LA HEGEMONÍA ESPAÑOLA

ENTRE 1556 y 1598, los años del reinado de Felipe II, España se reafirmó, aunque perdiese la titularidad imperial y los territorios austriacos y alemanes que Carlos V cedió a su hermano Fernando I, como el mayor poder político y militar europeo y como un imperio universal, que abarcaba la península Ibérica, incluido Portugal, unida a España por Felipe II en 1580 por derechos sucesorios, los Países Bajos, el Franco Condado, gran parte de Italia (Milán, Cerdeña, Nápoles y Sicilia), las Indias y Filipinas, colonizadas desde 1565.

Nacido en Valladolid en 1527, con una excelente educación y temprano conocimiento del gobierno —regente de España durante las ausencias de Carlos V de la península, rey de Nápoles y duque de Milán en 1554 y duque de Borgoña en 1555—, buen conocedor de Italia, Países Bajos y Alemania por sus viajes, Felipe II fue ya, a diferencia de su padre, un príncipe y un rey español. Marcado en vida y ante la historia por algunos de los escándalos, reales o ficticios, sobre los que iría construyéndose la propaganda antiespañola —la prisión de su hijo don Carlos, la ejecución de los líderes de la revuelta de Flandes (Egmont, Hoorn), la destrucción de Amberes en 1576, la denuncia ante la Inquisición de su propio secretario Antonio Pérez—, Felipe II, religioso, sereno, taciturno, solitario, fue una personalidad contenida y distante, un hombre refinado y sensible a la pintura, a la arquitectura, a la música y a las ciencias, y un rey profundamente desconfiado, obsesivamente minucioso en el trabajo y profundamente imbuido del sentido de su autoridad, del deber y de sus responsabilidades.

A esto último respondió, por ejemplo, la exclusión del enfermizo y psicótico príncipe don Carlos, hijo de su primer matrimonio, de la sucesión al trono, una trágica historia que, contrariamente a lo que diría la leyenda antifelipista, le provocó un intenso sufrimiento. Sus mismos matrimonios fueron mera razón de estado, aunque el tercero de ellos resultara un acontecimiento feliz: casó, así, con María Manuela de Portugal en 1543 de cara a una posible unión con este país; con María Tudor en 1554 para garantizarse la neutralidad de Inglaterra; con Isabel de Valois en 1560 para cimentar la paz con Francia lograda el año anterior por el tratado de Cateau-Cambrésis; y con Ana de Austria en 1570 para reforzar la unión de los Habsburgo y dar un heredero al trono.

Felipe II reforzó el poder absoluto de la monarquía y, mediante el recurso a disposiciones y órdenes escritas, la propia maquinaria burocrática del gobierno y su funcionamiento. Con la creación de los consejos de Italia, Portugal y Flandes completó el sistema sobre el que se apoyaba la monarquía. Fijó la corte en Madrid —en el Alcázar Real, que redecoró y al que añadió el Campo del Moro y lo que luego sería la plaza de Oriente— y construyó El Escorial (1563-1584), obra de Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, como mausoleo real y monasterio, pero también como símbolo del poder y grandeza de la monarquía. Defensa del catolicismo, conservación de los reinos, gestión eficaz del gobierno, castigo de la rebelión y aplicación estricta de la justicia real configuraron los principios y valores últimos sobre los que se apoyó su labor personal como titular de la corona. El hecho fue que, ante la formidable expansión del protestantismo en la década de 1550 (causa del fracaso final de Carlos V); ante la amenaza creciente de Turquía en el Mediterráneo, y tras el cambio doctrinal a favor de la contrarreforma católica que supuso el concilio de Trento (1545-1563), Felipe II puso la monarquía hispánica al servicio de la unidad y defensa del catolicismo, con una idea sin duda providencialista de sus responsabilidades (y las de sus reinos) ante Dios y ante la historia.

