repliegue de las tropas de Farnesio en Flandes permitió que, entre 1588 y 1598, la sublevación holandesa se consolidase y extendiese decisivamente. La derrota de la Armada, además, dañó sensiblemente el prestigio de España. Inglaterra respondió con una guerra de acciones piráticas contra los barcos españoles en el Atlántico, desplazó una pequeña fuerza expedicionaria en apoyo de la revuelta de Flandes, y en 1596 atacó con éxito Cádiz.
La derrota de la Armada puso fin al formidable despliegue imperial español iniciado en torno a 1580. Felipe II había logrado grandes triunfos: la plena dominación de las Indias y Filipinas, la supremacía en Italia, la anexión de Portugal, el control del Mediterráneo occidental y central. Murió en septiembre de 1598, con la hacienda en bancarrota (el precio del imperio) y en pleno naufragio de su política de guerra total en todos los frentes. En mayo, firmó la paz de Vervins con Francia, que con el apoyo de Inglaterra y de los Países Bajos calvinistas le había declarado la guerra tres años antes por el intervencionismo español en las guerras francesas de religión, y cedió la gobernación de los Países Bajos católicos a su hija Isabel Clara Eugenia y a su marido el archiduque Alberto. Los otros Países Bajos, las Provincias Unidas, las siete provincias calvinistas lideradas por Holanda, eran ya a todos los efectos un estado soberano, para unos desde 1579 (unión de Utrecht), para otros desde que en 1581 los estados generales de aquellas habían negado la soberanía española.