DOS hechos mencionados más arriba —el acceso de Enrique II de Trastámara al trono de Castilla en 1369 (un golpe dinástico, una guerra civil, la muerte del rey legítimo) y la expansión mediterránea de la corona de Aragón— tendrían a corto y medio plazo trascendencia histórica extraordinaria. En efecto, el cambio dinástico en Castilla a favor de los Trastámara y la aparición de Aragón (siglos XII a XV) como primera potencia mediterránea occidental, fueron las verdaderas claves de la formación de España como nación: lo demás es retórica. La política de los Trastámara —intereses dinásticos, enlaces matrimoniales— llevó a la unión peninsular, la unión de Castilla y Aragón en 1479, como consecuencia del matrimonio en 1469 de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón: los Reyes Católicos. Los intereses catalano-aragoneses en el Mediterráneo hicieron que España figurara por primera vez «gloriosamente en el mundo» (como escribió en Bosquejo histórico de la Casa de Austria, 1869, el historiador y político Cánovas del Castillo).
El camino hacia la unión de 1479 fue extraordinariamente complejo. Todos los reinos peninsulares —Castilla, Navarra, Aragón, y dentro de este Cataluña— se vieron sacudidos a lo largo del siglo XV por procesos de crisis dinásticas, guerras civiles, tensiones entre la monarquía y la nobleza, luchas nobiliarias, revueltas sociales, conflictos territoriales y fronterizos, injerencias e intervenciones políticas y militares en los reinos vecinos, guerras de expansión territorial. El orden peninsular quedó literalmente roto hasta los Reyes Católicos. Castilla mismo vivió una situación de permanente crisis política desde el reinado de Juan II (1406-1454): Isabel la Católica solo consolidó su poder tras vencer en la guerra civil que se desencadenó en 1474 por la sucesión de su hermano Enrique IV.
En Navarra, disputas similares —enfrentamientos dinásticos y sucesorios— llevaron también a la guerra civil en los años 1450-1460, entre el rey Juan II de Aragón y Navarra, y su hijo el príncipe de Viana (guerra que se solapó con luchas anteriores ente bandos y facciones nobiliarias, y que implicó paralelamente a Cataluña, Castilla y Francia, en razón de los distintos y complicados derechos dinásticos y matrimoniales de todas las partes: Navarra revirtió entre 1479 y 1512 a la casa de Foix y Albret). La situación fue especialmente grave en Cataluña, una de las peores de su historia: crisis económica desde 1445-1455, revolución social (rebelión contra los señores de los campesinos remensas, los campesinos adscritos forzosamente, por herencia, a tierras ajenas), crisis urbana y comercial y, como en Castilla y Navarra, guerra civil (1462-1472), provocada en este caso por la oposición de los grandes barones, de la jerarquía eclesiástica y de parte de la oligarquía urbana al rey Juan II, apoyado a su vez por el campesinado, y los gremios y clases medias urbanas.
Las circunstancias, el turbulento y caótico contexto del siglo XV, dieron pues sentido —estabilizar un sistema, el peninsular, en crisis— a la acción política, planteamientos y ambiciones de los Trastámara, la dinastía castellana que dirigía Castilla desde 1369 y Aragón desde 1412, hacia alguna forma de unidad monárquica y territorial. Era una idea ya ambicionada en su día por Enrique II e implícita en las iniciativas y objetivos de Fernando I de Antequera, rey de Aragón entre 1412 y 1416, de su hijo Juan II, rey de Aragón y Navarra, como se acaba de indicar, y de su nieto, el futuro Fernando el Católico. En todo caso, la designación de Fernando I de Antequera, nieto de Enrique II, como rey de Aragón en 1412 por el compromiso de Caspe —un pacto político entre representantes de los territorios de Aragón, Valencia y Cataluña— al extinguirse con Martín I la anterior dinastía catalano-aragonesa, fue excepcionalmente importante. Aragón tuvo desde entonces reyes castellanos: Fernando I, sus hijos Alfonso el Magnánimo y Juan II, nacidos en Medina del Campo, y el propio Fernando el Católico, nacido en Aragón pero hijo de Juan II y de Juana Enríquez, hija del almirante de Castilla y natural de Medina de Rioseco.
