EL POLICENTRISMO ESPAÑOL: ESPAÑA, PLURALIDAD DE REINOS

ORTEGA y Gasset llevaba razón cuando en España invertebrada (1921) escribió que no entendía que se llamara reconquista a una cosa que llevó ocho siglos. La reconquista, como se acaba de ver, no duró ochocientos años; la reconquista real duró dos siglos. No creó la unidad de España. En 1270, España era una pluralidad de reinos; siguió siéndolo hasta 1492.

El gran avance cristiano sobre al-Ándalus no fue un proyecto en común. No obstante alianzas ocasionales, a veces importantísimas, entre los reinos cristianos, la reconquista avanzó por vías paralelas: respondió a las necesidades geoestratégicas, aspiraciones territoriales, razones de seguridad y defensa, intereses dinásticos y proyectos estatales e institucionales separados de los distintos reinos peninsulares. Las divisiones y diferencias entre estos fueron a menudo graves. El orden cristiano peninsular fue —durante y después de la reconquista— un equilibrio inestable, y muchas veces un teatro de tensiones.

La misma unión de Castilla y León no fue definitiva, como ya se ha indicado, hasta 1230. Las relaciones entre ambos reinos —unificados entre 1037 y 1065, y entre 1072 y 1157, y separados otra vez durante setenta y cinco años, entre 1157 y 1230— fueron, hasta la unificación, difíciles, y en ocasiones plenamente hostiles: disputas por la jerarquía entre ambas coronas, graves tensiones dinásticas (la unificación de 1072, por ejemplo, fue precedida por una breve guerra entre los reinos, y por la posible participación de Alfonso VI de Castilla en el asesinato de su hermano Sancho II de León), problemas fronterizos y territoriales (en torno, por ejemplo, a la «Tierra de Campos», incorporada a Castilla pero reclamada por razones históricas por León) y diferencias en torno a la delimitación de los espacios de reconquista. León se reservó la conquista y repoblación de Extremadura —que, en efecto, realizaron Fernando II y Alfonso IX, reyes leoneses— y no participó en Las Navas de Tolosa.

Igualmente, el primer intento de unión dinástica entre Castilla y Aragón —el único antes del siglo XV—, el matrimonio en 1109 entre Urraca de Castilla, la hija de Alfonso VI (la primera titular de un reino en España), y Alfonso I de Aragón, Alfonso el Batallador, fue un completo desastre personal y político que terminó en la ruptura en 1114, y dejó una herencia de disputas territoriales entre ambos reinos que tardó tiempo en resolverse. Castilla y Aragón pactaron en 1151 —tratado de Tudillén— el reparto de la Península: conquista de Levante para Aragón, y de La Mancha y Andalucía para Castilla, que ambos reinos, que colaboraron en muchos momentos de la reconquista, respetaron y ratificaron posteriormente. Problemas, con todo, los hubo. Aragón, por ejemplo, se anexionó en 1304 —contra la voluntad de Castilla— el norte de Murcia (Alicante, Elche…). Por abreviar, la llamada «guerra de los dos Pedros» (Pedro I de Castilla y Pedro IV de Aragón), que enfrentó a los dos reinos entre 1365 y 1375 y que sancionó el giro hacia la hegemonía castellana en la Península, puso de relieve las graves diferencias que en materias importantes existían entre Castilla y Aragón: sobre cuestiones fronterizas (Murcia, Alicante), en torno a la propia política dinástica peninsular (Aragón, por ejemplo, apoyó en principio las aspiraciones de los Trastámara en Castilla frente a la línea dinástica oficial) y sobre política internacional, concretamente sobre la guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, y sobre el equilibrio en el Mediterráneo.

El policentrismo, la coexistencia (pacífica o armada) de varios estados soberanos, definía la realidad española. Castilla y León —unos 355.000 kilómetros cuadrados, unos cuatro millones de habitantes—, un conglomerado de tierras y antiguos reinos en el norte, y los nuevos e inmensos territorios en los valles del Guadiana y del Guadalquivir (una Castilla, pues, que nada tenía que ver con la pequeña Castilla de Fernán González y el Cid), emergió a finales del siglo XIII como un estado básicamente peninsular: el primero, por extensión y población, de los reinos peninsulares. Alfonso X y Alfonso XI, primero, y luego, ya en el siglo XIV, Enrique II, hicieron del nuevo reino castellanoleonés —previamente un estado en construcción— un verdadero estado soberano, esto es, un reino con un aparato de gobierno y administrativo institucionalizado, y con concepciones y proyectos políticos mínimamente definidos.