Felipe II, que en su reinado usó distintos equipos y hombres de gobierno, asumió la corona española justamente cuando se descubrían (1555) pequeños focos protestantes en Valladolid y Sevilla, erradicados de forma implacable por la Inquisición, que ordenó la ejecución de unas sesenta personas. En 1557, el propio arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza, con el que Felipe II había viajado en su día a Inglaterra, fue acusado y procesado por erasmista; un proceso, que se prolongó durante diecisiete años, incomodísimo para el nuevo rey. La afirmación del principio de la autoridad del rey y la creciente castellanización de la monarquía hispánica fueron evidentes. En 1568, se produjo el levantamiento de los moriscos de Granada —la minoría musulmana nominalmente convertida al catolicismo— contra las medidas que les prohibían el uso de su lengua y sus formas de vida. La guerra contra ellos, conducida por don Juan de Austria y alentada por el temor a una posible complicidad de Turquía en la rebelión, duró dos años; unos cincuenta mil moriscos fueron deportados por la fuerza a otras regiones del reino. En 1591, estallaron las «alteraciones de Aragón», una importante crisis constitucional desencadenada por la decisión de Felipe II de nombrar un virrey no aragonés, y por el «caso» Antonio Pérez, el ex-secretario del rey, detenido en 1579 y huido a Aragón en 1590 por el asesinato de Escobedo, secretario de don Juan de Austria (hermanastro del rey, brillante militar y personalidad de gran prestigio), en realidad un grave conflicto de competencias entre el Justicia de Aragón y la Inquisición de Zaragoza —a la que Felipe II ordenó que juzgara a Pérez por herejía, lo que violaba la soberanía judicial aragonesa—, que derivó en graves alteraciones de orden público y que se zanjó con la intervención del ejército real y la ejecución del Justicia, Juan de Lanuza.

Sinceramente religioso e incluso intransigente en materia de religión, Felipe II no fue, sin embargo, un iluminado y ni siquiera un ultracatólico. Sus relaciones con los papas —derivadas de diferencias evidentes en torno a la política internacional— no fueron buenas (como no lo habían sido con Carlos V). Pablo IV, un papa napolitano y francófilo que literalmente odiaba a España, fue el principal inspirador en 1552 de la última guerra de Italia entre Francia y España (1552-1559), la guerra, uno de cuyos objetivos era la expulsión de los españoles de Nápoles, que ocupó los primeros años del nuevo reinado, y en la que Felipe II, invadiendo Francia desde Flandes, logró la para él estimadísima victoria de San Quintín (1557). Gregorio XIII (1572-1585) censuró con acritud la política de coexistencia con los turcos en el Mediterráneo que se siguió tras la victoria de Lepanto en 1571 y no apoyó en 1580 las aspiraciones al trono de Portugal del rey español. Sixto V (1585-1590) criticó la intervención española en las guerras de religión de Francia y exigió que España diera prioridad a la guerra contra la Inglaterra protestante; Felipe II resintió profundamente, a su vez, la política del papa en Francia y su negativa a contribuir financieramente, pese a sus exhortaciones, a la empresa de la Armada Invencible (1588) contra Inglaterra. Clemente VIII, contra los deseos de España, reconoció en 1595 como nuevo rey de Francia a Enrique IV, previamente cabeza de los hugonotes (protestantes) franceses y convertido al catolicismo solo en 1593.

La política de Felipe II fue en realidad una amalgama más o menos coherente de ideas religiosas, razones de estado y necesidades políticas y militares, donde la defensa del catolicismo coexistió con otros objetivos igualmente irrenunciables: la conservación de los reinos y territorios heredados y el mantenimiento del prestigio internacional, de la «reputación», de la monarquía española. El que terminaría por ser el mayor problema de Felipe II, y de reinados posteriores, Flandes, la rebelión a partir de 1567 de varias provincias de los Países Bajos contra el poder español, fue un problema político y económico más que un problema religioso. Lo que contó decisivamente desde la perspectiva española fue que la monarquía hispánica vio amenazadas en Flandes su reputación y su seguridad, y que temió la repercusión negativa que la pérdida de la región, de excepcional valor estratégico, pudiera tener de cara a la conservación del resto de los dominios.