Los Trastámara aragoneses no renunciaron a Castilla. Los infantes de Aragón, esto es, los hijos de Fernando de Antequera, Enrique y Juan (el futuro Juan II de Aragón y Navarra), pugnaron fuertemente en los años 1420-1450 por la corona de Castilla, donde, como magnates castellanos, seguían reteniendo importantísimos intereses. Ambicionaron además Navarra. Por su matrimonio con Blanca de Navarra, Juan II de Aragón (1458-1479) fue también consorte de Navarra entre 1425 y 1479, una Navarra que se había ido alejando de Francia y basculando hacia Castilla y Aragón desde el siglo XV (precisamente para recuperar el reino navarro, Fernando el Católico se casaría en segundas nupcias, en 1505, tras la muerte de Isabel la Católica, con Germana de Foix, miembro de la casa que reinaba en el reino navarro desde 1479).
Los Trastámara apuntaban, además, a Portugal y Granada. El segundo Trastámara castellano, Juan I (rey entre 1379 y 1390), invadió Portugal en dos ocasiones, ambas sin éxito, en defensa de los que consideraba sus derechos de sucesión derivados de su matrimonio en 1383 con la heredera del trono. Pese a los múltiples contenciosos entre ambos reinos, no resueltos hasta los acuerdos de 1479-1480, los reyes castellanos mantuvieron siempre abierta la posibilidad de unión con Portugal vía enlaces matrimoniales y derechos de sucesión. Los mismos Reyes Católicos casarían a la mayor de sus hijas, Isabel, con Alfonso V, rey portugués. Con respecto a Granada, finalmente, fue también Fernando de Antequera quien, en los años en que fue regente de Castilla (1404-1412), relanzó la guerra —de ahí le vendría su sobrenombre—, que continuarían sus sucesores hasta mediados del XV, y retomarían los Reyes Católicos ya en 1481.
La unión dinástica de 1479 no fue, con todo, un hecho circunstancial o fortuito (al margen del papel que en ella tuvieran los intereses particulares de los Trastámara y especialmente de su rama aragonesa). La religión había sido esencial para la configuración política y social de Castilla-León, Navarra, Portugal y Aragón. La iglesia peninsular mantuvo a lo largo de la Edad Media la memoria de la organización unitaria de que se dotó desde su nacimiento en las épocas romana y visigótica (los concilios de Toledo) y proyectó la visión de la Península como una unidad, parte sustancial de la cristiandad, que era necesario reconquistar frente al «infiel». La religión contribuyó de una parte a reforzar el carácter «divinal» —expresión del siglo XV— de la expansión territorial de los reinos cristianos hacia el sur, detenida, como sabemos, desde mediados del siglo XIII pero relanzada desde principios del XV; y, de otra, a hacer de la fe cristiana el elemento común y definidor de la «esencia» última de la Península (con exclusión, por ello, de judíos y musulmanes).
Aunque vago y abstracto, concepto de España —como ya se dijo— lo hubo en la Edad Media. Se articuló a partir del siglo XIII —también quedó dicho— en obras como la Estoria de España mandada componer por Alfonso X, el Chronicon Mundi del obispo Lucas de Tuy y la Historia Gothica del arzobispo toledano Rodrigo Jiménez de Rada. La idea de una entidad histórica o nación «española» (originada bajo la monarquía visigoda: la tesis «goticista» ya aludida) estaba en las obras de muchos autores castellanos del XV: en la Compendiosa historia hispánica, 1470, de Rodrigo Sancho de Arévalo, en la Crónica abreviada, 1482, de Diego de Valera, en los historiadores oficiales de los Reyes Católicos (Andrés Bernáldez, Alonso de Santa Cruz, Fernando del Pulgar), incluso en autores no castellanos como el cardenal gerundense Joan Margarit, autor de Paralipomenon Hispaniae y el cronista Pere Tomic, el autor de Histories e conquestes dels Reys de Arago e Comtes de Barcelona (1495).
La unión, por último, parecía convenir a los intereses comerciales, ganaderos y marítimos de Castilla, y a las necesidades de defensa y seguridad de Aragón, probablemente incapaz por sí solo —tal como entendió su rey Juan II— de mantener sus posesiones en Italia (Sicilia, Cerdeña) ante la creciente amenaza de Francia. La hegemonía castellana resultó inevitable, por el simple peso demográfico del reino. A fines del siglo XV, Castilla tenía unos 4,5 millones de habitantes, la corona de Aragón, 850.000, Navarra, 120.000.
La unión de 1479 fue, sin duda, una unión puramente dinástica, no una unión nacional. El régimen de los Reyes Católicos respetó las instituciones y organismos propios y distintos de las coronas que lo integraron (Castilla, Aragón y desde 1512, Navarra), y las formas institucionales y administrativas que, a su vez, regían con mayor o menor efectividad en los múltiples territorios y regiones de Castilla y Aragón. Los reyes no adoptaron el título de reyes de España. Se titulaban «rey e reyna de Castilla, de León, de Aragón, de Sicilia, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algecira e de Gibraltar e de Guipúzcoa, conde e condesa de Barcelona, e señores de Vizcaya e de Molina», etc. Isabel la Católica no intervino en cuestiones internas de la corona de Aragón. Canarias, las Indias (América) y el norte de África quedaron reservadas a Castilla; los Pirineos, Italia y el Mediterráneo, a Aragón.
