LA proclamación en 1516 como rey de Castilla y Aragón de Carlos V (1500-1558), hijo de Felipe el Hermoso y Juana la Loca, nieto por un lado de Maximiliano I de Austria y por otro de los Reyes Católicos, cambió para siempre la historia española.
Carlos, nacido en Gante, era desde 1507 duque de Borgoña; en 1519 sería proclamado emperador y titular del sacro imperio romano. A la herencia de los Reyes Católicos, Carlos V incorporó por la herencia borgoñona Flandes, Artois, Brabante, Luxemburgo y el Franco Condado; por la condición imperial, Alemania; por la herencia habsburgo, Austria, Tirol, Estiria y otros territorios próximos. Con la conquista de América, completada entre 1519 y 1535, y luego, ya bajo Felipe II, con las incorporaciones de Filipinas (1564-72) y de Portugal y sus posesiones (1580), la monarquía hispánica se constituyó como el primer imperio verdaderamente universal en la historia. Para bien o para mal, España iba a ejercer desde entonces y hasta la segunda mitad del siglo XVII la hegemonía militar y política de Europa.
España, que con los Reyes Católicos se había asomado al mundo —y que incluía Castilla, Aragón, Navarra, Sicilia, Cerdeña y Nápoles, algunas islas en el océano y enclaves en el norte de África—, se integraría ahora, en palabras de Domínguez Ortiz, en una formidable «constelación» de naciones.