Nunca hubo un ideal de misión universal de Castilla. España no se desangró, como diría la visión católica del país desde Menéndez Pelayo, ni en aras de ideales religiosos —lucha contra la herejía en Europa y contra «el turco», esto es, el islam, en el Mediterráneo, e ideal evangelizador en América— o, como dijera Vicens Vives, al servicio del «ideal hispánico» castellano. La política imperial española no fue un proyecto unívoco y siempre idéntico. Respondió en parte, sobre todo bajo Felipe II, como se ha visto, a motivaciones y consideraciones religiosas. Pero las razones últimas de la política imperial fueron —hay que repetir— siempre otras: las necesidades territoriales y militares derivadas de la defensa de la hegemonía de la casa de Austria como clave del equilibrio internacional.

Los escenarios, las estrategias, los objetivos, que enmarcaron y presidieron las políticas respectivas de Carlos V y Felipe II fueron distintos. Con Felipe II, Alemania e Italia, las dos grandes cuestiones para Carlos V, dejaron de ser problema. Alemania porque, separadas dignidad imperial y monarquía española, quedó bajo la responsabilidad de la rama austriaca de los Habsburgo; Italia, porque el tratado de Cateau-Cambrésis (3 de abril de 1559), que puso fin a la guerra franco-española de 1552-1559, estableció la supremacía española en la península italiana. Las consecuencias se vieron muy pronto. De Italia y Alemania, y aun del Mediterráneo, una vez estabilizado este tras Lepanto (1571), el interés español se desplazó a Flandes y al Atlántico. De la neutralidad con Portugal, obsesión de Carlos V, se pasó a su anexión. De la paz con Inglaterra —otra gran preocupación de Carlos V—, se derivó a la guerra contra ella.

La política exterior de Felipe II tuvo en realidad dos etapas. La primera de ellas, la de los años 1555-1579, se definió por paz con Francia, neutralidad respecto a Inglaterra y atención preferente en el Mediterráneo al problema turco, un problema no resuelto por Carlos V pese a sus operaciones sobre Túnez y Argel. La paz con Francia se logró, como se ha dicho más arriba, en 1559: Francia reconoció a España el dominio de Sicilia, Cerdeña, Nápoles y Milán, y de varias fortalezas en la costa de Toscana. La neutralidad de Inglaterra quedó garantizada mediante el matrimonio en 1554 de Felipe II y la reina María Tudor, María I (1553-1558), católica e hija de Catalina de Aragón y Enrique VIII (si bien el matrimonio fue un desastre, y el reinado de María I —restauración del catolicismo, durísima represión del protestantismo— una catástrofe: Inglaterra perdería Calais, su última posesión en Francia, tras implicarse al lado de España en la última fase de la guerra franco-española del 52-59). La estabilidad en el Mediterráneo, amenazada por el creciente poderío turco puesto de relieve sobre todo por la conquista de Chipre en 1571 y por los continuos ataques de piratas berberiscos desde las costas norteafricanas, obligó a una intervención a gran escala que se concretó en 1571 tras la unión de España, el papa y Venecia en una Santa Liga: las escuadras española y veneciana, unos trescientos navíos y cerca de ochenta mil hombres bajo el mando de don Juan de Austria, destruyeron en Lepanto el 7 de octubre de 1571 la flota turca, una victoria memorable y de gran efecto propagandístico —los turcos perdieron unos doscientos barcos y treinta mil hombres—, «la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros» según Cervantes, pero que terminó por ser una victoria no decisiva pues España, Venecia y el imperio otomano llegaron tras Lepanto a una especie de equilibrio o coexistencia armada en la región.

La segunda etapa, la de los años 1579-1598, en la que el interés estratégico español se desplazó decididamente al Atlántico y al mar del Norte, vio un verdadero despliegue imperialista de los españoles: guerra en Flandes, intervención militar en las guerras francesas de religión (1562-1598) en apoyo de la liga católica y contra los hugonotes (protestantes), incorporación o «agregación» de Portugal —que no fue una anexión de «terciopelo»: requirió el envío de un fuerte cuerpo de ejército, que mandó el duque de Alba, contexto en que se desarrolla El alcalde de Zalamea, la obra de Calderón—; hostilidad creciente y guerra abierta desde 1584 con Inglaterra —un reino reunificado, fortalecido y reafirmado en su identidad protestante anglicana desde 1558 por Isabel I—, resultado en última instancia de la creciente rivalidad naval y comercial entre ambos países en el Atlántico y de sus posiciones enfrentadas en el conflicto de Flandes.