CARLOS V Y LA ESPAÑA IMPERIAL

PARADÓJICAMENTE, el nacimiento del imperio español fue casi un accidente: sin la locura de doña Juana y las muertes de Felipe el Hermoso y del príncipe Juan (el hijo de Fernando el Católico y de su segunda esposa, Germana de Foix), Carlos V, Carlos I de España, no habría heredado la corona de Castilla y Aragón. Pero lo hizo, y logró además la elección imperial (28 de junio de 1519) merced a la corrupción y los sobornos: usó cantidades enormes de dinero, prestadas por el banquero de Augsburgo Jacobo Fugger, para pagar a los príncipes alemanes que debían designar al nuevo emperador.

En 1519, no había idea imperial española. La designación por el nuevo rey de consejeros flamencos para altos cargos y la misma elección imperial, que hacía presumir el absentismo del rey y un considerable aumento de los gastos de la corona, fueron mal recibidos, especialmente en Castilla. La rebelión de los comuneros, que se extendió por varias ciudades castellanas (Toledo, Salamanca, Segovia, Valladolid, Tordesillas, Ávila…) entre mayo de 1520 y abril de 1521 —hasta la derrota de los comuneros en Villalar—, tuvo mucho de reacción castellana (en términos sociales: hidalgos, mercaderes, letrados, clérigos, artesanos) en defensa del tipo de monarquía creada por los Reyes Católicos y Cisneros: monarquía fuerte apoyada en las ciudades a través de la representación en cortes, reserva de cargos públicos para los castellanos, rechazo del gobierno por extranjeros y de la política imperial.

Con todo, España, y principalmente Castilla y las elites peninsulares —alta nobleza, patriciado urbano, letrados, funcionarios, eclesiásticos—, pronto incorporadas a la gobernación de los distintos reinos y territorios imperiales, asumieron durante casi doscientos años el peso principal de la política imperial, una empresa excepcional (dominación española, defensa de la Europa católica y evangelización de América), que no fue, sin embargo —conviene advertir ya—, ni el despliegue de una visión idealista, moral y religiosa, la manifestación de un destino, ni un proyecto unívoco y siempre idéntico. Dentro de su relativa continuidad, la política imperial no tuvo evolución lineal; sus objetivos y prioridades cambiaron con el tiempo, y conoció por ello fases y escenarios muy diferentes.

Carlos V fue ante todo un borgoñón: su lengua materna fue el francés y solía referirse a Borgoña como su patria. Aunque con el tiempo se hispanizó, actuó ante todo por la voluntad de conservar y extender la supremacía de su dinastía, los Habsburgo. Su «idea imperial», esbozada por su primer canciller, el piamontés Gattinara, y por él mismo en alguno de sus más resonantes discursos —la idea de una cristiandad unida bajo una monarquía universal por él encabezada— tuvo mucho (no todo) de cobertura propagandística de lo que no eran —hay que insistir— sino ambiciones dinásticas (la doble herencia borgoñona y habsburgo) y territoriales (Italia).

Carlos V pudo querer dar prioridad, en principio, a esa unión política y espiritual de la cristiandad y a la contención del avance de los turcos en el Mediterráneo y en el Danubio (Hungría, los Balcanes), a lo que respondieron, por ejemplo, la ocupación de Túnez en 1535 y la operación sobre Argel de 1541. Su política derivó de inmediato, sin embargo, en nuevas guerras en Italia contra Francia, la Francia de Francisco I —guerras que prolongaban por tanto las libradas previamente por Fernando el Católico—, y en un conflicto de soberanía en Alemania entre el poder imperial y el poder de los principados y estados alemanes.

El conflicto alemán se ideologizó. Muchos estados alemanes habían abrazado la reforma luterana (1517-1520) y hecho de ella una verdadera religión «nacional». En cierta medida, pues, el conflicto desembocó en una confrontación espiritual, además de política, entre el poder imperial y la herejía protestante. Significativamente, Carlos V vio a los protestantes alemanes más como rebeldes a la autoridad imperial que como herejes, no quiso condenas teológicas contra ellos y, ante su desafío, vaciló siempre entre la política de guerra y la de conciliación, incluso después de que en 1541 los principales estados y ciudades protestantes formasen la liga de Esmalcalda, una organización militar para defender el protestantismo: el emperador solo optó por la guerra a partir de 1544-1545.