Alfonso X (1252-1284) creó las bases del derecho castellano (el Fuero Real, las Siete Partidas…), reguló la ganadería trashumante, base ya de la muy importante producción lanera castellana (regulación del concejo de la Mesta, 1273), dirigió la repoblación de toda la baja Andalucía y Murcia, fomentó la cultura como responsabilidad de la corona (escuela de traductores de Toledo; el mismo rey escribió las Cantigas de Santa María y la Estoria de España) e inició una política internacional de prestigio al proponerse —con importantes apoyos europeos— para la corona imperial (la corona del sacro imperio romano-germánico, más una dignidad nominal que un poder efectivo, que desde 1273 ostentarían los Habsburgo). Alfonso XI (1312-1350) —que se coronó en Las Huelgas (Burgos) como forma de reafirmación del poder regio— aprobó en 1348 el ordenamiento de Alcalá, una serie de leyes que fijaban y regulaban la administración de justicia, la organización y el procedimiento judiciales, el derecho civil, penal, municipal, señorial y territorial castellano y numerosas instituciones civiles y penales; una pieza maestra, pues, en la transformación de Castilla en un reino basado en leyes y derecho.

Enrique II (1369-1379), el fundador de la dinastía Trastámara, que encabezó la rebelión nobiliaria contra su hermanastro el rey Pedro I (una verdadera guerra civil (1366-1369) en la que Enrique estuvo apoyado por Francia, Aragón y contingentes de soldados extranjeros, que acabó con la muerte de Pedro I en Montiel), reforzó y reestructuró todos los órganos de gobierno como instrumentos ya de un verdadero estado al servicio de una monarquía fuerte. Enrique II gobernó con las cortes (asambleas de representantes de estamentos, ciudades y villas que habían nacido en León en 1188), que reunió con frecuencia; potenció el consejo real, órgano asesor del rey en materias jurídicas y de gobierno; reformó la cancillería, el notariado burocrático del reino; organizó la audiencia (cortes de Toro de 1371) como una especie de tribunal superior de justicia; y apuntó a la especialización de las «hermandades» como fuerzas de policía rural. También mantuvo la política exterior de amistad con Francia. Fue el primer rey castellano que —por la diplomacia o por la fuerza militar o por enlaces matrimoniales, o por una combinación de todo ello— desplegó una verdadera política de posible integración peninsular bajo hegemonía castellana.

La corona de Aragón fue desde su creación (1137), por un lado, un estado pirenaico con importantes intereses sobre varios condados transpirenaicos (Rosellón, Cerdaña, Provenza…), derivados de las viejas aspiraciones catalanas, que le implicaron en la compleja política del sur de Francia, de Occitania; y por otro, un estado mediterráneo, también consecuencia de la dinámica catalana, la dimensión que terminaría por definir el destino futuro de la corona. La reconquista por Jaume I de las Baleares (1229) y Valencia (1239) creó las bases de un imperio mediterráneo. Pedro III el Grande conquistó Sicilia en 1282; Jaume II inició en 1323-1325 la ocupación de Cerdeña, no lograda plenamente hasta 1420; los almogávares —compañías de tropas de voluntarios catalanes, aragoneses, napolitanos, sardos, sicilianos, etcétera— entregaron a Pedro IV en 1390 los ducados de Atenas y Neopatria en Grecia; Alfonso V reinó en Nápoles —por vía familiar— desde 1443.

Bloqueada entre Castilla y Aragón desde la expansión de estos hasta el Ebro, donde Navarra había perdido la Rioja pero logrado las tierras de Estella, Olite y Tudela —Vizcaya desde el siglo XI y Álava y Guipúzcoa desde el XII bascularon en cambio hacia Castilla—, Navarra, nombre oficial, si se recuerda, desde 1162, y que había reaparecido como reino propio en 1134 tras sesenta años de integración en Aragón, no tuvo posibilidad de expansión hacia el sur (la participación de Sancho el Fuerte en Las Navas de Tolosa era, en este sentido, engañosa): bajo la casa de Champagne desde 1234 —resultado de enlaces dinásticos, piezas ya fundamentales de la diplomacia medieval—, y luego bajo la propia corona francesa y las casas de Evreux y Foix, Navarra (unos diez mil kilómetros cuadrados, unos cien mil habitantes a mediados del siglo XIII) giró hacia Francia como garantía de su propia supervivencia como reino, y no se reintegró a la órbita española hasta el siglo XV.

