COLÓN descubrió (12 de octubre de 1492) las Bahamas, Cuba y Santo Domingo (La Española) en su primer viaje hacia las Indias por el Atlántico; Guadalupe, Puerto Rico y Jamaica, en el segundo (1493); la costa venezolana en 1498, y las costas de América central, de Honduras a Panamá, en su cuarto y último viaje, en 1502-1504. En 1494, España y Portugal fijaron por el tratado de Tordesillas la línea de demarcación de sus respectivas posesiones en ultramar, de acuerdo con la resolución dictada por el papa Alejandro VI en 1493. Con La Española, y enseguida Cuba, como primeros enclaves estables en América, los españoles fueron descubriendo y conquistando entre 1500 y 1520 todas las Antillas y las costas del Caribe. Atravesando el istmo de Panamá, Balboa descubrió el Pacífico en 1513. Magallanes halló en 1520 el paso entre los dos océanos, Atlántico y Pacífico, por el extremo sur de América (expedición, mandada al final por Elcano, que de hecho completó la circunnavegación del mundo). Hernán Cortés (1485-1547) conquistó México entre 1519 y 1522, y Pizarro (c. 1475-1541), Perú entre 1533 y 1535, bases a su vez de posteriores conquistas por América central (Guatemala, El Salvador, Yucatán,…), por los territorios de lo que serían Ecuador (Quito), Colombia (Bogotá, Cartagena), Venezuela y el alto Perú (futura Bolivia) y por el sur, Chile. Expediciones procedentes desde España iniciaron hacia 1535-1540, tras crear primero Buenos Aires y Asunción, la penetración hacia el interior de la futura Argentina y Paraguay hasta las fronteras con Chile y Perú-Bolivia.
MAPA 1. El descubrimiento de América.
El imperio conquistado —por unos diez mil hombres y en un tiempo además muy corto, cuarenta años—, era gigantesco: unos dos millones de kilómetros cuadrados, unos cincuenta millones de población indígena. Su incorporación a la corona de Castilla hizo, efectivamente, de la monarquía hispánica —por repetir palabras anteriores— el primer imperio verdaderamente universal en la historia. El descubrimiento no fue casual: vino incentivado por la rivalidad comercial castellano-portuguesa, y posibilitado por la experiencia en instrumentos y técnicas de navegación adquirida a lo largo del siglo XV por navegantes portugueses, sevillanos, mallorquines, genoveses como el propio Colón, venecianos, vascos y cántabros.
Pero el descubrimiento y la conquista tuvieron inicialmente, sin embargo, mucho de azaroso y accidental. El proyecto de Colón era, sencillamente, hallar la ruta occidental por el Atlántico hacia Asia, para establecer allí factorías costeras para el comercio. Murió sin tener conciencia de haber descubierto un nuevo mundo, como en cambio percibió pronto Amerigo Vespucci, navegante florentino que al servicio de españoles y portugueses había explorado las costas de Venezuela y Brasil en los años 1499-1503 y en cuyo honor el cartógrafo alemán Waldseemüller designaría en 1507 aquellos territorios como América. Con todo, Europa tardó en general en comprender la trascendencia del descubrimiento. Ni los Reyes Católicos ni el propio Carlos V parecieron apreciar el valor real y simbólico que podrían tener los nuevos territorios: las Indias solo adquirieron importancia decisiva para la monarquía hispana a partir de la segunda mitad del siglo XVI, desde la década de 1560.
Los conquistadores —en general, segundones e hidalgos de la pequeña nobleza rural y de familias pobres, con fuerte presencia de extremeños y andaluces— actuaron movidos por deseos de riqueza, honor y fama. La conquista fue, en efecto, una épica de audacia, codicia y violencia. Conllevó, paralelamente, la destrucción de las poblaciones y de las culturas indígenas precolombinas, una catástrofe de proporciones dramáticas, denunciada ya en 1511 en La Española por Fray Antonio de Montesinos y por De Las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), que obligó a teólogos y eclesiásticos a pensar sobre los muchos problemas morales que planteaba la conquista, y a la corona a introducir legislación protectora de los indios. Guerras, epidemias (viruela, sarampión, tifus, gripe…) y trabajos forzados —encomiendas, mita— provocaron la muerte de decenas de millones de indígenas. En 1550 podía haber en la América española unos cincuenta millones de indios; en 1820, solo nueve millones.