La unión de las dos coronas fue, además, constitucionalmente frágil. Aragón y Castilla volvieron a separarse brevemente a la muerte de Isabel en 1504, cuando la corona de Castilla pasó a la hija de los Reyes Católicos, Juana, y a su esposo Felipe el Hermoso, y Fernando el Católico —que era ya solo rey de Aragón— fue alejado de dicho reino por el entorno de los nuevos reyes. La muerte de Felipe y la locura de Juana permitieron a Fernando el Católico retomar, con el apoyo del cardenal Cisneros, la gobernación de Castilla entre 1507 y 1516. Muerto Fernando en enero de 1516, Aragón y Castilla volvieron a quedar brevemente bajo regencias separadas, hasta que Carlos V llegó a España en septiembre de 1517 como titular de ambas coronas.
Pero la unión de Castilla y Aragón fue también mucho más que una reversible y vulnerable unión personal: iba al menos a cristalizar en numerosas instituciones y proyectos comunes. La guerra de Granada (1471-1492), la conquista de enclaves y posiciones en el norte de África (1497-1511), el primer viaje de Colón y la posible evangelización de las islas y tierras que descubriese —que nadie pudo anticipar que llevaría a la conquista de un imperio en América—, fueron pensadas como empresas de la corona unificada y asumidas conjuntamente por Isabel y Fernando. En las mismas guerras de Italia (1494-1504), las guerras que iban a hacer de la monarquía española una potencia europea y que en principio respondieron a los intereses políticos y económicos de la corona de Aragón, parte importante del cuerpo expedicionario español, mandado por Gonzalo Fernández de Córdoba y dotado ya del tipo de organización militar que luego, desde 1534, se conocería como «tercios», fueron tropas castellanas.
La conquista de Granada, último jalón de la reconquista, una guerra larga, muy costosa, con momentos de gran dureza, pudo responder a distintas causas; pero sin duda la animó la voluntad de los Reyes Católicos de reforzar, mediante la exaltación de la fe, la unidad de la nueva monarquía, a hacer de la fe cristiana el fundamento espiritual (político) de la unidad territorial de los reinos: la guerra fue planteada y entendida como una guerra de religión. Las mismas razones inspiraron la política respecto a las minorías no cristianas: expulsión de los judíos (100.000-150.000), decretada en marzo de 1492 en el clima de exaltación religiosa creado por la toma de Granada; conversión —pacífica, primero; enseguida forzada— de los musulmanes granadinos, política que luego se extendería a los musulmanes de Castilla (1502), Navarra (1516) y Aragón (1526). La Inquisición nació (1478), por solicitud de los Reyes Católicos al papa, para tratar el problema de los conversos y perseguir el judaísmo. Perseguiría pronto otros «delitos»: luteranismo, moriscos, proposiciones heréticas, brujería, delitos sexuales… y aunque el papa fue nominalmente su autoridad suprema, la Inquisición —cuyo inquisidor general y consejo supremo serían nombrados por los Reyes Católicos y sus sucesores— sería casi de inmediato un instrumento de control político de la monarquía, con jurisdicción, además, sobre ambas coronas —así, se implantó en Aragón en 1483—, por encima de los distintos ordenamientos de estas.
Los Reyes Católicos iban a crear, así, un tipo de estado nuevo, el embrión de la monarquía absoluta: como se acaba de decir, impulsaron proyectos en común, quisieron cimentar la unión dinástica sobre la unidad y exaltación de la fe cristiana, e implantaron una jurisdicción religioso-política, la Inquisición, también común. La unión dinástica conllevó la reorganización financiera y política del reino, y la afirmación inequívoca del poder real como clave del estado y como fuente única de soberanía.