Portugal se labró su independencia frente a León y Castilla asegurándose la reconquista del Algarve: el anticastellanismo, sobre la doble exaltación de la figura de Alfonso I Enríquez y la independencia (1139) y de la victoria de Aljubarrota en 1385 sobre Castilla (que había invadido el país en nombre de los derechos dinásticos de su rey Juan I), fundamentó, junto con la interpretación en clave portuguesa de la Lusitania romana, la incipiente mitología nacional portuguesa.

El reino nazarí (castellanización de la dinastía Banu Nasr, o nasríes) de Granada (1237-1492), un reino próspero, por el desarrollo de su agricultura y el dinamismo comercial de ciudades como Málaga y Almería, fue un estado política y militarmente marginal. Cada vez más aislado del resto del islam, sin voluntad ni capacidad para intervenir en la política peninsular, el reino de Granada optó por una política de equilibrio entre Castilla y el Magreb, a través de una compleja sucesión de alianzas fugaces y cambiantes —a veces con Castilla, a veces con los benimerines magrebíes— que le permitió, pese a la inestabilidad causada por las pugnas dinásticas en su interior, garantizar su seguridad y estabilizar su frontera durante doscientos años, salvo por las operaciones militares en torno al Estrecho. Y dejar en la propia Granada un legado único: la Alhambra (en árabe al-Hamra, la Roja, la colina roja), que empezó a construir el fundador de la dinastía Muhammad I (1232-1273) y que no se completó hasta el siglo XIV; un conjunto fascinante, a la vez palacio real y alcazaba (fortaleza defensiva), sobre un monte en las estribaciones de Sierra Nevada, con murallas, torres, puertas, palacios, miradores, baños reales, jardines, patios, estanques, salones públicos y privados, con predominio de columnas, arcos peraltados de numerosos lóbulos, bóvedas de mocárabes, zócalos de cerámica vidriada y decoración de yeserías y epigráfica. La Alhambra, el monumento que más contribuyó a forjar el mito romántico decimonónico de España como país exótico, embrujado y oriental (y que no fue la única muestra del arte nazarí, que hizo también, por ejemplo, el bellísimo Generalife en la misma Granada, la alcazaba de Málaga y la mezquita de Ronda).

Con economías predominantemente rurales —cereales, viñedos—, basadas sobre todo desde el siglo XI en la gran propiedad señorial y/o eclesiástica trabajada por sistemas de arrendamientos, aparcerías y servidumbre; gran desarrollo de la ganadería lanar (primero, desde el siglo IX, en la Castilla primigenia; luego, desde el siglo XII, en Extremadura y La Mancha); con un peso económico y demográfico cada vez mayor de villas y ciudades —con Burgos, Barcelona y Sevilla como principales ciudades en el siglo XIII)—; con una comercialización creciente —gracias a las mejoras en el transporte por caminos, ríos y puertos— de productos agrícolas, tejidos (lana) y artesanías, los reinos cristianos españoles de los siglos XIII-XV eran, sencillamente, una variable de la cristiandad europea occidental. La fuerte presencia social de la religión se plasmó en los siglos XIII a XV en la construcción de las imponentes catedrales (un hecho urbano, no rural como las abadías y los monasterios) de estilo gótico (León, Burgos, Toledo…). Las primeras universidades (Palencia, Salamanca…) aparecieron en los siglos XIII y XIV.

Cristalizadas desde los siglos X y XI las lenguas romances —concretamente, los primeros testimonios escritos del castellano y del vasco se remontarían al siglo X, y los del catalán y del gallego-portugués al siglo XI—, aparecieron igualmente ya las primeras manifestaciones literarias: poemas épicos, cantares de gesta; el Poema del mío Cid, h. 1140; Milagros de Nuestra Señora (h. 1230) de Gonzalo de Berceo; Libro de Alexandre, Libro de Apolonio, Poema de Fernán González, a mediados del siglo XIII; las obras de Alfonso X en Castilla y Ramón Lull en Cataluña, también del XIII; el Libro del Buen Amor, h. 1330, del Arcipreste de Hita; El Conde Lucanor, 1335, de don Juan Manuel.