Las guerras con Francia (entre 1521 y 1559) respondieron a razones exclusivamente dinásticas y territoriales. El objetivo esencial de las guerras de Italia (de 1521 a 1538) fue la posesión de Milán, aunque su razón última fuera, probablemente, la necesidad de Francia de impedir su cercamiento por los territorios y dominios de Carlos V, que se extendían por los Países Bajos, la península Ibérica, Alemania e Italia. La diplomacia y la política de alianzas de las partes enfrentadas no respondieron, en cualquier caso, a valoraciones religiosas o ideológicas. Carlos V buscó en todo momento la neutralidad de Portugal (de ahí su matrimonio, en 1526, con Isabel de Portugal) y la paz con Inglaterra, pese a tratarse de un país no católico y «herético» desde que en 1534 abrazara la reforma anglicana. Francia articuló complejas alianzas. En la guerra de 1526-1529, formó con el papa Clemente VII y Venecia la liga de Cognac. El emperador de la cristiandad tuvo, pues, que enfrentarse a una coalición de estados católicos encabezada por el propio papa (que, como sus aliados, creyó ver sus estados temporales amenazados por el imperio carolino): las tropas de Carlos V saquearon brutalmente la misma Roma, el 6 de mayo de 1527, un hecho que conmocionó al mundo cristiano, y que la propaganda imperial quiso justificar —consciente de lo que el saqueo suponía— en razón de la corrupción y vicios de la iglesia y en defensa de un nuevo cristianismo basado en la fe y en una iglesia despojada de sus bienes y poderes temporales.

En la guerra de 1542-1544, Francisco I —que atacó en Luxemburgo, Brabante, Rosellón y Navarra— buscó la alianza del propio imperio otomano (además de las de Dinamarca y Suecia). En 1552, Francia, ahora bajo Enrique II, apoyó financieramente a los protestantes alemanes a cambio de ocupar las importantes ciudades episcopales de Metz, Toul y Verdún. Apoyo decisivo: ante el reforzamiento de los protestantes, Carlos V —que les había vencido antes, en 1547, pero no decisivamente, en la batalla de Mühlberg— optó por negociar con ellos la paz y renunciar así a la unificación política y religiosa de Alemania (paz de Augsburgo, de 25 de septiembre de 1555), renuncia que suponía el fin de la unidad de la cristiandad y el fracaso, por tanto, de la «idea imperial» del emperador. Ello determinó su sorprendente abdicación (1556) y su decisión de retirarse a Yuste, en el interior de España, donde moriría en septiembre de 1558.

Tras la rebelión de los comuneros y la revuelta de las germanías valencianas —una explosión de descontento social, en 1519, de los artesanos y menestrales urbanos contra la nobleza—, Carlos V no tuvo graves problemas en la Península. La estabilidad interna de la monarquía hispánica a lo largo de los siglos XVI y XVII fue incuestionablemente superior a la de Francia o Inglaterra, las otras dos grandes «naciones» modernas. Aunque no fijó capital ni creó una corte estable —pasó veintiocho años en Borgoña y dieciocho en España, en siete periodos distintos—, Carlos V reemplazó el sistema de los Reyes Católicos por un régimen nuevo basado en el rey, los secretarios reales, los Consejos (creó el consejo de Estado en 1521 y el consejo de Guerra en 1522, que se añadieron a los cuatro preexistentes: Inquisición, Cruzada, Castilla, Aragón) y virreyes, gobernadores y capitanes generales como clave del poder territorial. Carlos V engrandeció y solemnizó los instrumentos de representación oficial (presencia del águila imperial en edificios y lugares públicos) e introdujo el complicado ceremonial borgoñón de corte, como forma de magnificar el poder monárquico: España avanzó decididamente hacia el estado absoluto.