La reorganización del reino fue amplia y profunda: creación de la Santa Hermandad (1476-1498) como policía rural, tributaria y judicial; saneamiento de la hacienda (reformas de 1480 y 1495, que aumentaron los ingresos de la hacienda real y redujeron las rentas y exacciones de la nobleza); reforma del consejo real (1480) como órgano supremo de la gobernación de Castilla y de la afirmación de la autoridad de los reyes; reorganización de la administración de justicia, con el reforzamiento de la real chancillería de Valladolid y la creación en 1505 de la chancillería de Granada, como tribunales supremos de justicia; control de villas y ciudades a través de delegados del poder real (corregidores y alcaldes), «despolitización» de la Generalitat catalana y del ayuntamiento de Barcelona mediante la implantación del sistema de «insaculación» o sorteo de cargos; establecimiento del consejo de Aragón (1494), como órgano asesor de los reyes para las cuestiones de esa corona, y nombramiento de lugartenientes o virreyes como representantes suyos en aquellos territorios; control directo de las órdenes militares por la corona (hasta su absorción por esta en 1526). Dicho de otro modo, los Reyes Católicos asumieron la acción de gobierno de sus reinos casi por entero, y la ejercieron directamente con sus colaboradores más cercanos (los cardenales Mendoza y Talavera y luego Cisneros) y los secretarios reales (Hernández de Zafra, López Conchillos), apoyados en una burocracia crecientemente profesionalizada («letrados»).
La eficacia del nuevo estado peninsular —que permitió a los Reyes Católicos liquidar prácticamente el estado de crisis en que los reinos peninsulares vivían desde hacía décadas, restableciendo el orden y la estabilidad interiores— iba a quedar pronto de manifiesto en el ámbito internacional. Con los Reyes Católicos, y concretamente por el genio político de Fernando el Católico, la monarquía española iba a constituirse en un verdadero poder europeo. Como consecuencia de las guerras de Italia con Francia —que comenzaron cuando en 1494 Francia invadió Italia en defensa de sus supuestos derechos al trono de Nápoles, lo que suponía un desafío frontal a los intereses de la corona de Aragón en aquella región—, Fernando ganó Nápoles (1505) e indirectamente Navarra (1512), y antes (1493) el Rosellón y la Cerdaña, cedidos por Francia con el propósito —fallido— de asegurarse la neutralidad aragonesa en Francia. Entre 1497 y 1511, la monarquía española había conquistado en el norte de África —como una prolongación del ideal de «cruzada» que había inspirado la conquista de Granada— Melilla, Mers-al-Kebir, el Peñón de La Gomera, Orán, Bujía, Trípoli y Argel.
Las guerras de Italia fueron particularmente importantes. Con las victorias de Ceriñola y Garellano (1504), las tropas españolas emergieron como uno de los principales ejércitos europeos. El dominio de Italia obligaba a una política de acción permanente en todo el Mediterráneo —de contención de Francia (y no solo en Italia sino además en los Pirineos: por eso, la conquista de Navarra en 1512) pero también de contención de los turcos— y creaba la necesidad de establecer un sistema de alianzas internacionales que reforzase la defensa y la seguridad españolas. Fernando el Católico lo concretó en la aproximación a Portugal, Inglaterra y Borgoña. De ahí los matrimonios de su hija la infanta Isabel con el rey de Portugal, Manuel (1495), y el doble enlace en 1496 de sus hijos Juana y Juan con los príncipes Felipe y Margarita, hijos del emperador y duque de Borgoña, Maximiliano I, cuyos dominios incluían las posesiones históricas de los Habsburgo en Austria, Hungría y Bohemia, más los Países Bajos, Luxemburgo, el Artois y el Franco Condado; de ahí también, el enlace de otra hija de los Reyes Católicos, Catalina, con Enrique VIII de Inglaterra (1509). Las consecuencias, imprevisibles sin duda para Fernando el Católico, iban a ser extraordinarias: nada menos que la aparición, a partir de 1519, de la España imperial.
MAPA 7. La España de los Reyes Católicos.
Américo Castro vio la monarquía de los Reyes Católicos como «una monarquía religiosa e inquisitorial». La cultura literaria del reinado mostraba, sin embargo, una gran diversidad: romances (históricos, fronterizos, legendarios, caballerescos, novelescos…), la poesía de Jorge Manrique, cancioneros poéticos, novela sentimental (Cárcel de amor, 1492, de Diego de San Pedro), libros de caballería (Tirant lo Blanc, 1490, en catalán, del valenciano Joanot Martorell; Amadís de Gaula, escrito y conocido desde 1492 y recopilado e impreso por García Rodríguez de Montalvo en 1508), teatro (Juan del Encina: dramas litúrgicos, diálogos pastoriles, escenas cómicas…) y La Celestina (1499) de Fernando de Rojas. Cárcel de amor y el Amadís tuvieron ciertamente éxito excepcional. La Celestina, un libro extraordinario, tuvo 34 ediciones a lo largo del siglo XV y primer tercio del XVI, pese a ser obra de un converso y siempre sospechosa para la Inquisición.