El colapso y destrucción del mundo indígena, un mundo muy diverso donde, junto a tribus seminómadas y atrasadas, había civilizaciones avanzadas (azteca, inca, maya) con grandes ciudades, una sorprendente arquitectura en piedra, religión, ritos, mundos míticos, cultura y arte de extraordinaria riqueza y complejidad, fueron paralelos, si no necesarios, a la construcción del nuevo orden colonial. Los españoles, unos trescientos mil entre 1500 y 1650, llevaron a América el español, la religión y la moral social cristianas —la evangelización de los indios, acometida desde 1523 por franciscanos, dominicos y agustinos y luego por los jesuitas, fue instrumento esencial de la conquista, y en buena medida su justificación—, la ganadería y la agricultura extensivas, la explotación sistemática de las minas, comercio —controlado por la casa de contratación de Sevilla—, moneda y sistemas financieros europeos, ciudades (San Juan de Puerto Rico; La Habana, 1515; Veracruz, Cartagena de Indias, 1533; Quito; Lima, 1535; Buenos Aires, 1536; Santiago de Chile, 1541; San Agustín en Florida, 1565,…), puertos, un nuevo urbanismo, una nueva arquitectura (conventos, ermitas, catedrales, fortalezas, hospicios, palacios, colegios, casas señoriales…), la imprenta, libros, teatro, universidades (México, 1551; Lima, 1553).
Empresa privada bajo control de la corona, la conquista creó un nuevo orden institucional, según el modelo de poder de la corona de Castilla y dependiente del consejo de Indias (1524): virreinatos (Nueva España, 1535; Perú, 1543), audiencias, gobernadores, alcaldes, corregidores, cabildos. Ello permitió, a su vez, la cristalización de un nuevo orden social, las nuevas, y muy diversas entre sí, sociedades virreinales de hacendados y latifundistas, obispos, frailes y monjas, comerciantes, oficiales y funcionarios reales, artesanos, indios (excluidos y menospreciados, pero no desaparecidos) y esclavos, con tres realidades sociales excepcionales derivadas del colapso de la población indígena y de la escasa inmigración española: el crecimiento de la población blanca americana de origen español (los criollos), la extensión del mestizaje y la importación abundante de esclavos negros de África, que comenzó ya en el siglo XVI. De los casi veintitrés millones de habitantes que podía tener la América española hacia 1820, esto es, cuando terminaba el dominio español, el 19 por 100 eran blancos, casi el 40 por 100 indios, el 27 por 100 mestizos y mulatos, y un 18 por 100 negros.
Desde la segunda mitad del XVI, con Felipe II, que además incorporó a la corona de España las Filipinas, junto con Portugal y sus posesiones, el imperio español fue, pues, un verdadero imperio atlántico, no solo europeo como hasta entonces.
Las Indias importaron por dos razones: por la dependencia de los envíos de plata americana (cuyos grandes centros de producción fueron Zacatecas en México y Potosí en Perú) —aunque fuesen más importantes las rentas de Castilla e Italia— y por el valor que la economía atlántica, con eje en Sevilla, tenía para algunos sectores de la economía española. Inglaterra y Francia creyeron que las minas y el comercio americanos eran el fundamento del poder español en Europa y en el mundo: los ataques e incursiones de corsarios ingleses y franceses, y luego holandeses, contra las posesiones españolas en América y contra los barcos que hacían la «carrera de Indias», el tráfico entre Sevilla y los puertos americanos, comenzaron entonces, en las últimas décadas del XVI.
Las Indias reforzaron, ciertamente, la hegemonía de la monarquía hispánica. Las nuevas sociedades creadas en América funcionarían, sin embargo, y por razones geográficas obvias, con gran autonomía, y pronto, ya en el siglo XVII, tendrían identidad propia y distinta, en razón también de su origen y de su singular estructura y composición racial y demográfica (base de un complejo sistema de estatus y poder social). El auge de los criollos —que desde 1600 superaron en número a los españoles y que aparecieron progresivamente en la administración, el poder judicial y municipal y al frente del comercio colonial— resultó el hecho sociopolítico determinante de la historia americana entre 1600 y 1750. El extraordinario desarrollo que en ese tiempo precisamente tuvo la arquitectura barroca en América —una arquitectura con numerosas variantes locales y de sorprendente originalidad y belleza—, fue la expresión del profundo cambio cultural que se había operado desde la conquista: la afirmación, si se quiere, de una cultura propia y distinta. El número de edificios, sobre todo religiosos, de traza audaz y desbordante fantasía creativa, construidos en los siglos XVII y XVIII fue extraordinario, muchos de ellos genuinas obras maestras: la iglesia parroquial de Santa Prisca en Tasco, el santuario de Ocotlán, San Francisco de Acatepec, el colegio de los jesuitas de Tepotzotlán, el sagrario de la catedral de México (y el retablo de los Reyes de esta), la catedral de Zacatecas, la capilla del Pocito en Guadalupe, todo ello en Nueva España, México; la iglesia de la Compañía en Quito, los conventos de San Francisco y San Agustín en Lima, muchas casas limeñas (y también, en Puebla, México), la catedral de Cajamarca, distintas iglesias en Potosí y La Paz (Bolivia), el barroco cuzqueño (la catedral, la iglesia de la Compañía), en el virreinato de Perú; la catedral de Antigua y el santuario de Esquipulas en Guatemala. En el XVII, aparecieron ya en México excelentes escritores: sor Juana Inés de la Cruz, Ruiz de Alarcón, Carlos Sigüenza y Góngora, o el historiador indio Fernando de Alba Ixtlilxóchitl.
MAPA 3. El imperio español en la época de Felipe II.